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– ¡La entrada! -gritó por encima del lejano ruido de piedras que venía del fondo.

A mí el corazón me latía a mil por hora así que, dado el poco oxígeno del que podía disponer, sentí que me mareaba y que tenía que sentarme a toda prisa. Pero no fui el único: Marc, blanco como el papel, se dejó caer al suelo al mismo tiempo que yo.

– Pero, ¿qué os pasa? -preguntó, sorprendida, Proxi, mirándonos alternativamente a uno y a otro. Como ella se había inclinado para mirar, nuestras tres cabezas estaban a la misma altura.

– ¡Vaya porquería de aire que tienen en este país! -dejó escapar Jabba, dando bocanadas como un besugo sobre la cubierta de un pesquero.

– Eso -resoplé-, échale la culpa al aire.

Nos miramos y nos echamos a reír. Ahí estábamos los dos, como patos mareados, mientras Proxi resplandecía llena de entusiasmo.

– No valemos nada -me dijo Jabba, recuperando poco a poco el color en la cara.

– Estoy de acuerdo contigo.

Del fondo de aquel agujero salía un tufillo a tumba que acobardaba, una vaharada de humedad terrosa que revolvía el estómago. Me incliné junto a Proxi para mirar y vi unos escalones de piedra peligrosamente inclinados que se perdían en las sombrías profundidades. Saqué la linterna de mi bolsa y la encendí: los escalones descendían tanto que no podía verse el final.

– ¿Tenemos que meternos ahí dentro? -farfulló Jabba.

No le contesté porque la respuesta era obvia. Sin pensarlo dos veces me puse en pie, rodeé mi cabeza con el cordón del frontal de leds, lo encendí y, como un minero, comencé a bajar con mucho cuidado por aquella estrecha y apurada escalinata que parecía llevar hacia el centro de la Tierra. Ni siquiera me cabía un pie completo en cada peldaño, de modo que tenía que girarlos un poco y ponerlos de lado para no perder el equilibrio a las primeras de cambio. Conforme descendía, la pared que tenía enfrente se iba convirtiendo en techo, elevándose y reduciendo su ángulo respecto a la superficie, lo que me iba a dejar pronto sin punto de apoyo. Me detuve unos segundos, indeciso.

– ¿Qué sucede? -preguntó la voz de Proxi desde una altura considerable.

– Nada -contesté, y seguí bajando mientras sofocaba los gritos desesperados de mi instinto de supervivencia. Sentía el pulso en las sienes y un frío helado en la frente.

Para que mis pies siguieran descendiendo, me obligué a pensar en mi hermano, allá en Barcelona, acostado en su cama de hospital con el cerebro chamuscado.

– Ya no tengo donde sujetarme -avisé-. El pozo se ha hecho demasiado ancho para que llegue a ninguna parte con las manos.

– Ilumina bien a tu alrededor.

Pero, por más que iluminara girando la cabeza de un lado a otro, a mi alrededor no había otra cosa que espacio vacío delimitado, más allá de mis brazos, por muros de piedras perfectamente encajadas como las que se veían por toda Tiwanacu. Por suerte, los escalones empezaron también a ensancharse y a prolongarse.

– ¿Todo bien, Root? -el vozarrón de Jabba llegó hasta mí rebotando en los muros de aquella chimenea.

– Todo bien -exclamé con fuerza, pero era una de esas frases que se dicen por decir cuando no lo tienes nada claro.

El descenso se prolongó durante más tiempo del que me hubiera gustado. Al lado de aquello, cualquiera de las galerías verticales del subsuelo de Barcelona era una autopista de ocho carriles. Tenía las palmas de las manos sudorosas y echaba de menos mis útiles de espeleología: el menor resbalón con aquel jabonoso musgo negro que lo cubría todo daría con mis huesos contra las piedras del fondo y, si seguía vivo, Jabba y Proxi lo iban a tener muy crudo para sacarme de allí. Por eso descendía lentamente, tomando todas las precauciones posibles, afianzando muy bien un pie antes de colocar el siguiente y con todos mis sentidos alerta para evitar cualquier vacilación.

La primera señal que tuve de que aquello se acababa fue un cambio sutil en el aire: de repente se volvió menos pesado, más fluido y seco, y supe que me acercaba a un espacio grande. Un minuto después, mi linterna frontal iluminaba el final de la chimenea y el principio de un corredor lo suficientemente amplio para que cupiésemos los tres holgadamente.

– Veo el final -anuncié-. Hay un pasadizo.

– ¡Por fin se acaba esta maldita escalera! -oí tronar a Jabba.

En aquel momento yo estaba dejando atrás el último escalón e iluminaba el túnel que tenía enfrente. No había más remedio que seguirlo y avanzar. Proxi me alcanzó y el ruido de los pies de Jabba anunció su inminente aparición a nuestro lado.

– ¿Adelante? -inquirí, aunque no se trataba en realidad de una pregunta.

– Adelante -repuso ella, animosa.

En el mismo orden con el que habíamos descendido, tomamos el túnel. Era larguísimo, casi tanto como la chimenea, pero en sentido horizontal y perfectamente cúbico. El suelo, el techo y los muros estaban construidos también con grandes sillares encajados unos con otros. No sé qué esperaba encontrar al final de aquel largo pasillo que no se terminaba nunca pero, desde luego, no fue lo que descubrí. Con el susto, casi se me heló la sangre en las venas. Noté que Proxi se colocaba en silencio junto a mí y se cogía con fuerza de mi brazo mientras nuestros dos frontales enfocaban una gigantesca cabeza de cóndor que nos miraba con ojos ciegos desde el fondo del pasadizo.

– ¡Vaya! -murmuró ella, reponiéndose del sobresalto-. ¡Es impresionante!

Escuché un silbido agudo y vi un tercer foco luminoso sobre el monstruo y supe que Jabba había llegado y que estaba contemplando también la enorme cabeza que clausuraba el corredor a unos tres metros delante de nosotros.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó mosqueado.

– No tengo ni idea -farfullé.

Desde lo alto del túnel, la piedra se curvaba dibujando la frente del animal y deslizándose hasta los grandes ojos redondos, un par de círculos perfectos colocados sobre un pico enorme que caía en vertical, afilándose, hasta casi rozar el suelo. A ambos lados podía verse una pequeña porción de la parte inferior del pico. Proxi disparó varias fotografías con la cámara digital que, debido a la oscuridad, calibró automáticamente la intensidad del flash al máximo y soltó unos fogonazos impresionantes.

– Pues por ahí no se puede pasar -siguió diciendo Jabba.

– Eso ya lo veremos -afirmó Proxi, muy decidida, guardando la cámara y avanzando hacia la colosal escultura que parecía ir a comérsela en un abrir y cerrar de pico.

– ¡Espera! ¡No seas loca! -exclamó Jabba. Yo me giré, raudo, para mirarlos, y, en aquel momento de confusión, los rayos luminosos de las linternas bailaron sobre el cóndor y las paredes. En un parpadeo, me pareció ver algo junto a la cabeza del ave, así que, ignorando a mis colegas, hice un nuevo barrido por la zona con mi luz y vi, a la derecha, un extraño panel de grabados.

– Oh, oh… -dejó escapar Proxi al divisarlo.

– Espero que no se trate de una de esas maldiciones aymaras -dijo Jabba.

– Recuerda que no podría afectarnos -musité.

– No sé qué decirte.

Nos fuimos acercando con todas las precauciones del mundo, por si las moscas, y, por fin, nos detuvimos frente a cinco tocapus labrados en la roca y enmarcados por una pequeña moldura. A nuestra espalda, el gigantesco perfil derecho del pico del cóndor resultaba de lo más amenazador.

– Bueno, venga, saca el portátil -me sugirió Proxi, con la cámara de nuevo entre las manos, lista para tomar más fotografías-. Esto hay que traducirlo con el «JoviLoom».

– ¡A ver si vamos a tener un disgusto! -se alteró el gusano cobarde.

Mirando con aprensión la escultura, me senté en el suelo y apoyé la espalda contra ella mientras sacaba el ordenador de la bolsa y lo ponía en marcha. Crucé las piernas y, cuando el sistema estuvo listo, arranqué el programa traductor de mi hermano. Las dos ventanas se abrieron y, arrastrándolos con el pequeño ratón del portátil, fui trasladando de una a otra los cinco tocapus que aparecían en el muro. El primero contenía un rombo, el segundo una especie de reloj de sol con una raya horizontal en el centro, el tercero algo parecido a una tilde alargada pero más sinuosa, el cuarto un asterisco formado por tres pequeñas líneas cruzadas en el centro y, el quinto, dos rayas horizontales paralelas, muy cortas, semejantes a un signo de igual.

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