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– Ahí va el segundo texto -informó Jabba-: «Los pájaros se levantan para volar, escapan veloces y colocan sus ojos en el cielo.»

– Creo que todo eso no nos sirve de nada -comenté.

– Yo creo que sí -me rebatió Proxi-. Aún no sabemos cómo usarlo, pero estoy segura de que no son frases puestas al azar.

– ¿Unos tipos que dominan el poder de las palabras -me increpó Jabba, con el ardor de un nuevo converso- van a colocar sentencias filosóficas sin sentido en una puerta cerrada que debernos abrir? ¡Venga, Root, usa el cerebro!

– ¡Vale, de acuerdo! -admití a regañadientes-. Seguramente son la clave para abrir el pico de este cóndor.

– Pues, hala, a pensar -dijo él, llamándonos con las manos para que tomáramos asiento a su lado.

– Antes debo contaros algo que he descubierto -anunció Proxi, dirigiéndose al panel de los cabezas de pájaro-. Todos los tocapus están grabados en el muro, pero las figuras son botones que se pueden pulsar, como en la prueba anterior, en la que el tocapu que representaba el número uno podía apretarse para poner en marcha el mecanismo. Aquí hay, sin duda, que marcar una combinación digital como en los cajeros automáticos.

Y, diciendo esto, empezó a oprimir las figuras, una detrás de otra, para demostrarnos que se hundían y que eran, en realidad, como las teclas de un cuadro de mandos.

– ¡No! -gritó una voz desesperada a nuestras espaldas-. ¡Pare! ¡Quieta! ¡No siga!

En cuestión de décimas de segundo, y antes de que tuviéramos tiempo siquiera de reaccionar a los gritos, el suelo comenzó a temblar y a desgajarse como si un terremoto lo estuviera sacudiendo. Los sillares acoplados con aquella perfección que deslumbraba a los expertos se desnivelaron y apenas tuvimos tiempo de salir de los que se hundían para saltar y agarrarnos como locos a los que permanecían en su sitio. Y, de pronto, tras unos segundos angustiosos -pues no duró mucho más el seísmo- un silencio total asoló el lugar, indicando que el desastre había terminado. Yo no podía mover ni un músculo, tumbado boca abajo como estaba contra la losa de piedra a la que me había encaramado al comprender que la que tenía bajo los pies se sumergía en las profundidades.

– ¿Están bien? -preguntó desde el fondo del corredor la voz que antes había gritado para advertirnos del peligro y que, ahora, al oírla de nuevo, me resultó terriblemente familiar y conocida: aquel timbre grave de contralto y aquella cadencia no podían ser de otra persona que de la catedrática, Marta Torrent. Pero en mi mente no había espacio para ella, para mosquearme o preguntarme qué demonios hacía allí, porque, ante todo, tenía que averiguar qué había sido de Proxi y Jabba.

– ¿Dónde estáis? -grité, levantando la cabeza-. ¡Marc! ¡Lola!

– ¡Ayúdame, Arnau! -aulló mi amigo desde algún punto detrás de mí. Me incorporé a toda prisa y, debajo de una tenue nube de polvo, distinguí el corpachón de Jabba tumbado boca abajo sobre una losa separada de la mía por un salto de un metro. Su cabeza y sus brazos se hundían en el vacío-. ¡Proxi se cae! ¡Ayúdame!

Salté hacia él y me tiré al suelo, a su lado. Creo que nunca había sentido tanta angustia como cuando vi la cara espantada de Lola mirándonos a ambos desde una grieta sin fin de cuyo fondo sólo la separaba la mano de Marc que sujetaba la suya. Me arrastré hasta el borde todo lo que pude y extendí el brazo para aferrarla por la muñeca y tirar de ella con todas mis fuerzas. Poco a poco, entre los dos empezamos a izarla, pero costaba muchísimo, como si una fuerza invisible la arrastrara hacia abajo multiplicando su peso. Sus ojos nos miraban fijamente, suplicando una ayuda que su boca no pedía, cerrada por el pánico. Noté que alguien ponía el pie junto a mi costado porque me rozó y luego vi otro brazo que se tendía hacia Proxi y que agarraba su mano para ayudarnos a sacarla. Con la fuerza de tres personas, Lola ascendió rápidamente y puso el pie, por fin, en la losa en la que todos nos encontrábamos. Sólo entonces, abrazada a Jabba, empezó a sollozar calladamente, desahogando el pánico que aún sentía, y sólo entonces, vislumbré a la catedrática que, con los brazos en jarras, respiraba afanosamente por el esfuerzo y contemplaba a mis amigos con el ceño fruncido.

Puse una mano sobre el hombro de Lola y ésta, girando la cara hacia mí, se soltó de Jabba para abrazarme sin dejar de llorar. Le devolví el abrazo fuertemente, notando cómo se iban calmando los latidos de mi corazón. Aunque resultara increíble, Proxi había estado a punto de morir ante nuestros propios ojos. Cuando me soltó para regresar a los brazos de Jabba, me volví hacia la catedrática.

– Gracias -me sentí obligado a decir-. Gracias por su ayuda.

– Fue una imprudencia lo que hizo -dijo, tan amable como siempre.

– Es posible -repliqué-. Seguramente, usted no se ha equivocado nunca y por eso no puede comprender los errores de los demás.

– Yo me he equivocado muchas veces, señor Queralt, pero llevo toda mi vida en excavaciones arqueológicas y sé lo que no debe hacerse. Ustedes no tienen ni idea. Hay que ser muy prudente y desconfiado. Nunca se debe bajar la guardia.

Miré a mi alrededor. El suelo del corredor, hasta donde alcanzaba la luz de mi linterna frontal, se había convertido en un puñado discontinuo de sillares de piedra a modo de islas separadas no por el mar sino por anchas grietas. Por fortuna, el camino no había quedado cerrado; de hecho, podía saltarse de una piedra a otra sin demasiado peligro, pero, honestamente, la situación había cambiado de forma radical para mí, y no digamos para Marc y Lola: ahora sabíamos que había peligro, un auténtico peligro mortal, en lo que estábamos haciendo.

– ¿Hasta dónde llegan los hundimientos? -le pregunté a la catedrática.

– Unos diez metros -me respondió, acercándose-. A partir de allí, el suelo sigue firme.

– ¿Podemos regresar a la superficie?

– No lo creo -su voz sonaba tranquila, desprovista de ansiedad-. La primera cabeza del cóndor y el muro posterior han sellado la salida por ese lado.

– Por lo tanto, debemos seguir.

Ella no dijo nada.

– ¿Cómo nos ha descubierto? -pregunté sin volverme-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

– Sabía que vendrían -repuso-. Sabía lo que pensaban hacer, de modo que estaba preparada.

– Pero la vimos trabajando en la excavación y no había nadie cerca cuando descubrimos la entrada.

– Sí que había. Uno de los becarios estaba apostado en la colina de Kerikala. Le pedí que vigilara Lakaqullu con prismáticos y que me avisara en cuanto ustedes aparecieran. Aunque la maleza ocultaba la entrada, no me fue difícil encontrarla porque les vi meterse en ella y desaparecer.

Entonces sí me giré para mirarla. Estaba serena y, como siempre, parecía muy segura de sí misma y de sus decisiones.

– ¿Y se metió usted sola en la chimenea y en el corredor?

– Caminaba a poca distancia de ustedes. De hecho, seguía las luces de sus linternas. Llegué a tiempo de escuchar cómo contaba usted a sus amigos lo que yo le había explicado en mi despacho sobre la ignorancia del cero en la cultura tiwanacota.

O sea, que le habíamos servido en bandeja la solución para abrir la primera cabeza de cóndor.

– ¿Y cuándo pensaba comunicarnos la alegre noticia de su presencia? -pregunté con rabia mal disimulada.

– En el momento oportuno -declaró sin inmutarse.

– Naturalmente.

Estábamos todos en un buen lío. Por un lado, ella seguía obstinadamente empeñada en aprovecharse hasta el final de nuestros descubrimientos y los de mi hermano; por otro, una sola palabra suya podía dar con nuestros huesos en la cárcel por haber transgredido las leyes bolivianas vulnerando un monumento arqueológico único en el mundo y, además, Patrimonio de la Humanidad. La balanza mostraba el fiel en el centro y los platillos equilibrados; al menos, hasta que saliéramos de Bolivia. Si salíamos.

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