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Confirmé que había terminado de «tejer» y el programa empezó sus particiones y alineamientos. No tardó mucho en ofrecer el extraño resultado: «Seis cortado en dos raíz de tres.»

– ¿«Seis cortado en dos raíz de tres»? -exclamé en voz alta, sorprendido.

– ¿Una división…? -Jabba no daba crédito a lo que oía. Tenía los ojos abiertos como platos-. ¡Una división! ¿Y qué demonios se supone que tenemos que hacer con una ridícula y absurda división? ¿En qué nos ayuda saber que seis dividido entre dos es igual a tres?

– No es eso exactamente lo que dice -objeté.

– ¡Pero es lo que quiere decir!

– No lo sabemos.

– ¿Me vas a contar tú a mí que…?

– ¡Aquí hay más! -gritó Proxi desde el otro lado del cóndor.

Sujeté el portátil por la cubierta y me puse en pie de un salto, corriendo en pos de Jabba, que había salido disparado. En el lado izquierdo del bicho, labrados en el muro, otros cinco tocapus casi idénticos a los anteriores aparecían también enmarcados por la misma pequeña moldura.

– ¡Menuda historia! -exclamé, acercándome al nuevo panel. Los tocapus primero, cuarto y quinto eran iguales mientras que el segundo y el tercero diferían. Cuando las miradas de mis colegas confluyeron interrogativamente sobre mí, supe que tenía que volver a sentarme en el suelo e introducir las piezas en el telar de Jovi. La traducción resultó, de nuevo, un completo galimatías: «Seis crecido en cinco raíz de tres.»

– Bueno, me da lo mismo si los yatiris decoraban sus paredes con fórmulas matemáticas -dijo Jabba-. La cuestión es que este pequeño pajarito -y propinó unas sonoras palmadas al monstruoso pico- pone fin al pasadizo. Se acabó. Punto. Volvamos a la superficie.

– Quizá se trate de resolver algún problema -razoné.

– Exactamente. Y si somos tan listos como para resolverlo, la cabeza del cóndor se abrirá como una puerta y podremos cruzar al otro lado. ¡Pues vaya manera de ayudar a una supuesta humanidad en problemas! Menuda pandilla de…

– Escuchadme los dos -nos interrumpió Proxi, zanjando la discusión-, tenemos dos planteamientos claros y sencillos: por un lado «Seis cortado en dos raíz de tres» y, por otro, «Seis crecido en cinco raíz de tres». El mismo número, es decir, el seis, se corta en dos y crece en cinco dando como resultado en ambos casos el tres. Obviamente, hay gato encerrado.

– Sí -admití-, lo hay, pero ¿cuál?

– La diferencia. Tiene que ser la diferencia -señaló ella-. Los tocapus divergentes son los que aportan información.

– Pues, venga -la animé-. Quizá haya que pulsarlos o algo así. Inténtalo, a ver qué pasa.

Muy decidida, se acercó al panel frente al que nos encontrábamos y apretó los tocapus segundo y tercero. No sucedió nada.

– En realidad -explicó-, no se hunden bajo la presión. Están fijos.

– Vamos a intentarlo en el panel de la derecha -propuse.

Nos encaminamos hacia allí y Proxi repitió la operación. Pero tampoco ocurrió nada.

– Igual que en el otro -murmuró-. No pueden pulsarse.

– ¿Y los demás? -pregunté.

Lo intentó y, luego, sin volverse, agitó la cabeza en sentido negativo.

– Volvamos al otro panel para presionar los tocapus que nos faltan -murmuré.

Pero de nuevo topamos con el fracaso más absoluto. Ninguno de los diez tocapus respondía a la presión de la mano. No eran piezas sueltas. Estaban tallados directamente en el muro.

– No lo entiendo… -se quejó la mercenaria-. Y, ahora, ¿qué?

– Quizá nos falta algo por encontrar -razoné-. Quizá estos dos paneles son sólo un ejemplo, una muestra para indicarnos cómo encontrar la solución.

– Claro, y luego se la gritamos al viento -se burló Jabba-. ¡Esto es absurdo!

– No, no lo es. Déjame pensar -repliqué-. Tiene que tener algún sentido.

– Pero, ¿qué sentido quieres que tenga? -siguió protestando él-. Se supone que los yatiris escondieron su secreto para que pudiera recuperarlo una humanidad destruida y necesitada, ¿no es cierto? ¡Pues esto parece una carrera de obstáculos! Y, además, ¿quién nos dice que se trata de una prueba? ¡No podemos saberlo!

– No te equivoques, Jabba-le expliqué-. Lo que hay ahí dentro no es comida. Los yatiris no eran la Cruz Roja. No hay medicinas ni mantas. Lo que escondieron antes de irse era un conocimiento, una enseñanza… Si, como suponemos, se trata del poder de las palabras, de un código oral de programación, tiene sentido que pusieran claves cifradas de acceso. Quizá no se trata de una prueba, es verdad. Quizá están enseñándonos algo. Creo que resolviendo este enigma aprenderemos alguna cosa que nos será útil más adelante.

– No te esfuerces, Root -se burló el gusano, poniendo los brazos en jarras y mirándome aviesamente-. ¿O es que no te das cuenta? Si estos dos paneles son la muestra, tendría que haber otro para introducir la solución. ¿Y dónde está, eh?

– ¡Aquí! -gritó Proxi desde algún lugar indeterminado.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir, siguiendo velozmente a Jabba, que ya corría en busca de Proxi. Por suerte, la recia espalda de mi colega, que se tambaleaba por el frenazo, detuvo también mi carrera porque, al tomar la curva del pico, hubiéramos tropezado con el cuerpo de la mercenaria, que estaba tumbada boca arriba en el suelo, con la cabeza metida bajo la cabeza del pájaro.

– Aquí hay nueve tocapus -dijo ella, y su voz sonó amortiguada por la escultura-. ¿Te los describo, Root, o vienes a verlos?

Aquella mujer era tan temeraria como el demonio.

– ¿Y por qué no los memorizas y los metes tú en el ordenador? -le respondí.

– Vale. Buena idea -dijo saliendo del escondite.

– ¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí debajo, loca? -la increpó Jabba.

– Pues, porque era lógico, ¿no? Faltaba un panel y tenía que estar en algún lado. La cabeza del cóndor era lo único que nos quedaba.

– Pero te has tirado al suelo sin pensarlo dos veces. ¿Y si lo hubieran puesto allá arriba? -señalé.

– Bueno, era el siguiente paso, claro -convino, muy tranquila, quitándome el portátil de las manos. La observamos mientras trasteaba con el telar informático y la vimos suspirar profundamente antes de levantar la cabeza para echarnos una mirada de estupefacción.

– «Dos cortado en dos raíz de uno» -murmuró-. «Dos crecido en cinco raíz de…»

– ¿De qué? -la urgí.

– De no se sabe. Te recuerdo que sólo hay nueve tocapus y en los dos paneles laterales hay diez.

– Pues eso es lo que hay que averiguar -dije-. Y no puede ser tan difícil… En realidad, si nos fijamos bien en los cuatro textos de los que disponemos, se puede adivinar la lógica oculta de la clave. Veamos -cogí el portátil y arranqué el procesador de textos, escribiendo, a continuación, las cuatro premisas-. «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres», «Dos cortado en dos raíz de uno», «Dos crecido en cinco raíz de…», vamos a poner equis, ¿vale? Pasémoslo a números. Supongamos que Jabba tenía razón cuando dijo que eran simples divisiones y multiplicaciones. Seis dividido entre dos es igual a tres y seis multiplicado por cinco es igual a treinta.

– No, la frase dice tres, no treinta -matizó él, puntilloso.

– Ya, pero hay un factor con el que no hemos contado: según me dijo la catedrática, los incas y las culturas preincaicas, a pesar de sus grandes conocimientos matemáticos y astronómicos, desconocían el número cero y, por lo tanto, no usaban el guarismo que representa la nada, el vacío.

– Vale, Root, de acuerdo -admitió Proxi, yendo, como siempre, a lo concreto-. Pero las culturas que desconocían el cero, que eran muchas, sabían representar perfectamente las decenas, las centenas, los millares… Simplemente, utilizaban símbolos distintos o repetían el mismo tantas veces como hiciera falta. Tu teoría falla.

– No, no falla -insistí-, porque estamos hablando de raíces, de la parte irreductible e inalterable de una palabra o de una operación matemática, y recuerda que el lenguaje aymara está formado por raíces a las que se agregan sufijos ad infinitum para formar todas las palabras posibles. Observa las frases: «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres». Si eliminas el cero en el resultado de la multiplicación por cinco, la raíz es la misma que en la división por dos.

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