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– Localiza a Jabba-le dije al ordenador mientras avanzaba por el pasillo. Un segundo después la voz neutra de Jabba me saludó cuando entraba en el estudio-. ¿Estás abajo? -le pregunté, sentándome en mi butaca y cogiendo un clip que comencé a retorcer entre los dedos.

– ¿Dónde quieres que esté? -repuso.

– Necesito tu ayuda y la de Proxi.

– ¿Qué pasa? -se alarmó-. ¿Cómo está Daniel?

– Esta mañana estaba igual. Sin cambios. -El pelo suelto y desgreñado me molestaba, así que me lo enrosqué sobre la cabeza y lo recogí dentro de una vieja gorra de los Barcelona Dragons. Desde hacía un mes tenía las entradas para el partido del próximo sábado contra los Rhein Fire de Dusseldorf que iba a celebrarse en el Estadio Olímpico de Montjuic, pero, tal y como andaba la cosa, mucho me temía que no iba a poder asistir-. Necesito un favor.

– Pues pide.

– Tengo delante un montón de libros que debo hojear antes de irme al hospital.

– Supongo que no querrás que los lea por ti.

– No seas borde. No se trata de eso.

– Pues mete el turbo que tengo trabajo.

– Te libero de él. Tienes la tarde libre, y Proxi también.

– Vale. Genial. Precisamente teníamos que ir a comprar un sofá. Hala, adiós.

– ¡Espera, idiota! -grité, sonriendo-. No puedes marcharte.

– ¿Ah, no? ¿Entonces para qué me das la tarde libre?

– Para que investigues un asunto por mí. Necesito que Proxi y tú busquéis en internet todo lo que haya sobre una lengua inca llamada aymara.

El silencio más profundo reinó en mi estudio, tan profundo que casi era un hondo agujero. Empecé a tamborilear con los dedos sobre la mesa como señal auditiva de impaciencia, pero ni aun así me contestó. Al final, me harté.

– ¿Estás ahí, capullo?

– No -respondió sin cortarse.

– ¡Venga ya, hombre! No es tan difícil.

– ¿Que no? -exclamó con su vozarrón de hierro-. ¡Pero si no he entendido ni lo que has dicho! ¿Cómo demonios quieres que lo investigue?

– Porque tú vales mucho. Eso lo sabemos todos.

– No me des jabón, anda.

– Necesito que lo investigues, Marc, en serio.

Se repitió el silencio de antes, pero sabía que estaba ganando la batalla. Escuché un largo resoplido que llegaba desde los altavoces.

– Explícame otra vez qué era eso que querías que buscáramos.

– Los incas, los habitantes del Imperio inca…

– Ya, los incas de Latinoamérica.

– Esos mismos. Bueno, pues esos tipos hablaban dos idiomas. El oficial del imperio era el quechua, mayoritario entre la población, y, el otro, el aymara, se hablaba en el sudeste.

– ¿Qué sudeste?

– ¡Y yo qué sé! -solté. ¿Es que Jabba creía que yo dominaba estos temas? ¡Si para mí era todo un galimatías!-. El sudeste del Imperio inca, digo yo.

– Bueno, entonces quieres saberlo todo sobre el aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca.

– Exacto.

– Bien. Pues espero que tengas una buena razón para hacernos pasar la tarde a Proxi y a mí investigando el aymara del sudeste del Imperio inca porque, en caso contrario, hundiré tu empresa y haré que te metan en la cárcel.

Jamás deben tomarse en vano las palabras de un hacker.

– Tengo una buena razón.

¿La tenía…?

– Está bien. Voy a buscar a Proxi y nos pondremos a trabajar en el «100».

– De acuerdo. Llamadme cuando terminéis.

– Por cierto, no me has preguntado por el resultado de la campaña contra la TraxSG.

¡Lo había olvidado por completo! Tenía el disco duro mental formateado desde el lunes.

– ¿Cómo ha ido? -pregunté con una sonrisa malvada en la boca.

– Genial. Está en todos los periódicos de hoy. Los de la TraxSG van a sudar sangre para salir de ésta con buen pie. Y no tienen ni idea del origen del boicot.

Solté una carcajada.

– Me alegro. Déjales que busquen. Bueno, espero tu llamada.

– Que sí. Adiós.

Estaba solo de nuevo en mi estudio y en silencio… Bueno, solo del todo no, porque tenía siempre conmigo la presencia sigilosa del ordenador central. Al principio, pensé ponerle un nombre apropiado, algo así como Hal, el ordenador loco de 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, o Abulafia, la pobre computadora de El péndulo de Foucault, de Eco, o, incluso, Johnny, por Johnny Mnemonic, pero no terminé de decidirme y no lo bauticé de ninguna manera. Si hubiera sido un perro, le habría llamado simplemente Perro, pero se trataba de un potente sistema de inteligencia artificial. Finalmente quedó establecido que, sin mediar denominación alguna, cualquier orden pronunciada en voz alta que no estuviera claramente dirigida a Magdalena, sería para el sistema.

Eché una mirada melancólica a mi fantástica colección de películas en DVD y a mis consolas de videojuegos, abandonadas sobre la pequeña mesa de ratán, y alargué la mano hasta la pila de libros que había traído de casa de mi hermano. Por decisión propia, mi estudio era lo más parecido que podía encontrarse a la cabina de una nave espacial (otra concesión a mi espíritu lúdico). Además de la pantalla gigante que, como en el resto de las habitaciones de la vivienda, ocupaba por completo una de las paredes, tenía un equipo parecido al del «100», aunque sólo con tres monitores, un par de teclados, algunas grabadoras, dos impresoras, una cámara digital, un escáner, un DVD y mis consolas de juegos. Todo era del color del acero inoxidable o de un blanco impecable, con sillones, mesas y librerías fabricados en aluminio, titanio y cromo. Las luces eran halógenas, de un tono celeste tan frío que conferían al estudio el aire de una cueva excavada en el hielo. Las largas filas de libros de las estanterías y la pequeña mesa baja de ratán eran, pues, las únicas excepciones coloristas en el interior de aquel aparente iceberg, pero de ninguna manera iba a renunciar a tener allí parte de mis libros y, desde luego, tampoco a la mesa, que era un viejo recuerdo de mi antigua casa del que no estaba dispuesto a deshacerme.

Con un bufido de resignación, abrí el primero de los tochos de historia de Daniel y comencé a leer. Después de un buen rato abrí otro y, una hora después, otro más. La verdad es que, al principio, no entendí demasiado y eso que yo no era lo que podría decirse tonto precisamente. Los historiadores que habían escrito aquellas sesudas obras se empeñaban en no computar el tiempo de la manera habitual y hablaban de «Horizontes» en lugar de épocas -«Horizonte Temprano», «Horizonte Medio», «Horizonte Tardío» y sus períodos intermedios-, con el resultado de que, al menos para un inexperto como yo, era imposible ubicar lo que estaban contando en un momento conocido de la historia. Cuando, por fin, encontré un cuadro aclaratorio de fechas, resultó que el Imperio inca, uno de los más poderosos imperios del mundo, que llegó a tener treinta millones de habitantes y a ocupar un territorio que se extendía desde Colombia hasta Argentina y Chile, pasando por Ecuador, Perú y Bolivia, había durado menos de cien años y había caído en manos de un miserable ejército español de apenas doscientos hombres al mando de Francisco Pizarro, un tipo que, increíblemente, no sabía ni leer ni escribir y que había sido porquerizo en su Extremadura natal, de la que se marchó muy pronto en busca de fortuna.

Pizarro había salido de Panamá en 1531, comandando una expedición de varios barcos que fueron descendiendo desde Centroamérica hacia el sur por el Pacífico, descubriendo tierras a su paso y fundando ciudades en las islas y las costas de Colombia y Ecuador. Nadie que no fuera un habitante original de aquellos lugares -es decir, nadie que no fuera indio- había cruzado los Andes todavía, ni lo haría hasta muchos años después, como tampoco nadie había cruzado la selva amazónica ni visto nunca Perú, ni Bolivia, ni Tierra de Fuego. La conquista del Nuevo Mundo se hizo, básicamente, desde la estrecha cintura del continente (desde Panamá, llamado entonces Tierra Firme), extendiéndose hacia arriba y hacia abajo por el litoral, de modo que, todo lo que Pizarro contemplaba desde su barco mientras se dirigía en aquel siglo XVI hacia un misterioso Imperio inca rebosante de oro del que había oído hablar a los indígenas, era Terra Incógnita, territorio desconocido.

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