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– Lo que quiere decir que añadir ceros no altera la raíz numérica -convino Proxi, reflexionando en voz alta-. La raíz sigue siendo la misma, utilices el signo o notación que utilices para representar las decenas y las centenas.

– ¡Exacto! -asentí-. Y observa la segunda operación: «Dos cortado en dos raíz de uno», es decir, dos dividido entre dos igual a uno, y «Dos crecido en cinco raíz de» equis, como dijimos, o sea, dos multiplicado por cinco igual a diez. Raíz, por tanto, el uno.

– Lo único que veo claro -comentó Jabba- es que, si quitas los ceros, dividir por dos es lo mismo que multiplicar por cinco.

– ¿A que parece absurdo? -sonreí.

– No -declaró Proxi-, es coherente con un simbolismo numérico: si quitas el vacío, la nada, que es el cero, y te quedas con lo importante, que es la raíz, ¿qué más da dividir que multiplicar? El resultado es el mismo.

– Vale, está bien -arguyó Jabba-. Pero, ¿de qué nos sirve saber esto?

Lola, con una sonrisa, se inclinó ligeramente hacia él y, sujetándole la cabezota con las dos manos, le dio un pequeño beso en la mejilla. No solían ser muy expresivos delante de los demás, así que me sorprendió.

– Aunque no lo parezca -me dijo-, dentro de este cuerpo de luchador de sumo hay un alma sensible e inteligente.

Luego, mientras el atónito Jabba se tomaba su tiempo para reaccionar, se incorporó y, con un gesto ágil, se tiró de nuevo al suelo, en plancha, y se metió debajo del pico del cóndor, al que no parecía tenerle el menor respeto. Una vez allí, se giró para quedar boca arriba y la vimos tantear la piedra con mucha seguridad. En aquel momento no sabíamos lo que estaba haciendo, aunque era fácilmente presumible, pero, de repente, la enorme pieza formada por la frente, los ojos y la parte superior del pico, se levantó en el aire con un estruendo de roca y metal que recordaba al que hacía una losa de piedra friccionando contra otra o un puente de hierro bajo el peso de un camión en marcha. Aunque, claro, lo que chirriaba y crujía no podía ser hierro porque el hierro era desconocido en la América precolombina.

Jabba, asustado, saltó a tal velocidad hacia Proxi que no pude ver sus movimientos; sólo le distinguí después, cuando ya la arrastraba por los pies para sacarla de debajo de la cabeza. Yo, por mi parte, estaba completamente agarrotado. Toda la escena resultaba un tanto surrealista: sentado en el suelo con las piernas cruzadas, observaba a Jabba tirar de Proxi mientras la boca del cóndor se abría como la visera de un casco en medio de un ensordecedor ruido que no estaba lejos de ser el del fin del mundo. ¿Iba a devorarnos a los tres? Porque yo hubiera sido incapaz de moverme para salvar la vida.

Pero no, no nos devoró. Se detuvo justo a la altura del techo y allí se quedó, dejando a la vista un nuevo corredor, idéntico a aquel en que nos encontrábamos. Jabba, pálido y resoplando como un caballo, se encaró con Proxi:

– ¿Qué demonios has hecho, eh? -le gritó-. ¿Es que no estás bien de la cabeza? ¡Podías haberte matado y habernos matado a nosotros!

– En primer lugar, no me grites -repuso ella, sin mirarle, poniéndose en pie-, y, en segundo, sabía perfectamente lo que hacía. Así que cálmate, anda, que vas a volver a marearte.

– ¡Ya estoy mareado! ¡Mareado de pensar que podías haber muerto aplastada por esa vieja piedra!

Ella, muy tranquila, se dirigió hacia la boca del pájaro.

– Pero no he muerto, y vosotros tampoco, así que, venga, vamos.

– ¿Qué hiciste, Proxi? -le pregunté, siguiéndola al interior del pico abierto. Jabba permanecía furioso en el mismo lugar.

– Lo único obvio que podía hacerse: si la raíz de «Dos crecido en cinco» era el uno, sólo había un tocapu entre los diecinueve que representara ese número, el que indicaba el resultado de «Dos cortado en dos raíz de uno», de manera que volví a meterme bajo la barbilla del cóndor y, en efecto, el tocapu que el «JoviLoom» señalaba como signo del uno se hundió bajo la presión de mi mano. Después ya sabes lo que ocurrió.

Mientras me daba esta explicación, cruzamos la boca del pájaro y llegamos al nuevo corredor. Me disponía a darle un grito a Jabba para que se apresurara y viniera con nosotros de una maldita vez cuando me pareció escuchar un «clic» metálico y, sin mediar lapso alguno, el pico del cóndor comenzó a cerrarse. Proxi se volvió, asustada:

– ¡Marc! -gritó a pleno pulmón, pero el ruido de las piedras era demasiado ensordecedor-. ¡Marc, Marc!

Antes de que la visera de piedra volviera a cerrarse, mi gordo amigo se lanzó a través de la abertura como si se estuviera lanzando a una piscina. Por un instante vi peligrar sus piernas, que quedaron del otro lado, pero, sin tiempo para reaccionar, y mientras Proxi y yo le cogíamos de las manos y tirábamos de él desesperadamente, un muro lateral de casi un metro de ancho que salió de la pared izquierda empezó a clausurar la parte posterior de la cabeza. Por suerte, aunque Proxi tuvo que retirarse a toda prisa para no ser aplastada, en el último momento conseguí dar el tirón definitivo del brazo de Jabba, que salió entero aunque sucio y vapuleado.

Me dejé caer al suelo, exhausto, y contemplé el techo del corredor, iluminado por mi linterna frontal, cuyo haz de luz se movía al ritmo acelerado de mi respiración. Aquel aire tan pobre en oxígeno nos destrozaba, convirtiendo cualquier esfuerzo en una tarea sobrehumana que nos hacía escupir el corazón por la boca.

– No vuelvas a hacerme esto, Marc -oí murmurar a Proxi-. ¿Me oyes bien? No vuelvas a hacer el burro de esta forma.

– Vale -repuso él con voz compungida.

Intenté incorporarme y no pude; me costaba un mundo. No me hubiera importado quedarme allí un ratito descansando y recuperando el aliento pero, claro, ¿quién podía tumbarse a descansar en el interior de una pirámide tiwanacota sepultada bajo tierra desde hacía cientos de años, sobre un duro suelo de piedra que se adivinaba lleno de bichos y con la única salida anulada por un muro corredizo y una gigantesca cabeza de cóndor? No era plan, la verdad, así que, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, conseguí quedar sentado en el suelo, con la cabeza apenas un poco por encima de las rodillas dobladas.

Y, entonces, supe con total claridad dónde me hallaba. En mi mente se dibujó el plano escondido en el pedestal de Thunupa, en la Puerta del Sol, y recordé que, de la cámara central en la que se escondía la serpiente cornuda, salían cuatro largos cuellos con cabezas de puma por la parte superior y seis que terminaban en cabezas de cóndor por los laterales y la base. Es decir, que acabábamos de cruzar la primera cabeza de cóndor de la derecha (dado que habíamos entrado por la chimenea situada al este de la Puerta de la Luna) y nos encontrábamos en el cuello. Si no me equivocaba, después de una pequeña subida hacia el corazón de la pirámide, llegaríamos a los muros de la cámara.

– ¡Eh, vosotros dos! -exclamé sonriente-. Si dejáis de hacer el tonto un rato os cuento algo muy interesante.

– Suéltalo.

Les expliqué lo del cuello del cóndor, pero no parecieron muy impresionados. Claro que tampoco era una novedad: ya sabíamos que el pedestal era un mapa, pero por mi cabeza no había pasado hasta ese momento que el suelo que estaba pisando se correspondía con el diseño exacto de lo que aparecía tallado debajo del Dios de los Báculos.

– Venga, vámonos -propuse, poniéndome en pie con dificultad-. Ahora tendríamos que encontrar una escalinata o algo así.

– Espero que sea eso y no otra prueba del demonio -graznó Jabba.

– ¿Qué acabas de prometerme? -le increpó Proxi, mirándole de mala manera.

– ¡Que sí, vale! No voy a quejarme más.

– Pues no se nota -le dije, poniéndome en marcha.

– ¡Yo siempre cumplo mis promesas!

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