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– ¿El aymara? -insistió el grueso gusano mafioso.

– ¡Que no, que él no dice nada del aymara! -vociferé, cabreado.

– ¡Vale! Pero estoy seguro que se refiere al aymara.

– ¿Y de qué más habla?

– ¿Estáis bien sentados? Vale, pues dice mi abuela que Daniel no deja de repetir que esos sonidos están escondidos en una cámara, que esa cámara está debajo de una pirámide y que esa pirámide tiene una puerta encima.

Se hizo tal silencio en el jardín que casi podía escucharse, a pesar de las pantallas protectoras, el ahogado ruido del tráfico que subía desde la calle. Como impulsados por un pensamiento común que se materializó en significativos cruces de miradas, sin decir palabra nos pusimos en pie al mismo tiempo y nos dirigimos hacia mi estudio. Había un dibujo hecho a mano por mi hermano que debíamos comprobar, uno en el que se veía una pirámide escalonada de tres pisos con una serpiente cornuda en su interior y que tenía anotada, debajo, la palabra «Cámara». Yo ya sabía, porque lo había visto en el despacho de la doctora Torrent, que esa pirámide no era sino el pedestal sobre el que se apoyaba el Dios de los Báculos de la Puerta del Sol de Tiwanacu, de manera que ya teníamos perfectamente localizada la cámara con la serpiente en el interior de la pirámide; lo único que fallaba era que la puerta no estaba en la cúspide. Por supuesto, podía tratarse de un dibujo simbólico, algo así como un plano, en cuyo caso, debajo de la Puerta del Sol podía encontrarse la mencionada pirámide.

– Bueno… -musitó Proxi entre dientes tras examinar el boceto-, creo que las piezas siguen encajando. Debemos liquidar el asunto de las crónicas antes del mediodía.

Obedecimos como corderillos. En tanto que yo retomé los tres tomos de la Nueva crónica y buen gobierno, Jabba se apoderó de los dos impresionantes volúmenes de los Comentarios Reales de los Incas y Proxi de La crónica del Perú de Pedro de Cieza de León y de la Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos. Ellos se sentaron en un par de amplios sillones y yo en mi habitual lugar de trabajo, frente a la mesa. En aquel momento podía parecer una estupidez haber conectado tantos ordenadores porque, aunque encendidos, sólo servían para ondear sincronizadamente en sus pantallas el logo de Ker-Central, pero ¿qué otro recurso se le podía haber ocurrido a unos informáticos que se disponían a trabajar duramente enfrentándose a temas extravagantes y desconocidos? Yo, a veces, pensaba que por mis venas no circulaba sangre sino un torrente de bits (pequeñas unidades de información similares a nuestras neuronas) y que mi material físico estaba compuesto por líneas de código. Siempre decía, en broma, que mi cuerpo era el hardware, mi mente el software y mis órganos sensoriales los periféricos que dejaban entrar y salir los datos. ¿Había existido alguna vez un mundo sin ordenadores? ¿Cómo era la gente antes de poder conectarse a través de la red? ¿En la Edad Media sobrevivían sin teléfono móvil? ¿Los incas no tenían fibra óptica, ni DVD…? ¡Qué extraño era el pasado! Sobre todo porque aquellas personas no habían sido tan diferentes de nosotros. Sin embargo, a pesar de nuestros avances técnicos, el mundo que nos había tocado en suerte era bastante absurdo y nuestra época estaba tan plagada de despropósitos -ataques terroristas, guerras, mentiras políticas, contaminación, explotación, fanatismos religiosos, etc.-, que la gente ya no era capaz de creer que pudieran pasarle cosas extraordinarias. Sin embargo, allí estábamos nosotros para demostrar que sí, que ocurrían de verdad, y ¿qué podíamos hacer sino dejarnos arrastrar por ellas?

Estuve mirando la crónica de Guamán durante toda la mañana, pasando página tras página y recreándome con los dibujos, buscando, con ayuda de los índices, la menor referencia a los collas, los aymaras y Tiwanacu (que, en esta edición venía como Tiauanaco, nombre que sumé a la colección: Tiahuanaku, Tiahuanacu, Tihuanaku, Tiaguanacu y Tiahuanaco), pero ya no encontré más frases subrayadas por mi hermano ni tampoco más datos significativos, aunque sí muchas curiosidades que no tenían nada que ver con nuestra investigación: la descripción minuciosa de las torturas y castigos impuestos a los indios por los gobernadores o la Iglesia era digna del mejor cine de terror y la división social y racial sobrevenida por la aparición de todas las combinaciones posibles de españoles, indios y «negros de Guinea» era increíble.

Pero si yo no encontré nada realmente útil, Proxi desechó a Juan de Betanzos con las manos vacías en menos de media hora y Jabba apenas tuvo algo más de suerte con Garcilaso de la Vega. El Inca parecía confundir a los aymaras con otro pueblo muy diferente situado en un lugar llamado Apurímac, a mucha distancia del Collao y del lago Titicaca y, de los collas, sólo hablaba para referirse a las derrotas de las que fueron objeto por parte de los incas o para escandalizarse cristianamente de lo muy libres que eran sus mujeres para hacer lo que quisieran con su cuerpo antes de casarse. La información que daba sobre Tiwanacu apenas aportaba datos sobre los edificios y el diseño del lugar, limitándose a hablar sobre las dimensiones megalíticas de los sillares utilizados: «…piedras tan grandes que la mayor admiración que causa es imaginar qué fuerzas humanas pudieron llevarlas donde están siendo, como es verdad, que en muy gran distancia de tierra no hay peñas ni canteras de donde se hubiesen sacado aquellas piedras», «Y lo que más admira son unas grandes portadas de piedra hechas en diferentes lugares. Y muchas de ellas son enterizas, labradas de una sola piedra por todas cuatro partes», «Y estas piedras tan grandes y las portadas son de una pieza, las cuales obras no se alcanza ni se entiende con qué instrumentos o herramientas se pudieran labrar». Después, con toda la flema del mundo, reconocía haber copiado la información de la crónica de Pedro de Cieza de León, en la que Proxi estaba trabajando en ese momento. El único dato curioso -o revelador, según se mire- que Jabba encontró en Garcilaso, fue una frase entre paréntesis aparecida al principio del libro VII en la que el autor, descendiente de Orejones por parte de su madre, explicaba que los Incas habían mandado que todos los habitantes del imperio aprendiesen por la fuerza la «lengua general», o sea, el quechua, para lo cual pusieron maestros en todas las provincias. Entonces, como si tal cosa, afirma: «(Y es de saber que los Incas tuvieron otra lengua particular que hablaban entre ellos, que no la entendían los demás indios ni les era lícito aprenderla, como lenguaje divino.)»

– Juraría -murmuró Jabba, pensativo- que ya hemos leído algo sobre esto.

– Pues claro -afirmé, y Proxi asintió con la cabeza-. Tú mismo me dijiste que, buscando información sobre los aymaras y su lengua, habías encontrado un documento en el que se decía que la lengua que utilizaban los yatiris para curar enfermedades era el idioma secreto que los Orejones hablaban entre ellos.

– ¡Ah, claro! -profirió, dándose un golpe en la frente con la palma de la mano-. ¡Qué burro soy! ¡Los yatiris!

«Estoy muerto porque los yatiris me han castigado», repitió en ese momento la voz de mi hermano dentro de mi cabeza. Y, de pronto, sin saber muy bien cómo, hice una chocante asociación de ideas a la velocidad de la luz: los yatiris, esos aymaras de noble alcurnia descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas y considerados por los suyos como grandes sabios y filósofos, eran también, curiosamente, unos extraños médicos que sanaban con palabras como los brujos, ya que, al parecer, poseían un lenguaje secreto y mágico que compartían con los Orejones, los de la sangre solar y todo aquel rollo. Si curaban con palabras, ¿por qué no podían también hacer enfermar con palabras? ¿Y si, acaso, el lenguaje divino del que hablaba Garcilaso no era otro que el aymara, la lengua perfecta, matemática, el idioma original cuyos sonidos procedían de la naturaleza misma de los seres y las cosas? Pero, ¿por qué iban los yatiris a castigar a Daniel?

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