Por lo que pudiera ser, al día siguiente de hablar con mi abuela por teléfono desde La Paz, me acerqué hasta el Mercado de los Brujos y compré un potingue asqueroso que, según el yatiri que lo vendía dentro de unos mugrientos frasquitos de cristal, provocaba la pasión en la mujer amada. A mí me daba lo mismo, cualquier cosa me hubiera servido con tal de que pareciera realmente una fórmula magistral preparada especialmente para mi hermano, y aquel líquido espeso y marrón lo parecía. De manera que, después de saludar a Clifford y de abrazar a mi abuela, cuando mi madre terminó por fin con la sarta de besos cacofónicos le entregué solemnemente los sucios envases y le dije que, sin duda, después de consultar con todos los chamanes amazónicos registrados en el censo boliviano, una infusión con unas gotas de aquel producto por la mañana y por la noche devolverían la cordura a Daniel. No quería que ella esparciera entre sus amistades más fantasías de las necesarias, de modo que abrevié los detalles y me limité a hablar sobre las comunidades indígenas visitadas a lo largo del río Beni durante nuestro viaje. Clifford, como buen inglés, parecía reacio al experimento, pero no se atrevió a abrir la boca delante de mi madre, que se mostraba entusiasmada con los exóticos frasquitos. Inmediatamente se colgó del teléfono y se puso a contarle a Ona toda la aventura y yo, aprovechando la coyuntura, hice mutis por el foro y me fui a mi habitación, donde me duché, me cambié de ropa y me rasuré la barba, dejándome de nuevo la perilla. Mi abuela me había comentado que estaba más delgado, más guapo, y moreno por primera vez en mi vida, lo cual era cierto. Tenía el pelo aún bastante corto y seguía conservando mi pendiente que, ahora, destacaba mucho más sobre la piel curtida por el sol y el aire. De aquel rostro alargado, pálido y urbano que tenía cuando me marché quedaba muy poco.
Pero había otros cambios. Lo descubrí cuando fui a abrir la boca para pedirle al sistema que me pusiera en contacto con Marta y me di cuenta de que no sabía cómo dirigirme a él porque ya no tenía ni idea de cómo hablar con una máquina dotada de una inteligencia quizá tan artificial como la nuestra. Me quedé de piedra por este descubrimiento. Lo que Gertrude nos había contado sobre el cerebro y los neurotransmisores, lo que habíamos aprendido sobre el poder de los sonidos para programar y desprogramar la mente, e, incluso el ejemplo del chamán, entrando en trance con los golpes rítmicos del tambor y la maraca, me habían dejado una duda que podía resumirse en la típica pregunta del mundo informático: ¿qué diferencia hay entre sumar dos y dos, que es lo que hacemos los humanos, y aparentar que se suman dos y dos, que es lo que hacen los ordenadores? El resultado sigue siendo el mismo, cuatro, se llegue por el camino que se llegue, y, en este caso, mi sorpresa era que el camino, básicamente, resultaba ser el mismo: infinito número de conexiones eléctricas, veloces como la luz, que viajaban a través de neuronas, en nuestro caso, o de silicio en el caso de las máquinas.
Muchas cosas habían cambiado dentro de mí durante aquellos últimos dos meses y medio de extraños aprendizajes y, ahora, para mi sorpresa y casi contra mi voluntad, le daba al sistema sin nombre que controlaba mi casa una personalidad propia que jamás se me hubiera ocurrido que pudiera llegar a tener. Y que, de hecho, no tenía, me dije enfadado, sacudiendo la cabeza para alejar ideas absurdas de mi mente. Sabía que debía darle las órdenes con un tono de voz tajante para que interpretara que estaban dirigidas a él y no a Magdalena, pero de mi boca sólo salía una voz educada que quería pedir las cosas con un «por favor» totalmente improcedente. Tuve que hacer un esfuerzo y obligarme a recordar la forma programada de comunicación con él pero, después de un par de intentos sin que me hiciera caso, empecé a mosquearme: ¿acaso se había vuelto autónomo o se había estropeado? Por suerte, se me ocurrió mirar la pantalla gigante y allí estaba su mensaje: «Número telefónico bloqueado. ¿Desactivar bloqueo y marcar?» Me reí de mí mismo y de mi despiste, y sólo después de unos segundos caí en la cuenta de que el sistema estaba intentando decirme algo importante. ¿Bloqueado el número de Marta…? ¿Cómo bloqueado?
– ¡Pero qué demonios me pasa! -exclamé en voz alta-. ¡Estoy atontado!
Había recordado de pronto que la tarde de aquel lejano domingo que Marta me había llamado para reclamar su material sobre Taipikala y los aymaras, le había ordenado al sistema que rechazara todas las llamadas de ese número y todas las que procedieran del titular de ese número, e, incluso, las del departamento de la universidad.
– ¡Desbloquear! -voceé.
Apenas unos segundos después, escuché la voz de Marta.
– ¿Sí?
– Marta, soy Arnau.
– Hola, Arnau. ¿Qué pasa? ¿Tenemos que ir ya a casa de Daniel?
– No, no… -Me reí-. ¿Te apetece que quedemos a cenar esta noche? Me gustaría hablar contigo de unas cuantas cosas.
Se hizo un sorprendido silencio al otro lado.
– Claro que sí -respondió al fin.
– ¿Te parece un poco pronto? -le dije mientras terminaba de ponerme el reloj-. ¿Prefieres que quedemos mañana o pasado?
– No, en absoluto. Por mí, estupendo.
– ¿A qué hora paso a recogerte?
Aquella conversación resultaba increíble. Yo jamás había hecho antes un intento tan descarado por acercarme a otro ser humano. En semejantes ocasiones me sentía como si tuviera que abandonar mi tranquilo planeta para relacionarme con entes a los que no comprendía y por eso no lo hacía y no confraternizaba con nadie. Pero con Marta era diferente. Había convivido casi dos meses con ella día y noche y la estaba invitando a cenar con una absoluta tranquilidad y confianza.
– Ven cuando quieras -respondió-. En realidad, no estoy haciendo nada. Me acababa de sentar en el sofá dispuesta a encender el primer cigarrillo de los últimos dos meses.
– Pues no lo hagas -le dije-. ¿Qué más te da?
– Me gusta fumar, así que no voy a privarme de este pequeño placer. No me sermonees, ¿vale?
– Vale. Entonces, ¿puedo ir ahora?
– Pues claro. Ya deberías estar aquí.
Aquello me gustó. También me gustó volver a subir en mi coche y sujetar con fuerza el volante mientras conducía. Eran poco más de las seis y media de la tarde y, a pesar de llevar veinticuatro horas metido en aviones y de haber atravesado el Atlántico, me sentía el rey del mundo. Mi madre me había echado en cara que saliera «con una amiga» sin pasar antes a ver a mi hermano y a mi sobrino, pero hice como que no la oía y me metí disparado en el ascensor. Afortunadamente, si el «consuelo» que nos habían dado los Capacas funcionaba, me iba a librar de todos ellos mucho antes de lo que se imaginaban. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, ¿no era eso lo que decía la sabiduría popular? A mi hermano ya lo visitaría cuando tocase y en cuanto a mi sobrino, apenas un momento antes había sacado de la maleta el pequeño muñeco que le había comprado en el Mercado de los Brujos de La Paz para dárselo a romper en cuanto le viera.
Tuve suerte de encontrar un sitio para dejar el coche justo en una callejuela cercana a su casa, una de esas casas antiguas de dos pisos y desván con la fachada ennegrecida por la contaminación y un pequeño jardín. Marta me abrió la puerta.
– Este edificio no tiene micrófonos ni sensores ni cámaras -me advirtió con sorna nada más entrar-. Lo digo por si te sientes incómodo. Si das un grito, no hay ningún ordenador que te responda. Lo lamento.
Era una casa muy grande, con suelos de parqué, techos altos y muebles antiguos. Había libros por todas partes, hasta en los pasillos, en grandes librerías de madera que no dejaban ver las paredes. No hubiera esperado otra cosa distinta: la casa era a Marta como Marta era a la casa.
– ¿Y tampoco tienes una consola de videojuegos? Ya sabes, una Playstation o una Gameboy -le pregunté mientras entrábamos en el salón, cuyas altas ventanas daban al jardín.