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– Lo que necesitas es un psiquiatra. El pobre crío va a tener pesadillas durante años.

¿Pesadillas…? No es que el Ekeko tuviera mucha gracia, la verdad, pero estaba seguro de que Dani sabría apreciarlo en lo que valía y que disfrutaría de lo lindo destrozándolo.

– ¡Aquí, aquí! -nos llamó de repente Proxi, señalando un puesto en el que se veían un montón de bastones de Viracocha.

Sobre la mesa de madera del tenderete, decenas de báculos acabados en cabezas de cóndores se exhibían para su venta y, con gran alegría del yatiri, adquirimos cinco, es decir, todos los que medían entre ochenta centímetros y un metro, ya que ésas eran, a ojo, las dimensiones del Thunupa de la Puerta y de sus báculos originales.

Comimos en un restaurante de la zona y seguimos deambulando como turistas el resto de la tarde, hasta la hora de volver al hotel. Teníamos mucho trabajo, de modo que pedimos que nos subieran la cena a la habitación de Jabba y Proxi, que era más grande, y nos concentramos en los aspectos prácticos de la tarea que llevaríamos a cabo al día siguiente. Pero antes me conecté a internet para bajar mi correo. Tenía veintiocho mailes, la mayoría de Núria, así que los leí todos y resumí en uno muy largo las múltiples respuestas. Mientras tanto, Proxi había enchufado la cámara digital al otro portátil y estaba descargando las fotografías que había tomado en Tiwanacu. Hizo una ampliación a tamaño real de la placa del suelo de Lakaqullu y la imprimió en fragmentos en la pequeña impresora de viaje.

En caso de tener suerte y de que realmente funcionara lo de clavar el báculo en la hendidura del casco de guerrero, lo que venía a continuación era un completo misterio pero, aun así, había ciertos detalles que teníamos claros: circularíamos por corredores que no habían sido pisados en quinientos años, careceríamos de iluminación, quizá nos toparíamos con alimañas o con trampas, y, lo más importante de todo, necesitaríamos llevar el «JoviLoom», porque, en caso de alcanzar la cámara del viajero, de nada nos serviría haber llegado hasta allí si no éramos capaces de leer las planchas de oro. Así que el traductor era imprescindible y, por lo tanto, todas las baterías del ordenador portátil (la original y las de repuesto) debían estar cargadas y listas.

Hicimos una lista con lo que tendríamos que comprar al día siguiente antes de salir hacia Tiwanacu, teniendo muy presente que el material debía ocupar el menor espacio posible para no despertar la curiosidad de los guardias de la puerta, a los que habíamos visto registrando ocasionalmente carteras y mochilas. Según decían las guías, era frecuente que algunos turistas poco escrupulosos intentaran llevarse piedras como recuerdo. La idea de colarnos por la noche, fuera del horario de visita, tal y como habíamos pensado hacer en un principio, la descartamos en seguida porque, después de haber estado allí, los tres coincidíamos en que resultaría un suicidio vagar a oscuras por aquel pedregoso terreno con el riesgo de herirnos o rompernos la crisma. De modo que lo haríamos por la tarde, con luz, aprovechando la soledad de Lakaqullu y la escasa seguridad del recinto.

A la mañana siguiente, recorrimos el centro de La Paz de un lado a otro así como los lujosos barrios residenciales de Sopocachi y Obrajes, en la parte baja de la ciudad, donde había centros comerciales, bancos, galerías de arte, cines… Allí, en tiendas distintas, adquirimos tres linternas frontales de leds marca Petzl, otras tres Mini-Maglite (finas como un bolígrafo y no más largas que la palma de la mano), un par de delgados rollos de cuerda de espeleología, guantes antiabrasión, unos pequeños prismáticos Bushnell, una brújula Silva modelo Eclipse-99 y unas cuantas navajas multiusos Wenger. Podrá parecer un contrasentido que encontrásemos fácilmente estas marcas tan caras en un país tan pobre y endeudado pero, dejando al margen que Bolivia era un destino típico para alpinistas, resultaba que, por su cercanía con los Estados Unidos, disponía de los mejores y más modernos productos mucho antes, incluso, de que llegaran a España, y eso lo comprobamos con nuestros propios y atónitos ojos en las tiendas de informática de Sopocachi. Otra cosa distinta era que la mayoría de la población pudiera comprarlos -que no podía, obviamente-, pero allí estaban, a disposición de la gente adinerada del país y de los turistas con fondos.

A mediodía regresamos al hotel y llamamos a Yonson Ricardo para preguntarle si, esa tarde, podía volver a llevarnos a Tiwanacu.

– No, no voy a poder -nos dijo sin asomo de pena- porque hoy es feriado para mi equipo de taxis y podría buscarme problemas con el sindicato, pero los voy a dejar en buenas manos, en las de mi hijo Freddy, que les llevará con su coche particular y ustedes le abonan el mismo monto que me dieron a mí el otro día. ¿Les parece bien?

Muy justo no resultaba porque al padre le habíamos pagado por un día completo de trabajo y de aquel lunes ya había transcurrido casi la mitad y, además, Freddy no era taxista, pero no valía la pena complicarse la vida por minucias ni discutir por una cantidad de bolivianos que, en euros, salía ridícula, así que aceptamos.

Freddy resultó un conductor más temerario que su padre pero estábamos tan preocupados por lo que teníamos que hacer que casi nos daba lo mismo que se estrellara contra cualquier viejo vehículo cargado de animales o que nos sacara de la carretera dando vueltas de campana por el Altiplano. Afortunadamente, no ocurrió nada de todo esto y aterrizamos vivos en Taipikala, con nuestros bastones de Viracocha en las manos a modo de graciosos recuerdos, como visitantes que llegaban directamente del Mercado de los Brujos. Nadie nos detuvo ni nos registró las bolsas. Pagamos los boletos y entramos tan campantes, dispuestos, en primer lugar, a echar una mirada a la excavación de Puma Punku para comprobar si la catedrática andaba por allí. Y sí, estaba: pude verla con toda claridad a través de los prismáticos, sentada frente a una mesa, escribiendo en un gran cuaderno. De modo que nos encaminamos hacia Lakaqullu dando un largo rodeo por el Templete semisubterráneo para no ser descubiertos.

En cuanto dejamos atrás el palacio de Putuni, nos quedamos solos en la vasta extensión de terreno que nos separaba de nuestro objetivo. No se veía ni un alma y el viento frío se hizo más fuerte al no encontrar edificios que le impidieran el paso, zarandeando la maleza sin piedad en una dirección y en otra. Caminábamos en silencio, aturdidos por lo que se nos avecinaba, por lo que íbamos a hacer. Jabba y Proxi se cogieron de las manos; yo, me encerré más y más en mi interior, me hice pequeño dentro de mí mismo, como siempre que sentía miedo. No me asustaba saltarme alguna norma que otra en España, ni dejar mi tag en los lugares más protegidos y vedados, ni colarme con mi ordenador en sistemas oficiales para conseguir lo que me hubiera propuesto, pero jamás en la vida se me hubiera ocurrido invadir un monumento arqueológico con riesgo de dañarlo y, encima, en un país extranjero, como era el caso. No tenía ni idea de lo que podría pasar, sentía que no controlaba la situación, y eso me ponía nervioso y me asustaba, aunque no lo exteriorizase en absoluto porque mi paso seguía siendo firme y mis gestos decididos. Con sarcasmo pensé que, en eso, la catedrática y yo nos parecíamos bastante: ambos sabíamos ocultar nuestros verdaderos pensamientos.

La segunda placa con el casco de guerrero la encontramos a la misma distancia de la Puerta de la Luna que la primera, pero en dirección este. Pensamos que sería buena idea localizarla antes de empezar a clavar bastones por si acaso hacía falta hincarlos en las dos a la vez. Era exactamente igual que la otra, aunque mucho más estropeada, y, ya que estábamos, decidimos empezar allí mismo para no perder más tiempo. Jabba sujetó con fuerza el bastón más pequeño, el de ochenta centímetros, y lo incrustó despacio en el ojo del animal extraterrestre hasta que el borde de la circunferencia puso el límite y, entonces, la placa, junto con el metro cuadrado de maleza que estaba a su alrededor, empezó a hundirse lenta y silenciosamente con Jabba y uno de mis pies encima. Amedrentados, nos echamos hacia atrás de un salto para salir del pequeño ascensor que se perdía en las profundidades de la tierra mientras Proxi soltaba una exclamación de júbilo y se agachaba para mirar.

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