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– ¡Por eso mismo lo digo! ¿Cómo pude tener una hija tan tonta, Señor…? Reconozco que su padre era un poco tarambana, pero siempre tuvo la cabeza en su sitio. ¿A quién habrá salido esta niña…? ¡Si supieras la de veces que me lo he preguntado!

La niña, como ella decía, había sobrepasado ya la frontera de los sesenta.

– ¿Qué tal la noche? -le pregunté para cambiar de tema.

Mi abuela bajó la mirada hacia la tetera y arregló con pena la esquina de mi servilleta.

– Daniel ha estado muy inquieto -me contestó-. No ha parado de hablar.

Nos quedamos en silencio, contemplando el paso discreto de Sergi junto a las adelfas.

– ¿Quieres tomar algo? -le pregunté.

– Un vaso de leche caliente.

– ¿Desnatada?

– ¡Quita, por Dios, valiente agua sucia! No, leche entera, la de toda la vida.

No tenía que molestarme en pedirla. El sistema retransmitiría la orden a Magdalena en cualquier parte de la casa en que ésta pudiera encontrarse.

– Pues anoche estaba muy tranquilo -comenté, recordando mi breve visita.

– Anoche, sí -asintió, ahuecándose con las manos el pelo aplastado con un gesto de cansancio-, pero, luego, no sé qué le pasó que no hubo forma de hacerle dormir ni con las pastillas esas que le dan. Ha sido terrible.

– ¿Se movía? -quise saber, esperanzado.

– No, no se movía -murmuró mi abuela tristemente-. Estaba obsesionado con su entierro. Quería que le amortajáramos y le sepultáramos. Menos mal que, cuando le expliqué que esas cosas ya no se llevan y que ahora se incinera a los muertos, no insistió más. ¿Por qué tendrá esa manía tan rara?

– Es el síndrome de Cotard, abuela.

Ella hizo un rictus extraño con la boca y me miró, rechazando mis palabras con suaves negaciones de cabeza.

– Dime una cosa, Arnauet -vaciló-. Eso que Lola, Marc y tú estáis haciendo, está relacionado con Daniel, ¿verdad?

Un rayo de sol se acercó lentamente hacia mi taza y, de repente, saltó desde allí hasta mis ojos con un destello. Estrechando los párpados, asentí. Ella volvió a suspirar.

– ¿Serviría de algo que te contase lo que dice tu hermano por las noches o sería una tontería?

¡Qué mujer más lista e intuitiva! Siempre conseguía sorprenderme. Sonreí mientras me retiraba el pelo de la cara.

– Cuéntame, genio. -Y me incliné para darle un beso estruendoso en la frente. Ella manoteó en el aire para apartarme, pero ni siquiera me rozó.

– Te lo contaré con la condición de que me dejes fumar un cigarrillo sin amargarme la vida.

– ¡Abuela, por favor! -protesté-. ¡A tu edad ya no deberías hacer estas cosas!

– ¡A mi edad, precisamente, es cuando puedo hacerlas!

Y, sin mediar más palabras, extrajo del bolso una preciosa pitillera de piel y sacó un cigarrillo de boquilla dorada.

– Los jóvenes de ahora no tenéis ni idea de lo que es bueno.

– No me evangelices.

– ¿Acaso estoy hablando de religión? ¡Hablo de disfrutar! Además, si vas a darme la tabarra, me voy a mi habitación y en paz. No te cuento nada de lo que dice Daniel.

Me tragué mis protestas y, con la frente fruncida para dejar patente mi disgusto, la vi exhalar la primera nube de humo. Lo curioso es que había empezado a fumar muy tarde, cerca de los sesenta años, influida por sus locas amigas, y no había comida ni celebración en la que no sacara, al final, su pitillera.

– Mariona me ha explicado que esas palabras raras que dice son de un lenguaje en el que estaba trabajando para la universidad -empezó, reclinándose en el sillón de mimbre-. Quechua, me dijo, o aymara. No está segura. No me pidas que te las repita porque no sería capaz. Pero también habla mucho de una cámara que hay debajo de una pirámide, sobre todo cuando está más nervioso. Entonces habla de esa cámara y dice que allí está escondido el lenguaje original.

Me incorporé de golpe, apoyando los codos sobre la mesa y la miré fijamente.

– ¿Y qué dice de ese lenguaje original?

Mi abuela pareció sorprenderse por mi reacción, pero en seguida volvió a perder la mirada en los arbustos que nos rodeaban.

– Habla mucho de eso, pero yo creía que eran tonterías, la verdad. En fin, lo que repite a menudo es que el lenguaje original está formado por unos sonidos raros que tienen propiedades naturales, o algo parecido -dilató las fosas nasales y apretó los labios intentando ahogar discretamente un bostezo-. También dice que esos sonidos están en la cámara, que la cámara está debajo de una pirámide y, me ha parecido entender aunque no me hagas mucho caso, que la pirámide tiene una puerta encima. -Suspiró con desolación-. ¡Qué triste, Dios mío! ¡Mi pobre nieto Dani! ¿Tú crees que se curará?

Magdalena apareció por las puertas que daban al salón con una bandeja en la mano sobre la que descansaba un platillo con un vaso de leche. Tras ella, enmarcándola como una sombra gigantesca, venía Jabba y, a su lado, Proxi, vestida con unos vaqueros elásticos que hacían parecer sus largas piernas mucho más interminables y estilizadas. Ambos lucían el pelo extrañamente acharolado, como si se hubieran echado litros de gel fijador y, como Jabba lo tenía muy rojo y Proxi muy negro, el contraste resultaba, cuando menos, curioso.

– ¡Buenos días, buenos días! -exclamó Jabba, dejándose caer, pictórico y expansivo, en uno de los sillones de mimbre, que crujió como si fuera a despanzurrarse. Menos mal que era recio y que tenía buenos y mullidos almohadones de lona-. ¡Es fantástico no tener que ir a trabajar!

Proxi se situó entre mi abuela y yo, dándole la espalda al sol, sin dejar de mirar, asombrada, el cigarrillo que aquélla fumaba y del que se desprendía el humo en suaves volutas.

– ¿Llegas ahora del hospital, Eulalia? -le preguntó. Mi abuela dibujó una sonrisa desfallecida.

– Ahora mismo, pero, si no os importa, me voy a dormir. -Fue poniéndose lentamente en pie, como si el cuerpo le pesara una tonelada-. Sé que es una descortesía marcharme justo cuando acabáis de llegar, pero me encuentro muy cansada. Daniel ha pasado mala noche. Tú se lo cuentas, ¿de acuerdo, Arnauet?

– No te preocupes, abuela. Que descanses.

– Descansa, Eulalia -le deseó Proxi.

– Buenas noches, niños -murmuró mi adormilada antepasada llevándose con ella el vaso de leche y los restos de su dosis de alquitrán y nicotina.

– ¿Queréis desayunar? -les pregunté a aquellos dos una vez que mi abuela hubo desaparecido en el interior de la casa.

– No, gracias, Root. Venimos servidos -me explicó Proxi-. Además, no tendrías comida suficiente para ofrecerle a este troglodita. Se lo come todo por las mañanas.

– ¿Daniel ha pasado mala noche? -inquirió Jabba con ganas de cambiar rápidamente de tema. La gruesa capa de lípidos que le abrigaba era algo muy íntimo para él. De hecho, su hermano mayor había empezado a llamarle Jabba después de ver en La Guerra de las Galaxias al enorme y fofo gusano que, con ese nombre, dirigía la mafia intergaláctica y perseguía a Harrison Ford (Han Solo) para cobrar el dinero que éste le debía.

– Ha estado muy inquieto -les expliqué, girando mi asiento hasta quedar en dirección al sol. Era muy agradable sentirlo así, en el jardín de casa, sin tener prisa por bajar al despacho-, pero no ha recuperado el movimiento. Sin embargo, mi abuela me ha contado algunas de las cosas que farfulla mientras delira y me parece que el cerebro de mi hermano no está tan perdido como todos creen.

– ¿Qué cosas son ésas? -preguntó Proxi, interesada.

– Habla sobre el lenguaje original.

– ¡Qué dices! -saltó Jabba, acercando su asiento hasta quedar pegado a mí-. ¿Del lenguaje original, del aymara?

– No, él no menciona el aymara. Sólo afirma que hay un lenguaje original que está formado por sonidos naturales. La primera noche que estuvo ingresado comentó algo parecido delante de Ona y de mí, pero, hasta ahora, no había conseguido recordar sus palabras. Daniel dijo textualmente que existía un lenguaje primigenio cuyos sonidos eran inherentes a la naturaleza de los seres vivos y de los objetos.

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