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Me quedé un tanto sorprendido por aquella enérgica respuesta. Las cosas debían de andar muy mal por la universidad para que Ona se expresara de aquella manera. Habitualmente mi cuñada era una joven agradable y tranquila. No es que no hubiera oído comentar los abusos que se producían en los departamentos, pero jamás hubiese sospechado que mi propio hermano era uno de aquellos pobres desgraciados a los que sus superiores les chupaban la sangre. Aun así, fue la forma y no el fondo de las palabras de Ona lo que me chocó.

Daniel, probablemente alterado por el tono de nuestra conversación, se agitó de pronto con violencia y comenzó a repetir sin descanso la palabra que aquella noche le obsesionaba:

– Lawt'ata, lawt'ata, lawt'ata…

– Aún hay otra cosa que no entiendo, Ona -comenté, pensativo-. Si el quechua era la lengua oficial del Imperio inca y el quipu de Nápoles aportaba la clave también en quechua, ¿por qué abandonó Daniel el estudio de esta lengua para consagrarse por entero al aymara?

Mi cuñada enarcó las cejas y me miró con unos ojos muy grandes y desconcertados.

– Eso no lo sé -declaró, al fin, con voz apocada-. Daniel no me lo explicó. Sólo me dijo que debía centrarse en el aymara porque estaba seguro de que ahí encontraría la solución.

– ¿La solución a qué? -objeté-, ¿a los quipus en quechua?

– No lo sé, Arnau -repitió-. Acabo de caer en la cuenta.

Cuando escribía el código de alguna aplicación, por sencilla que fuera, jamás cometía el error de suponer que, entre las miles de líneas que iba dejando atrás, no quedaba agazapado algún error fatal que impediría el funcionamiento del programa en el primer intento. Tras el esfuerzo de concebir el proyecto y de desarrollarlo durante semanas o meses, todavía quedaba la tarea más dura y apasionante: la búsqueda desesperada de esos imperceptibles fallos de estructura que daban al traste con el inmenso edificio costosamente levantado. Sin embargo, jamás me enfrentaba al código con las manos vacías pues, mientras escribía rutinas y algoritmos, un sexto sentido me iba indicando dónde quedaban esas zonas oscuras que, probablemente, más tarde serían la fuente de todos los problemas. Y nunca dudaba de la verdad de estas intuiciones. Cuando, al finalizar, aplicaba el compilador para comprobar el funcionamiento, siempre terminaba confirmando la relación entre los fallos finales y aquellas zonas oscuras. Buscarlas y encontrarlas resultaba mucho más interesante que corregirlas, porque corregir era algo simple y mecánico mientras que descubrir el problema, correr tras él llevado por una corazonada o una sospecha, tenía su parte de gesta, de Ulises intentando llegar a Ítaca.

Como si mi hermano Daniel fuera una aplicación de millones de líneas, mi valioso sexto sentido me estaba advirtiendo de la presencia de zonas oscuras relacionadas con los fallos de su cerebro. El problema era que yo no había escrito ese supuesto programa que representaba a Daniel, de modo que, a pesar de sospechar la existencia de esos datos incorrectos, no tenía forma de averiguar cómo localizarlos y repararlos.

Pasé el resto de aquella segunda noche trabajando y atendiendo a mi hermano, pero, para cuando la luz empezó a entrar por la ventana y Ona se despertó, ya había fraguado la decisión de meterme de lleno en el asunto y dilucidar (si es que mi sexto sentido tenía razón y si es que era factible) la posible relación entre la agnosia y el Cotard de Daniel, por un lado, y su extraño trabajo de investigación, por otro. Si me estaba engañando a mí mismo y, como le había dicho a Ona por la tarde, todo era producto de los nervios y del miedo que sentíamos, lo único que podía perder era el tiempo invertido y si, además, durante los días siguientes Daniel respondía al tratamiento y se curaba, ¿iba a ser tan idiota de hacerme reproches por correr tras un presentimiento seguramente ridículo…? Bueno, quizá sí, pero daba lo mismo.

Cuando llegamos a la calle Xiprer, subí con mi cuñada hasta su casa para recoger el papel escrito por Daniel porque quería estudiarlo aquella tarde, pero, al salir de allí, iba cargado con una montaña de libros sobre los incas y con las carpetas de los documentos de la investigación sobre los quipus.

Me acosté cerca de las nueve y media de la mañana, hecho polvo, con los ojos irritados y agotado como nunca antes en mi vida. Por culpa del cambio de horario del sueño y la vigilia, sufría de jet lag sin haber cruzado el Atlántico, pero, aun así, le dije al sistema que me despertase a las tres de la tarde porque tenía mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

Estaba profundamente dormido cuando la música de Vivaldi, el Allegro del Concierto para mandolina, comenzó a sonar por toda la casa. El ordenador central seleccionaba, de entre mis preferidas, una melodía diferente para cada día según la época del año, la hora a la que me despertase o el tiempo exterior. Toda mi casa estaba construida en torno a mi persona y, con los años, se había producido una extraña simbiosis entre el sistema de inteligencia artificial que la regulaba y yo. Él aprendía y se perfeccionaba por sí mismo, de manera que había llegado a convertirse en una suerte de mayordomo telépata obsesionado por servirme y atenderme como una madre.

Las cortinas de las amplias puertaventanas que daban al jardín se fueron replegando suavemente dejando pasar una tenue luz verde ultramarino mientras la pantalla que cubría por completo la pared del fondo reproducía una visualización del cuadro La iglesia de Auvers de Van Gogh. Todavía era de día y todavía tenía un sueño mortal, de manera que apreté bien los párpados, me puse la almohada sobre la cabeza y bramé: «¡Cinco minutos más!», provocando la muerte súbita de los efectos especiales. Lo malo fue que Magdalena, la asistenta, inmune al sistema de reconocimiento de voz, ya estaba entrando por la puerta con la bandeja del desayuno.

– ¿De verdad quieres seguir durmiendo? -preguntó, muy extrañada, mientras caminaba ruidosamente sobre la madera, arrastraba sillas, abría y cerraba las puertas de los armarios y ponía en marcha de nuevo la música pulsando el botón de mi mesilla; si no bailó sobre mi cabeza fue porque tenía más de cincuenta años pero, de haber podido, lo hubiera hecho-. He pensado que no te apetecería la comida que tenía preparada, así que te traigo el desayuno de siempre: zumo de naranja, té con leche y tostadas.

– Gracias -farfullé desde debajo de la almohada.

– ¿Cómo estaba tu hermano anoche?

No sabía qué demonios andaría haciendo, pero los chirridos, golpes y ruidos varios continuaban.

– Igual.

– Lo siento -dijo con voz apenada. Magdalena ya trabajaba para mí cuando Daniel aún vivía conmigo.

– Hoy tienen que empezar a notarse los resultados del tratamiento.

– Ya me lo ha dicho tu madre esta mañana.

¡Plam! Puertas del jardín abiertas de par en par y corriente de aire fresco que entró como un huracán en la habitación. ¿Para qué demonios tenía un sistema de control de temperatura y renovación del aire en toda la casa? Según Magdalena, para nada. Menos mal que el día era bueno y que no faltaba mucho para la llegada del verano; aun así, comencé a estornudar una vez y otra, lo que terminó por despertarme del todo al verme en la necesidad de buscar un pañuelo en el cajón de la mesilla. Ser un urbanícola tecnológicamente desarrollado tenía sus inconvenientes y uno de ellos era la incapacidad adquirida para enfrentarse a la naturaleza a pecho descubierto, como estaba yo en ese momento, pues sólo llevaba los bermudas del pijama.

Desayuné rápidamente mientras ojeaba la selección de titulares de prensa que me enviaba Núria cada mañana a la pantalla de la habitación y, tal cual estaba, sin lavarme siquiera la cara, me dirigí al estudio -amplio concepto que englobaba tanto un despacho de trabajo como una sala de videojuegos- dispuesto a darme un atracón de cultura inca.

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