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Mientras me secaba y me vestía, seguía dando vueltas en torno al huidizo recuerdo, rozándolo con las puntas de los dedos sin llegar a alcanzarlo. Y, entonces, sonó el teléfono. Examiné la pantalla de mi habitación y pude ver el número y el nombre de la persona que me llamaba, pero no reconocí ni uno ni otro. Jamás había oído hablar de Joffre Viladomat No-sé-qué.

– Rechaza la llamada -le dije al sistema, mientras utilizaba un calzador para introducir los pies en las deportivas sin tener que deshacer los nudos y los lazos. Pero, treinta segundos después, Joffre Viladomat insistió-. Rechaza la llamada -repetí, y el ordenador dio tono ocupado por segunda vez. Pero ni aun así Viladomat se dio por vencido. Supongo que si las circunstancias hubieran sido otras, habría ordenado un rechazo sistemático de todas las llamadas procedentes de ese número, pero debía de estar con la guardia muy baja porque, al tercer intento, aunque cabreado, contesté. Me quedé de piedra al escuchar la inolvidable voz de contralto de una mujer absolutamente detestable.

– Señor Queralt… -¿Por qué la naturaleza dotaba de instrumentos tan perfectos como aquella voz a personas tan vulgares como aquella catedrática?-. Buenas tardes. Soy Marta Torrent, la directora del departamento de su hermano.

– La recuerdo perfectamente, doctora Torrent. Dígame qué desea.

No salía de mi asombro.

– Espero que no le moleste que Mariona me haya dado su número de teléfono -dijo con una perfecta modulación.

– ¿Qué desea? -repetí, ignorando su prosopopeya.

Permaneció un segundo en silencio.

– Ya veo que está molesto y, sinceramente, creo que no tiene ningún motivo. Soy yo quien debería estar enfadada y, sin embargo, le estoy llamando.

– ¡Doctora Torrent, por favor, dígame de una vez qué es lo que desea!

– Muy bien… Verá, no puedo dejar en sus manos el material que me mostró ayer en el despacho. Usted cree que yo intento robar el trabajo de investigación de Daniel, pero está muy equivocado. Si pudiéramos hablar con más tranquilidad…

– Discúlpeme, pero me pareció que usted acusaba a Daniel de ladrón.

– Sólo una parte de la documentación es mía, lo reconozco; la otra, pertenece por entero a Daniel, aunque es obvio que la obtuvo después. Se trata de una situación muy delicada, señor Queralt, hablamos de un trabajo muy importante que ha costado muchos años de investigación. Quisiera que comprendiera que, sólo con que uno de los papeles que usted conserva se perdiera o cayera en las manos equivocadas, sería una catástrofe para el mundo académico. Usted es informático, señor Queralt, y no puede imaginarse, ni de lejos, la importancia que tiene ese material. Devuélvamelo, por favor.

No sólo su voz era radiofónica; su forma de expresarse, también. Pero ni su voz ni su expresión podían ocultar la urgencia que la embargaba. La catedrática tenía prisa por hacerse con la documentación.

– ¿Por qué no espera a que Daniel se recupere?

– ¿Se recuperará…? -preguntó, irónica-. ¿Cree usted, de verdad, que se recuperará? Piénselo bien, señor Queralt.

Marta Torrent acababa de sobrepasar otra vez la línea y, ahora, de manera definitiva.

– ¡Si quiere la documentación, presente una denuncia en el juzgado! -proferí con rabia, pulsando la tecla de Escape para cortar en seco la comunicación-. Rechaza todas las llamadas que procedan de este número -troné- y también todas las que procedan del titular del número, sea quien sea; las de Marta Torrent y las del departamento de Antropología de la Universidad Autónoma de Bellaterra.

Salí de mi habitación a grandes zancadas, preguntándome por qué diablos tenía que verme involucrado con gente de esa calaña. Suponiendo que Daniel fuera realmente un ladrón, cosa que yo no podía creer de ninguna de las maneras, y suponiendo que todo lo que decía aquella bruja fuera cierto, ¿no había otra manera de reclamar la documentación? ¿Tenía que insultar a mi hermano, llamarme a mi casa un domingo por la tarde e insinuar que Daniel no iba a ponerse bien nunca? Pero, ¿quién demonios se había creído que era aquella mujer? ¿Es que no tenía conciencia? Lo del juzgado se lo había dicho muy en serio. Sólo si recibía la citación empezaría a creerla y, aun así, dudaba mucho que yo pudiera llegar a sospechar ni remotamente que mi hermano Daniel fuera capaz de apropiarse de un material de investigación que no le pertenecía. ¡Pero si cuando éramos pequeños y me cogía algo me dejaba una nota! Mi hermano era incapaz de robar nada, de aprovecharse de nada que no fuera suyo y de eso estaba completamente seguro, por lo tanto, la única conclusión posible era que la señora Torrent hubiera visto algo en la documentación de Daniel que le había interesado muchísimo, algo por lo que estaba dispuesta a herir, a insultar y a mentir como una bellaca. Quizá a Ona hubiera podido convencerla; a ella o a cualquier otra persona con menos carácter que yo, pero la catedrática había tenido la mala suerte de tropezar conmigo y lo iba a tener muy difícil para apoderarse del trabajo de mi hermano. Uno no llega a director de un departamento universitario teniendo un corazón de oro. Sólo los trepas, los verdaderos tiburones, son capaces de medrar en ambientes muy competitivos y la gente buena, como mi hermano, solían ser sus víctimas, los escalones que pisaban para subir. Yo había acudido a ella en busca de ayuda y no había hecho otra cosa que despertar al monstruo. Jamás debí sacar a la luz el material de Daniel, pero ya era tarde para lamentarlo. Ahora, se trataba de averiguar lo más rápidamente posible qué había visto la catedrática en los papeles para que se hubiera despertado de aquel modo su ambición.

El lunes por la mañana me desperté a las ocho dispuesto a comenzar una larga y dura jornada de trabajo. Pero no sentía la pereza normal de un inicio cualquiera de semana. De hecho, casi nada era lo mismo que antes de caer enfermo Daniel. Esa mañana no tenía que bajar a mi despacho y escuchar a Núria recitando la retahíla de entrevistas y reuniones previstas para el día mientras yo tomaba posesión de mi sillón y el sistema me conectaba a los canales de información económica y bursátil del mundo. No tenía que celebrar videoconferencias con Nueva York, Berlín ni Tokio y tampoco tenía que reunirme con técnicos y programadores de sistemas expertos, redes neuronales, algoritmos genéticos o lógica difusa. Mi única obligación era desayunar tranquilamente al sol y esperar la llegada de Jabba y Proxi -acordada para las nueve la noche anterior, antes de que se marcharan a su casa dejando mi estudio hecho una pena, que todo hay que decirlo.

Mi abuela llegó puntual del hospital mientras yo daba sorbos al té y disfrutaba en el jardín de la incipiente mañana. Por su forma de taconear, de resoplar y de hablar con Magdalena y Sergi mientras avanzaba inexorablemente hacia donde yo me encontraba, adiviné que traía el humor revuelto y el disco duro bloqueado.

Entró como un huracán en el jardín, todavía quitándose la gruesa chaqueta que le gustaba ponerse por la noche en el hospital. Su cara alterada cambió al verme y esbozó una cariñosa sonrisa mezclada aún con un redoble de suspiros entrecortados.

– ¡Debí de quedarme muy a gusto el día que traje a tu madre al mundo! -fue lo primero que dijo mientras tomaba asiento a mi lado y me pasaba la mano por la peluda mejilla a modo de saludo.

– No deberías tomarla en serio, abuela -exclamé mientras me desperezaba levantando los brazos hacia el cielo, espléndidamente azul. Estaba comprobado que, en cuanto mi madre y mi abuela pasaban juntas un par de días, comenzaba la tercera guerra mundial. En esta ocasión el inicio de las hostilidades había sufrido un cierto retraso porque apenas se habían visto, pero, al final, y como era de esperar, la oportunidad se había dado en uno de los breves encuentros para el relevo-. Ya sabes cómo es.

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