– ¿Años después, eh? -me espetó Proxi, muy ufana-. ¿Entonces por qué ha sido admitido como auténtico por todas las organizaciones cartográficas del mundo, por qué los expertos, a pesar de lo incómoda que resulta su existencia, no han podido demostrar que se trate de una falsificación? Sólo tú, Arnau Queralt, te atreves a afirmar tal cosa. ¡Vaya listo!
– ¡Bueno, muy bien! ¡Supongamos que es auténtico! Explícame cómo demonios consiguió ese tal Piri Reis dibujar los Andes cuando aún no se conocían.
Podía aceptar, con reservas, que el aymara fuera un lenguaje algorítmico y matemático porque, a fin de cuentas, seguíamos hablando de algo computable y serio, pero me habían educado para considerar menospreciable cualquier mito absurdo, cualquier concepto erróneo que oliera ligeramente a heterodoxia. Si hubiera vivido en la Edad Media o el Renacimiento quizá el mapa de Piri Reis me hubiera servido para entablar una cruzada libertaria contra las versiones oficiales de una Iglesia represora, como hizo, por ejemplo, Giordano Bruno con esa teoría del universo infinito de la que hablaba Daniel en sus delirios. Pero yo vivía en la Edad de la Ciencia, en la Era del Positivismo Científico, que se encargaba de marcar claramente los límites de lo aceptable a través de la lógica y la verificación. Nos había costado demasiados siglos librarnos de los grilletes de la superstición y la ignorancia como para, ahora, dar pábulo a despropósitos fantásticos.
Jabba, nervioso, se puso en pie y empezó a pasear por la cocina. Sus vaqueros estaban tan viejos y astrosos como flamante e impecable su camisa azul comprada en Bergdorf Goodman, Quinta Avenida de Nueva York.
– Vayamos por partes -propuso, ajustándose mecánicamente a la cintura los rozados pantalones-. El mapa de Piri Reis contiene muchos secretos, no sólo la discrepancia de fechas. Quizá analizándolos todos encontremos algo que nos dé alguna pista. Saca la chuleta, Proxi… El Cabezudo no está ahí por casualidad, ni tampoco Daniel guardaba por nada una copia del mapamundi.
– ¿Y no te parece ya bastante raro que un turco, y pirata por más señas, dibujara el continente americano en 1513? ¡Vamos, ni que Colón le hubiera llevado en su carabela!
– En eso tienes parte de razón -convino Proxi, alisando con la palma de las manos una cuartilla que había extraído, plegada, del bolsillo superior de su camisa de leñador-. La zona de las Antillas está copiada, según él mismo afirma, de un mapa de Cristóbal Colón. En una de las inscripciones reconoce haber utilizado cuatro planos portugueses contemporáneos, otros planos más antiguos de la época de Alejandro Magno y algunos más basados en las matemáticas.
– ¡Ahí lo tienes! -afirmé triunfante-. No hay nada raro en el mapamundi de Piri Reis.
– Al margen de las fuentes utilizadas -siguió, imperturbable-, que, si te fijas, no son lo que se diría muy concretas, cabe destacar los siguientes aspectos del fragmento recuperado en el palacio Topkapi, a saber: en el mapa aparecen las islas Malvinas, que no se descubrieron oficialmente hasta 1592. Aparecen los Andes, que, como sabemos, no fueron pisados por Pizarro hasta 1524, en su primera e incompleta exploración hacia el sur. Aparece dibujada una llama, mamífero desconocido en 1513, así como el nacimiento exacto y el trazado del río Amazonas. A la altura del ecuador, surgen del mar dos grandes islas que no existen en nuestros días; los modernos sondeos submarinos han demostrado la presencia, en estos lugares, de dos cimas montañosas pertenecientes a la cordillera que atraviesa el fondo del Atlántico de norte a sur y lo mismo ocurre con un grupo de islas que no fueron descubiertas hasta 1958 bajo los hielos antárticos.
Me embargó una sensación de rigidez generalizada. En aquella cocina no se movía ni el aire. Creo que hasta el sistema, siempre a la escucha, prestaba en ese momento una especial atención.
– Pero no es esto lo mejor del mapa de Piri Reis -declaró Proxi, levantando los ojos de la chuleta y mirándome sin expresión-. Todavía queda lo más fuerte. Como tú mismo notaste, Root, el extremo sur de Tierra del Fuego no termina para dejar paso al mar, comunicando los dos océanos a través del estrecho de Magallanes. En el mapa de Reis, el extremo sur del continente se prolonga y se une, mediante un puente de tierra, a una extraña Antártida sin hielos. Bien, cuando se descubrió el mapa en 1929, este dato fue considerado una más de sus imprecisiones, producto de la ignorancia de la época en la que fue elaborado. Sin embargo…
– ¿Sin embargo…? -la animé.
– Sin embargo, sondeos acústicos realizados en la zona por barcos oceanográficos han demostrado que ese puente de tierra que une Sudamérica y la Antártida existe tal y como puede verse en el mapa de Piri Reis, aunque ahora se encuentra bajo el nivel del mar. Por lo visto, fue antes de la última Era Glacial cuando estuvo fuera del agua y transitable. Al margen de que la última Era Glacial durase, según dicen, dos millones y medio de años, con sus variaciones y épocas cálidas por en medio, la cuestión es que terminó hace unos diez mil u once mil años. De modo que, hablando en sentido figurado… o quizá no -matizó-, la Antártida es una península del continente americano.
Mascullé un disparate mientras me frotaba enérgicamente la cara con las manos y Jabba soltaba una sarcástica risita ahogada.
– Pero la sorpresa alcanzó su punto máximo cuando, con ayuda de la tecnología de los satélites, se descubrió que bajo el hielo antártico también había tierra firme, detalle que no se conoció hasta 1957, y se comprobó que el trazado de las costas, las montañas, las bahías y los ríos que aparecían en las fotografías infrarrojas tomadas desde el espacio coincidían, exactamente, con lo que ves ahí, dibujado por la mano de nuestro amigo, el pirata turco. No hay errores. Piri Reis había copiado la Antártida de otros mapas, no cabe duda, pero de unos mapas que debían de ser asombrosamente antiguos porque reflejaban este continente no como es desde hace diez mil años, sino como era antes de ser cubierto por los hielos.
Fruncí los labios, con gesto de perplejidad, y tardé una eternidad en poder articular dos palabras seguidas.
– Y, claro -balbucí, finalmente-, habiendo sido descubierto el mapa en Estambul en 1929, quedaba eliminada la posibilidad de una falsificación hecha con los datos obtenidos por los satélites en 1957.
– Eliminada, en efecto -confirmó Jabba sin dejar de pasear-. Sigue, Proxi, que todavía quedan algunas cosas.
– ¿Más…? -exclamé.
– Sí, hijo, sí… Pero ya termino -se llevó la taza a los labios y bebió, aunque su café debía de estar frío-. El dichoso mapamundi utiliza un sistema de medición llamado de los «ocho vientos». No me preguntes qué es porque, aunque he intentado comprenderlo, no he podido. Sólo sé que funciona centrando con un compás las diferentes partes del mapa en ángulos de veintitantos grados, o algo así. La cuestión es que utiliza este, por lo visto, arcaico sistema, así como una medida griega llamada estadio, que equivale a 186 metros de los nuestros. Una vez hecha la adaptación a magnitudes geográficas modernas, el mapamundi es, atiende bien -y puso el dedo índice de su mano derecha en el centro de mi aturdida frente-, absolutamente exacto en todas sus proporciones y distancias. Aunque, a simple vista, te parezca un mapa deformado e irreal, lleno de falsedades geográficas, resulta que es tan preciso como el mejor de nuestros mapas actuales, y refleja perfectamente la latitud y la longitud de todos los puntos del globo. La latitud era conocida y utilizada desde tiempos inmemoriales, porque sólo se necesitaba la ayuda del sol, pero el cálculo de la longitud no pudo realizarse hasta el siglo XVIII, en concreto hasta… -miró sus notas-, hasta 1761, eso es, porque hacían falta conocimientos de trigonometría esférica e instrumentos geodésicos que no existieron hasta esa fecha. Sin embargo, Piri Reis, o los mapas antiguos de los que copió, indicaban puntualmente los meridianos terrestres y sus cálculos eran absolutamente correctos, lo cual se da de bofetadas con lo que sabemos hoy día.