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(6) HyperText Transfer Protocol.

– Los documentos Miccinelli -continuó Ona sin borrar la sonrisa de su boca-, escritos por dos jesuitas italianos, misioneros en Perú, se componían de trece folios, uno de los cuales, plegado, guardaba en su interior un quipu que…

– ¿Qué es un quipu? -la interrumpí.

– ¿Un quipu…? Pues, un quipu… -Parecía no encontrar las palabras adecuadas-. Un quipu es un grueso cordón de lana del que cuelgan una serie de cuerdas de colores llenas de nudos. Según la disposición de estos nudos, el grosor y la distancia entre ellos, el significado variaba. Los cronistas españoles sostuvieron siempre que los quipus incas eran instrumentos de contabilidad.

– Entonces, el quipu era una especie de ábaco -sugerí.

– Sí y no. Sí, porque realmente permitía que los incas llevaran minuciosamente las cuentas de los impuestos, las armas, la población del imperio, la producción agrícola, etcétera, y no, porque, según se desprendía de referencias halladas en documentos menores y en la crónica de Guamán Poma de Ayala, descubierta en 1908 en Copenhague, los quipus eran algo más que simples calculadoras: también narraban hechos históricos, religiosos o literarios. El problema fue que Pizarro y los sucesivos virreyes de Perú se encargaron de destruir todos los quipus que encontraron, que fueron muchos, y de masacrar a los quipucamayocs, los únicos que sabían leer aquellos nudos. Su interpretación se perdió para siempre y sólo se conservó el oscuro recuerdo de que los incas controlaban la administración del imperio con unas exóticas cuerdas enmarañadas. Cuando se descubría un quipu en algún enterramiento, se enviaba directamente a la vitrina de cualquier museo como una curiosidad. Nadie sabía leerlo.

Sonaron unos golpecitos presurosos en la puerta y, a continuación, entró en la habitación una enfermera de enormes ojos saltones y voz cascada que traía en la mano una batea llena de potingues.

– Buenas noches -saludó con amabilidad, dirigiéndose rápidamente hacia Daniel. Como la mesa auxiliar estaba ocupada por mi ordenador y mi móvil, dejó la batea sobre la cama-. Es la hora de la medicación.

Mi cuñada y yo le devolvimos el saludo y, como los espectadores de una obra de teatro que contemplan a los actores en el escenario, nos quedamos en nuestros asientos y la seguimos con la mirada. Conocíamos el ritual por haberlo visto la noche anterior. Después de hacer ingerir a mi hermano, con grandes dificultades por su falta de colaboración, el comprimido de Clorpromacina y las gotas de Tioridacina, le puso el termómetro de mercurio bajo uno de los brazos y, en el contrario, le ciñó el manguito del aparato de la tensión. Todo esto lo hacía con agilidad y pericia, sin errores, moviéndose con la destreza que dan los muchos años de experiencia. Concluida esta primera fase, pasó a una segunda que no conocíamos:

– ¿Quieres dar un paseo, Daniel? -le preguntó con voz fuerte y grumosa, pegando literalmente su cara a la de mi hermano, que ahora tenía los ojos nuevamente abiertos.

– ¿Cómo voy a querer si estoy muerto? -respondió él, fiel a su nuevo credo.

– ¿Prefieres que te sentemos en una silla?

– ¡Ojalá supiera lo que es una silla!

– Yo le levantaré -dije, incorporándome. No podía resistir por más tiempo aquella absurda conversación.

– No se preocupe -me indicó la enfermera bajando el tono de voz y haciéndome un gesto con la mano para que no me moviera-. Tengo que hacerle estas preguntas. Hay que comprobar su evolución.

– No parece que haya ninguna… -murmuró Ona, tristemente.

La enfermera le sonrió con afecto.

– Ya la habrá. Todavía es pronto. Mañana estará muchísimo mejor. -Luego, volviéndose hacia mí mientras soltaba el manguito del brazo de mi hermano y recogía el termómetro y el resto de sus bártulos, comentó-: Insista en preguntarle si quiere dar un paseo. Hágalo cada vez que le pongan las gotas en los ojos. Tiene que moverse.

– Ya no tengo cuerpo -afirmó Daniel poniendo la mirada en el techo.

– ¡Sí lo tienes, cariño, y un cuerpazo muy hermoso, además! -exclamó ella, contenta, mientras salía por la puerta.

Ona y yo nos miramos intentando contener la risa. Al menos alguien conservaba el buen humor en aquel lugar infame. La cara de mi cuñada, sin embargo, cambió de pronto:

– ¡Las gotas! -profirió con acento de culpabilidad.

Yo asentí con la cabeza y las cogí de encima de la mesilla, ofreciéndoselas. Mi portátil se había apagado del todo y el móvil había concluido automáticamente la conexión a internet.

Sin dejar de hablarle y de decirle cosas cariñosas, Ona vertió aquellas falsas lágrimas en los ojos color violeta de mi hermano. Yo les observaba atentamente, reafirmándome por enésima vez en mi inquebrantable decisión de no formar parte jamás de una comunidad afectiva de dos. Me resultaba insoportable la idea de ligar mi vida a la de otra persona aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo y si, arrastrado por las circunstancias, alguna vez había estado tan loco como para hacerlo, siempre había terminado harto de aguantar necedades y desesperado por recuperar mi espacio, mi tiempo y mi supuesta soledad, en la que me encontraba muy a gusto y muy libre para hacer lo que me diera la gana. Como el título de aquella vieja película de Manuel Gómez Pereira, yo siempre me preguntaba por qué lo llamaban amor cuando querían decir sexo. Mi hermano se había enamorado de Ona y era feliz viviendo con ella y con su hijo; a mí, sencillamente, me gustaba mi vida tal y como era y no me planteaba la necesidad de ser feliz, algo que me parecía una pretensión ajena a la realidad y una ficción sin fundamento. Me conformaba con no ser desgraciado y con disfrutar de los placeres pasajeros que la vida me ofrecía. Que el mundo tuviera sentido a través de la felicidad me sonaba a excusa barata para no afrontar la vida a pelo.

Cuando Ona regresó a su sillón, yo retomé el asunto de los quipus. Algo me decía que había que deshacer algunos nudos.

– Me estabas hablando antes de los documentos Miccinelli y del sistema de escritura incaica… -le dije a mi cuñada.

– ¡Ah, sí! -recordó, subiendo las piernas al asiento y cruzándolas como los indios-. Bueno, pues la cuestión es que mientras Laura Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos, Marta Torrent investigaba el quipu que venía cosido en el folio plegado y, de este modo, descubrió que había una relación directa entre los nudos y las palabras quechuas que aparecían escritas encima de las cuerdas. Dedujo, obviamente, que se encontraba ante una nueva Piedra de Rosetta, la que le permitiría encontrar la clave perdida para descifrar todos los quipus, pero se trataba de una tarea de años, de modo que, con el permiso de la propietaria del archivo de Nápoles, Clara Miccinelli, hizo copias de todo el material y se lo trajo consigo a Barcelona.

– Y, una vez aquí, nuestra querida Marta puso manos a la obra y empezó a desentrañar los misterios de aquel viejo sistema de escritura -comenté- pero, como era un trabajo titánico, buscó ayuda entre los mejor preparados y los más inteligentes de sus profesores y eligió a Daniel, a quien, inmediatamente, propuso colaborar en el proyecto.

El rostro de Ona mudó de expresión para recuperar el gesto furioso.

– Pero, Ona… -titubeé-, la catedrática no hizo más que ofrecerle a Daniel una oportunidad única. ¡Imagínate que se la hubiera brindado a otro! No entiendo por qué te molesta tanto que pensara en Daniel para algo tan importante.

– ¡Marta Torrent sólo le ofreció a Daniel el trabajo duro del proyecto! -se irritó mi cuñada-. Tu hermano lo tenía muy claro, sabía desde el principio que ella le explotaría y que, luego, cuando llegara la hora de los reconocimientos y los méritos académicos, él no recibiría ni las gracias. ¡Siempre es así, Arnau! Se mataba a trabajar fuera del horario de clases para que ella recibiera, cómodamente sentada en su cátedra, los progresos que él hacía.

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