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Mi hermano se removía, inquieto, en la cama, volviendo la cabeza de un lado a otro y agitando las manos en el aire como si aleteara. De vez en cuando murmuraba de nuevo la inexplicable palabra que ya había pronunciado antes: lawt'ata. Debía de repetirla por alguna razón, pero, si tal razón existía, sólo la sabía él. Decía lawt'ata en voz baja y se agitaba intranquilo; volvía a decirla y se reía; luego, callaba un rato para, más tarde, comenzar de nuevo.

– Bueno, vale -asentí, pasándome las manos por las mejillas rasposas-. Pero, dejando al margen a esa tal Marta, explícame en qué consistía exactamente el trabajo.

Mi cuñada, que mantenía el libro abierto sobre uno de los reposabrazos del sillón, lo recuperó perezosamente, puso el punto de lectura entre las páginas y lo cerró, dejándolo caer de cualquier manera sobre sus piernas.

– No sé si debo… -manifestó, insegura.

– Ona, no pienso apropiarme de las ideas de Daniel y la catedrática.

Ella se rió y alargó las mangas de su jersey hasta que consiguió ocultar las manos dentro.

– ¡Lo sé, Arnau, lo sé! Pero es que Daniel me advirtió mucho que no dijera nada a nadie.

– Bueno, pues tú verás… Yo sólo pretendo entender lo que está pasando.

Se quedó ensimismada unos segundos y, por fin, pareció tomar una decisión.

– No comentarás nada, ¿verdad? -quiso saber antes de revelar el gran secreto.

– ¿Con quién quieres que hable sobre etnolingüística inca? -Me reí-. ¿Crees de verdad que un rollo semejante le puede interesar a alguno de mis amigos?

Ella se rió también, dándose cuenta de la tontería que había dicho.

– ¡Dios mío, no! ¡Serían unos amigos muy originales!

– Pues ya te has contestado tú misma y, ahora, explícame eso que Daniel te pidió que no dijeras a nadie.

– Es una historia un poco complicada -empezó, y cruzó los brazos sobre el pecho sin sacar las manos de las mangas-. Una amiga de Marta, la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, en Italia, tuvo conocimiento, a principios de los noventa, de unos misteriosos documentos del siglo XVII encontrados por casualidad en un archivo privado de Nápoles, los llamados documentos Miccinelli. Según me contó Daniel, estos documentos contenían muchos datos sorprendentes y extraños sobre la conquista de Perú, pero lo más extraordinario de todo, por lo que la profesora Laurencich-Minelli se puso inmediatamente en contacto con su amiga Marta Torrent, era que aportaban las claves necesarias para interpretar un olvidado sistema de escritura incaica que demostraba que aquélla no fue una civilización atrasada que carecía de alfabeto.

Lo que Ona acababa de contarme debía de ser algo extraordinario, sin duda, porque me ojeaba esperando una reacción de entusiasmo que, obviamente, no tuve.

– ¿Has oído lo que te he dicho, Arnau? -inquirió, perpleja-. ¡Los documentos Miccinelli demostraban la falsedad de las crónicas españolas, afirmando con pruebas incuestionables la existencia de un lenguaje escrito entre los incas!

– ¡Oh, vaya, qué… bien! -atiné a decir, sin comprender del todo la película.

Afortunadamente, se percató de mi ignorancia e intentó echarme un cable para reparar en lo posible el mal lugar en el que me estaba dejando. Resultaba evidente que a ella el tema le apasionaba; no en vano, recordé, había empezado a estudiar la carrera y, según me había confesado el día anterior, tenía la intención de terminarla.

– Verás, Arnau, demostrar que los incas escribían es como descubrir que el hombre no desciende del mono… Algo impensable, increíble y asombroso, ¿comprendes?

– Bueno, la teoría de Darwin no deja de ser sólo una teoría -comenté-. Si, a estas alturas, hubieran podido demostrarla, sería la ley de Darwin.

Mi cuñada perdió la paciencia. Era muy joven y carecía de la correa necesaria para aguantar las tonterías ajenas. Pero lo cierto era que a mí el tema de Darwin siempre me había interesado: ¿no resultaba sorprendente pensar que jamás había sido encontrado ni uno solo de los miles de supuestos eslabones perdidos que hubieran hecho falta para demostrar la teoría de la evolución, y no sólo de los seres humanos sino de todo tipo de animales o plantas? Algo querría decir eso y a mí me parecía muy curioso.

– ¿Quieres que siga contándote en qué trabajaba Daniel o no? -explotó-. Porque, si no te interesa, me callo.

Hay ocasiones en las que es mejor apagar el ordenador que estrellarlo contra el suelo. Ona sólo era una cría con muchos problemas, el peor de los cuales estaba tumbado en la cama que ocupaba el centro de aquella habitación.

– Sigue, por favor -respondí con afabilidad-. Me interesa mucho. Sólo te pido que comprendas que no tengo ni idea de estas cosas.

Ella soltó una carcajada, aliviando la tensión que reinaba en el cuarto. Mi hermano también se había calmado y parecía dormir.

– ¡Pobrecito! -bromeó sin malicia alguna-. ¡Daniel siempre dice que tú eres la prueba viviente de que no estudiar es muy rentable!

Sonreí bajando resignadamente la cabeza. Esa frase la había escuchado muchas veces de boca de mi hermano. A los dieciséis años, mi madre, que entonces ya vivía en Londres, me regaló mi primer ordenador, un pequeño Spectrum con el que empecé a programar en BASIC. Hacía aplicaciones muy simples que vendía, con ligeras modificaciones, a un sinfín de empresas que empezaban en aquello tan raro de la informática de gestión. Poco después compré un Amstrad y, casi en seguida, un 286 clónico con tarjeta gráfica. La demanda de programas informáticos por parte de compañías y organismos oficiales no hacía otra cosa que aumentar. Fui uno de los pioneros de internet, que entonces no era, ni de lejos, la conocida World Wide Web (significa, aproximadamente, telaraña global.), nacida en 1991, sino sólo una caótica red mundial de redes locales que se comunicaban entre sí con protocolos demenciales y resultados frustrantes. En septiembre de 1993, invirtiendo todo el dinero que había ganado como programador, monté el primer proveedor de internet de Cataluña, Inter-Ker, y puse en marcha un servicio de diseño de páginas Web escritas en HTTP (6). Por aquel entonces nadie sabía nada de internet. Todo era absolutamente nuevo y desconocido, un mundo hecho por autodidactas que aprendíamos sobre la marcha, resolviendo los problemas a golpe de tecla. La empresa funcionó bien, pero resultaba evidente que aquello no tenía futuro: la World Wide Web era territorio comanche y, en muy poco tiempo, habría que darse de bofetadas con otros colonos por unas migajas del pastel. Por eso, cuando vendí Inter-Ker en 1996, decidí poner en marcha una página de finanzas, un portal que ofreciera toda esa información (cotizaciones bursátiles, datos sobre bancos, hipotecas y préstamos, tablón de inversiones y negocios, etc.) que las empresas para las que había programado aplicaciones debían obtener trabajosamente a través de diferentes medios. Se llamaba Keralt.com y tuvo un éxito inmediato. Al cabo de sólo un año, empecé a recibir ofertas de compra por parte de las empresas bancarias más importantes del mundo. En 1999, el mismo día que cumplí los treinta y dos años, me convertí en uno de esos tipos que en Norteamérica llaman ultra-ricos, al vender Keralt.com al Chase Manhattan Bank por cuatrocientos sesenta millones de dólares. Mi historia no fue ni la única de estas características ni la más sonada, ganándome en beneficios, por ejemplo, Guillermo Kirchner y los hermanos Casares, María y Wenceslao, de Argentina, quienes vendieron el setenta y cinco por ciento de su portal Patagon.com al Banco Santander Central Hispano por quinientos veintiocho millones de dólares. A fin de cuentas, lo importante de aquella transacción no fue tanto el dinero que recibí como el hecho de que me hubieran comprado una idea, sólo una de las muchas que yo podía concebir, de modo que, con los dólares bien invertidos, unos meses después empecé a construir mi casa y monté Ker-Central, dedicada, por un lado, a programar aplicaciones de seguridad para la red -antivirus y cortafuegos- y, por otro, a financiar proyectos innovadores en el campo de la inteligencia artificial aplicada a las finanzas (por ejemplo la creación de redes neuronales para el pronóstico avanzado de los precios de las acciones). Ker-Central recibía estos proyectos, los estudiaba y, si cumplían los requisitos y satisfacían al equipo asesor, los producía y financiaba, llevándose, obviamente, un porcentaje muy elevado de los beneficios. Lo que nadie de mi familia parecía comprender es que todo aquello me había costado muchos años de duro trabajo, de luchas a brazo partido y de estar robándole siempre horas al sueño. A sus ojos, la fortuna me había sonreído por caprichosa veleidad y, por lo tanto, mi suerte sólo era eso, suerte, y no el producto de un esfuerzo como el que había realizado Daniel para llegar hasta donde estaba.

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