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Plegó cuidadosamente su hojita y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa, dando por terminada la explicación.

Mi cabeza daba vueltas intentando encontrar algún sentido a todo aquello. Estábamos volando sin paracaídas por unos cielos llenos de turbulencias y nos faltaba muy poco para caer en picado y estrellarnos contra el suelo. ¿Cómo diablos se habría metido Daniel en una historia semejante? ¿Qué hacía mi hermano, mi sensato y cuadriculado hermano, vagando por estos andurriales?

– ¿Sabes por qué los informáticos somos tan malos amantes? -preguntó Jabba, tomando asiento de nuevo frente a su vacía taza de café.

– Mal amante lo serás tú -discrepé, preparándome para escuchar con resignación un nuevo y terrible chiste de informáticos. Pero Jabba estaba lanzado.

– Porque siempre estamos intentando hacer el trabajo lo más rápidamente posible y, cuando lo terminamos, creemos haber mejorado la versión anterior.

– ¡No, por favor, no! -gemí echándome sobre la mesa con un gesto de desesperación que hizo desternillarse a Proxi.

Estábamos descomprimiéndonos. La tensión acumulada, añadida al desconcierto, nos acercaba a ese estado de presión insoportable del que hay que escapar abriendo válvulas. Miré distraídamente mi reloj y vi que ya eran las seis menos cuarto de la tarde.

– Mi abuela está a punto de despertarse -comenté, con la mejilla pegada a la madera.

– ¿Y qué? -bufó Jabba-. ¿Acaso ahora muerde?

Proxi seguía riendo sin ton ni son, como si hacerlo le limpiase el cerebro de brumas.

– No seas cretino. Es, simplemente, que yo debería estar ya en el hospital.

– Pues vete. Nosotros seguiremos trabajando en tu estudio.

– ¿A qué hora volverás? -preguntó ella, cruzándose de brazos y acomodándose en el asiento.

– Pronto. En realidad, no hago ninguna falta. Ona, mi madre, Clifford y mi abuela forman un equipo compacto y bien organizado. Pero quiero saber cómo está Daniel.

– Pues entonces -canturreó la voz de mi abuela desde la puerta, haciendo que Jabba diera un brinco y que yo me incorporara de golpe-, vente conmigo, le ves y te vuelves.

No la habíamos oído entrar y, de pronto, allí estaba, de pie, mirándonos, con los pelos blancos perfectamente peinados, su elegante bata de colores y sus zapatillas a juego.

– ¡Abuela! ¿Cómo has conseguido levantarte sin que el sistema se haya dado cuenta?

Doña Eulalia Monturiol avanzó hacia la cafetera con paso de reina.

– Pero, Arnauet -mi abuela me llamaba Arnauet desde que era pequeño-, si sólo es un vulgar sensor de movimiento como el que tengo en mi casa para los ladrones. Basta con moverse despacito.

Jabba y Proxi no pudieron contener las carcajadas.

– ¡Pues muy despacito te has tenido que mover! -protesté.

– De eso nada, que lo tengo muy bien estudiado. Deberías subirle la sensibilidad -y sonrió, satisfecha, mientras se servía una gran taza de café con leche que introdujo en el microondas-. Hola, Marc. Hola, Lola. Disculpad que no os haya dicho nada.

– No te preocupes, Eulalia -repuso, amablemente, Proxi-. Llevas una bata preciosa. Me gusta mucho.

– ¿Sí? ¡Pues si supieras lo barata que me costó!

– ¿Dónde la compraste?

– En Kuala Lumpur, hace dos años.

Proxi me miró, encantada, enarcando brevemente una de sus cejas.

– Entonces, abuela -tercié para no desviar el tema-, dices que te lleve al hospital, que me quede un rato y que me vuelva.

– Pues claro, hombre -aprobó con un cabeceo de sus cardados rizos-. No sé qué os traéis entre manos, pero, por vuestras caras, parece muy interesante.

Proxi abrió la boca pero sólo exhaló una bocanada de aire sin sonido porque el pisotón que le di por debajo de la mesa -y eso que iba descalzo- desarticuló las palabras que iba a pronunciar.

– Es trabajo de la empresa, abuela.

Ella se giró hacia mí, cargada con su servilleta, su tazón de café con leche y su tarro de galletas, y yo empecé a menguar lentamente bajo su mirada mientras se acercaba a la mesa.

– A ver qué día descubres, Arnauet -silabeó con acento afilado, sentándose-, que a tu abuela no puedes contarle mentiras.

– ¡No voy a explicarte nada, abuela! -advertí, creciéndome de nuevo.

– ¿Te he pedido yo que lo hagas? Sólo repito lo que siempre te he dicho: tu abuela tiene rayos-x en los ojos.

– Ah… Eso lo has sacado de alguna película, ¿verdad, Eulalia? -interrumpió Jabba, tan impulsivo como siempre.

Mi abuela se echó a reír mientras mordisqueaba una galleta.

– ¡Hala, venga, salid de la cocina y dejadme desayunar a gusto!

Pero no podía contener la risa y la oímos toser, atragantada, mientras avanzábamos por el pasillo en dirección al estudio.

– Cuando estoy con tu abuela, Root -comentó Jabba, perplejo-, me siento como si tuviera diez años otra vez.

– Hay que atarla corto -concluí-. Si no la frenas, acaba haciéndote bailar al son que ella quiere.

– ¡Es una dulce ancianita muy peligrosa! -se rió Proxi-. Pero tú la tienes dominada, ¿eh, Arnauet?

– Pues sí -concedí-. Me ha costado bastante, pero sí.

– Ya se ve, ya… ¿Por qué no vamos al jardín?

– ¿Para qué? -quiso saber Jabba.

– Para airearnos un poco, para despejar la cabeza.

– Podríamos bajar a la habitación de juegos de Ker-Central y usar un rato el simulador. ¿Te apetece, Root?

– ¡No vamos a jugar con el simulador! -rechazó Proxi, tajante-. Ya jugamos bastante entre semana. Necesito respirar aire libre y ver un poco de cielo. Tengo el cerebro atascado.

– Salid vosotros -dije-. Yo, mientras, me daré una ducha y me vestiré.

– Pues estás muy bien así. No veo la necesidad de…

– Proxi… -la reconvino Jabba.

– Te esperamos en el jardín.

Me alejé de ellos sonriendo, dispuesto a quedarme bajo el agua durante un buen rato. El monitor del cuarto de baño se empeñaba en mostrarme una y otra vez a mi abuela registrando todos y cada uno de los armarios y cajones de la cocina. No sé qué demonios estaría haciendo pero no podía ser nada bueno. Jabba y Proxi, por su parte, paseaban tranquilamente, cogidos de la mano, charlando como si en sus vidas no hubiera sucedido nada digno de mención durante los últimos días. Viéndolos, nadie diría que se habían enfrentado a dos misterios de las proporciones del lenguaje aymara y del mapa de Piri Reis. En ese momento, dejé de sentir los pequeños dardos de agua caliente a pesar de que caían sobre mí con una fuerte presión.

Todo era una locura. Todo. ¿Acaso nos estábamos volviendo paranoicos? Una extraña maldición escrita en un lenguaje de diseño matemático; un pueblo misterioso, el aymara, que hablaba ese lenguaje y que parecía haber sido el origen del Imperio inca; un mapa de existencia imposible dibujado por un pirata turco, con una enorme y monstruosa cabeza sobre unos Andes que aún no se conocían; una catedrática chalada que acusaba de ladrón a mi hermano; dos extrañas enfermedades mentales, de síntomas tan sólo aparentes, que se relacionaban con la extraña maldición. Círculo cerrado. Volvíamos al principio, dejando de lado los quipus, los tocapus, los yatiris, las deformaciones craneales, Tiwanacu, el Dios de los Báculos de Tiwanacu, su cabeza, su pedestal, Sarmiento de Gamboa… Es decir, todas las cosas que seguían lawt'ata. ¡Si Daniel pudiera decirme algo! ¡Si mi hermano pudiera echarme una mano, hacer un poco de luz en aquella oscuridad…! ¿Qué había dicho la primera noche que Ona y yo nos quedamos con él en el hospital? Había hablado sobre un lenguaje, el lenguaje original, de eso estaba casi seguro, pero no podía recordar sus palabras. En aquel momento creí que deliraba y no había prestado atención. Apoyando las manos contra los mosaicos de la ducha, apreté los párpados con fuerza y fruncí la frente en un vano intento por rescatar del olvido aquellas pocas frases que tan importantes me parecían ahora, sólo seis días después. Era algo relativo a los sonidos de ese lenguaje, pero ¿qué?

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