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– Tienes razón -admití, examinando a los falsos querubines alados-. Ellos decían lo que había que hacer. ¿Cómo no lo vimos?

– Porque no les hemos hecho caso. Los yatiris lo dejaron todo a la vista.

– No, no… Algo no funciona. Esta puerta es mucho más antigua -objetó Proxi pensativa-, miles de años más antigua que la llegada de los incas y los españoles.

– Es muy posible que todo esto estuviera planeado desde el diluvio -dije yo, incorporándome y sacudiéndome los pantalones- y que los Capacas y yatiris del siglo XVI cumplieran un plan fraguado miles de años atrás. No olvidéis que ellos poseían secretos y conocimientos que se transmitían de generación en generación, y muy bien podía ser éste uno de aquellos secretos. Eran unos seres especiales que sabían lo que había ocurrido diez mil años atrás y sabían también lo que tenían que hacer en caso de una catástrofe o una invasión.

– ¡Estamos especulando! -protestó Jabba-. En realidad, ni siquiera sabemos si vamos a poder abrir las entradas, así que, ¿a qué viene tanta pregunta sobre cosas que jamás podremos conocer?

– Jabba tiene razón -murmuró Proxi, levantándose también-. Lo primero es comprobar que podemos incrustar un báculo con pico de cóndor en el ojo de la figura de la placa.

– ¡Como si eso fuera tan fácil! -me sorprendí-. ¿Dónde demonios…? -Y, de repente, recordé-. ¡Los báculos que venden los yatiris en el Mercado de los Brujos de La Paz!

– Cruza los dedos para que mañana, domingo, funcione el dichoso mercado -refunfuñó Jabba.

– Entonces, vámonos -dije-. De todas formas, hoy sólo habíamos venido para examinar el terreno. No estamos preparados para entrar.

– Mañana tenemos mucho que hacer -confirmó Proxi, empezando a cruzar la explanada de Kalasasaya en dirección a la salida-, así que llama al celular de Yonson Ricardo y dile que venga a buscarnos.

El domingo por la mañana nos levantamos tarde y desayunamos tranquilamente antes de irnos al mercado que, por suerte, según nos informaron en el hotel, «se desempeñaba» todos los días. Así que nos dirigimos, paseando y disfrutando del sol, hacia la calle Linares, cerca de la iglesia de San Francisco, dispuestos a encontrarnos con los yatiris del siglo XXI, ajenos, al parecer, a su auténtico origen y sus ancestros. El mercado estaba tan abarrotado de gente que apenas podíamos hacer otra cosa que dejarnos llevar por la marea, una marea que, para nuestra desesperación, avanzaba con la lentitud de un glaciar. Tendrían que saber aquellos bolivianos lo que era una tarde de sábado en las Ramblas o en el passeig de Gràcia de Barcelona.

– ¿Quiere que le vea su destino en las hojas de coca, señor? -me preguntó desde su tenderete una yatiri de cara redonda y mejillas como manzanas. No dejaba de llamarme la atención la normalidad y alegría con la que circulaba la coca por aquellos lugares. Tuve que recordarme a mí mismo que allí era un producto consumido desde hacía miles de años para evitar el hambre, el cansancio y el frío.

– No, muchas gracias -le respondí-. Pero, ¿tendría bastones de Viracocha?

La mujer me miró de una manera indescifrable.

– Eso son tonterías, señor -repuso; la corriente humana me alejaba-, recuerdos para turistas y yo soy una auténtica kallawaya… una yatiri -me aclaró, creyendo que mi cara de sorpresa obedecía a la ignorancia, cuando era por todo lo contrario: recordaba muy bien cómo la crónica de los yatiris de Taipikala explicaba que los Capacas que marcharon a Cuzco y conservaron su papel de médicos de la nobleza Orejona pasaron a ser conocidos como kallawayas-. Puedo ofrecerle cualquier medicina que usted necesite -siguió diciéndome-. Tengo las hierbas para sanar todos los males, hasta los del amor. Amuletos contra los espíritus malignos y ofrendas para la Pachamama.

– No, gracias -repetí-, sólo quiero bastones de Viracocha.

– Entonces vaya a la calle Sagárnaga -me dijo amablemente-. Allí los encontrará.

– ¿Y qué calle es ésa? -le pregunté, doblando la cabeza hacia atrás para mirarla, pero ya no me oía, pendiente de otros posibles clientes que pasaban frente a su tenderete.

Las mesas de los puestos estaban cargadas de productos de lo más variopinto pero en todas abundaban los fetos de llama, que resultaban bastante repugnantes a la luz del sol. Eran como pollos momificados, aunque con cuatro patas y la piel negruzca por el secado o el ahumado. El caso es que se exhibían como trofeos, en grupos, y los puestos más grandes y ricos eran los que más tenían, colocados junto a bolsas de celofán que parecían contener caramelos envueltos en brillantes papeles de colores pero que no eran eso en absoluto, o al lado de botellas que imitaban a las de champán, con una capa de aluminio amarillo o rojo ocultando el tapón, y que resultaban ser de vino espumoso con extrañas mezclas de hierbas, o colgando de ganchos sobre cantidades ingentes de sobrecillos que daban la impresión de contener semillas para plantar flores pero que tampoco eran de semillas sino que escondían mejunjes para hacer hechizos o para escapar de los mismos. En fin, aquello había que verlo para creerlo. Y, al frente de cada puesto, una o un yatirikallawaya, feliz de sus conocimientos y de su lugar en el mundo, consciente del poder sagrado de sus productos.

Proxi no paraba de tomar fotografías a diestro y siniestro: ahora era un niño aymara que vendía globos llenos de agua y, luego, una anciana que ofrecía tejidos multicolores con diseños muy parecidos, aunque no iguales, a los tocapus con los que antiguamente se comunicaban por escrito sus antepasados. Jabba, sin embargo, dispuesto a correr todos los riesgos, se metía en la boca cualquier cosa que le ofrecieran a probar, sin importarle la higiene ni los posibles efectos secundarios. No era probable que cayera enfermo porque tenía un estómago a prueba de bomba, pero yo no y sólo de verle chupetear huesecillos de origen desconocido y tragar pastas de colores inciertos ya me estaba poniendo malo. Por suerte, nada más doblar una esquina, empezamos a ver casetas con artículos diferentes, más de usar que de comer, tales como chullos de lana, muñecos de piernas cortas, collares, colonias baratas, unas figurillas femeninas muy raras…

– ¿Has visto eso? -me preguntó Jabba, señalando con el dedo las diez o quince pequeñas estatuas que representaban a una mujer embarazada con grandes orejas y cabeza cónica-. ¡Oryana!

– ¿Quieren una Madre Orejona? -nos preguntó rápidamente el vendedor, dándose cuenta de nuestro interés.

– ¿Madre Orejona? -repetí.

– La diosa protectora del hogar, señor -explicó el yatiri levantando una de aquellas imágenes en el aire-. Cuida del hogar, de la familia y, especialmente, de las embarazadas y de las madres.

– Es increíble -farfulló Jabba en voz baja-. ¡Siguen adorando a Oryana después de miles de años!

– Sí, pero no saben quién es en realidad -repuse, haciéndole un gesto al vendedor con la mano para indicarle que me mostrara los muñecos de piernas cortas; uno de aquellos monstruos podía ser el regalo perfecto para Dani.

– ¿Quiere el señor un Ekeko, el dios de la buena suerte?

Jabba y yo nos miramos significativamente mientras el vendedor ponía en mis manos un monigote de plástico que representaba a un hombrecito de raza blanca, con bigote y unas piernas tan cortas como las del Viracocha de Tiwanacu. Y no era de extrañar, pues, según sabíamos, el Dios de los Báculos no era otro que Thunupa, el dios de la lluvia y el diluvio, que había cruzado los siglos convertido en Ekeko. El muñeco llevaba el típico gorro andino de lana, con forma de cono y orejeras, y una espantosa guitarra española entre las manos.

– No irás a comprar eso, ¿verdad? -se alarmó Jabba.

– Necesito un regalo para mi sobrino -le expliqué muy serio, pagándole al vendedor los veinticinco bolivianos que me pedía.

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