Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– De eso sí tengo -reconoció sonriendo, dejándose caer en el sofá. Aunque el entorno era extraño, ella volvía a ser la misma Marta de Bolivia, o eso me pareció, con la diferencia de que allí iba con ropa de invierno y aquí llevaba un sencillo vestido de tirantes-. Las habitaciones están en el piso de arriba. En las de mis hijos puedes encontrar alguna si la necesitas. No te reprimas.

Me senté en un sillón frente a ella, aunque sin ponerme cómodo. Estaba nervioso, así que comencé a jugar con un mechero de plástico que encontré junto a un cenicero de piedra en el que había varias colillas.

– ¿No habías dicho que ibas a fumarte un cigarrillo? -pregunté sorprendido.

– Bueno, necesitaba nicotina para recuperar los meses perdidos.

Decidí no andarme por las ramas.

– Necesito tu ayuda, Marta. Tienes que explicarme… O sea, yo quiero trabajar con vosotros en Tiwanacu.

Ella soltó una carcajada.

– ¿Eso es lo que ocultabas cuando te preguntábamos qué querías hacer cuando te jubilaras?

– Más o menos.

– Eres un poco impreciso. Cuéntame más.

– Quiero colaborar, quiero ser parte del equipo -me estaba explicando como un libro abierto-. El problema es que no tengo ningún tipo de preparación académica. Soy empresario, un empresario de internet. ¿Cómo puedo trabajar con vosotros en una excavación, en calidad de qué? De entrada, había pensado proporcionaros a Efraín y a ti los programas informáticos y los ordenadores que necesitéis para traducir las láminas de oro de la Pirámide del Viajero. Yo mismo los escribiría o mejoraría los que te dio Joffre. Volvería a ser programador -sonreí- como cuando tenía veinte años. Pero quisiera participar de alguna otra manera, no sólo como informático.

– Bueno… -titubeó ella-, no lo sé. Tendría que pensarlo. Por supuesto, si dependiera sólo de mí no habría el menor problema. Creo que me gustaría mucho trabajar contigo. Pero las excavaciones están financiadas por el gobierno boliviano…

– Y por empresas privadas -la atajé.

– Sí, y por empresas privadas que buscan desgravar impuestos y hacerse una buena imagen, no convertirse en parte integrante de la excavación.

– Vale. Entonces, ¿qué debo hacer?

– Si sólo es esto -se burló-, entonces me decepcionas. Creí que ocultabas algún secreto interesante.

– Bueno, puede que tenga algún secreto -admití, inclinándome hacia adelante para acercarme más a ella-. O, quizá, dos. ¿Qué te parece?

– Eso está mejor -sonrió abiertamente.

– Mi primer secreto es éste: trabajaría con vosotros sólo mientras tú estuvieras en Bolivia. El tiempo que pasaras aquí en Barcelona, en la universidad, me iría a recorrer el mundo. Voy a convertirme en cazador de leyendas sobre el origen de la humanidad.

– ¡Pero eso es lo que hacen los creacionistas de los que hablaba Gertrude! -se espantó.

– No. Ellos coleccionan pruebas contra la Teoría de la Evolución. Que se encarguen de esa tarea puesto que llevan mucho tiempo haciéndolo. Yo hablaré con gente tan rara como los yatiris. Iré a África, a Asia, a Norteamérica, a Sudamérica, a Australia…

– Ahora entiendo el dibujo que te hizo el chamán de los Toromonas -dejó escapar con los ojos muy abiertos-. ¡El pájaro, naturalmente!

¿Recordaba que a ella le hizo también el mismo dibujo…? Ya veríamos.

– Buscaré por todas partes -continué yo con entusiasmo-, buscaré hasta debajo de las piedras para recoger todas las leyendas que hablen sobre la creación del mundo y de los seres humanos. Estoy convencido de que seré capaz de hacer un estudio muy serio con todo lo que encuentre y de que descubriré coincidencias muy significativas y podré establecer paralelismos interesantes. No olvides que he sido programador de código durante muchos años y que he aprendido a extraer datos a partir de fragmentos dispersos de información. Pero mi problema es que, cuando tenga todo el material, cuando vuelva a Barcelona para trabajar sobre ello, no sabré cómo hacerlo. Volvemos a lo de antes: carezco de la preparación académica. Habrá que sistematizar, ordenar, escribir… Manejo varios lenguajes de programación y puedo escribir millones de instrucciones con ellos, pero no soy capaz de redactar un pequeño ensayo histórico o científico.

Marta me miraba absolutamente sorprendida. Había llegado el momento:

– ¿Por qué no trabajas conmigo, Marta? ¿Por qué no te vienes conmigo?

Ya lo había soltado. Noté que el sudor me resbalaba por la nuca.

Su boca se abrió de par en par.

– ¿Has dicho que me vaya contigo? -balbució al fin.

– Pasaríamos todo el tiempo necesario con Efraín y Gertrude en Bolivia para llevar adelante la excavación de Lakaqullu y ocuparnos del material de la Pirámide del Viajero. Yo podría encargarme de las tareas, digamos, clandestinas -sonreí-, como sacar el cuerpo de Dose Capaca y ocultarlo en algún lugar elegido por vosotros, que conocéis la zona -hablaba sin respirar, sin hacer pausas; hablaba como mi madre-, o de eliminar de la cámara del Viajero toda referencia a la huida de los yatiris a la selva o también de cerrar el túnel de salida donde encontramos la rosquilla de piedra que se ha quedado Efraín. Quizá sería buena idea que pidieras una excedencia en la universidad, o una beca de esas que os dan para investigar. No sé, como tú lo vieras mejor. Así podríamos viajar y visitar a los dogones, los hopi, los navajos… a todos esos pueblos que conservan viejas leyendas sobre el diluvio y la creación del mundo. Medio año en Bolivia y medio año por ahí, recopilando información.

– Pero…

– Además, de este modo, también podría trabajar con Gertrude en el asunto de la cinta con las voces de los Capacas de Qalamana. He descubierto que me intriga mucho el funcionamiento del cerebro, igual que, en su momento, me intrigó el funcionamiento de los ordenadores. De nuevo, claro, carezco de las herramientas necesarias. No soy médico. Pero tampoco sabía nada cuando empecé a programar con un Spectrum y mira cómo he terminado, así que creo que puedo aprender mucho con Gertrude y, si estoy en Bolivia, trabajaremos mejor.

– Arnau…

– Otra cosa que se me ha ocurrido es que podríamos pasar el verano trabajando en Taipikala y el invierno en los otros lugares, de manera que, entre viaje y viaje, tuvieras ocasión de volver a casa para estar con tus hijos. ¿O todavía te necesitan y no puedes dejarlos solos? Porque eso cambiaría un poco los planes y…

– ¡Cállate!

Me quedé mudo de golpe.

– Escucha -dijo ella, llevándose las manos a la cabeza-, creo que estás loco. No sé si entiendo muy bien lo que quieres decir. Hablas en clave y estoy hecha un lío.

Permanecí en silencio, con los labios apretados para que viera que no pensaba decir ni una sola palabra más. En realidad, ya había hecho mi jugada. Un auténtico hacker no revela nunca sus secretos pero, cuando llega el momento de actuar, actúa con firmeza.

– ¿Qué tal si nos vamos a cenar -propuso taladrándome con la mirada- y lo hablamos todo tranquilamente desde el principio mientras nos sirven un montón de cosas que no hemos comido desde hace mucho tiempo? Hay un restaurante muy bueno cerca de aquí.

– Vale -dije-. Pero es un poco pronto. Sólo son las ocho menos cuarto.

– No para nosotros, que todavía vamos con el horario de Bolivia y allí es la hora de comer. Además, te recuerdo que esta mañana, en el avión, no tocamos las bandejas.

Eso era cierto. Pero yo no tenía hambre. Acababa de hacer una de las cosas más difíciles de mi vida y, por lo visto, los problemas aún no se habían terminado. ¿Es que quería que se lo dijera en aymara o qué?

– El chamán de los Toromonas nos dibujó a ambos el mismo pájaro.

– Voy a por mis cosas -dijo, dando un paso rápido hacia la puerta del salón-. Espérame.

Se iba a estropear.

– Escucha -la detuve.

– No, ahora no -rehusó.

– Sí, ahora sí -insistí-. Ven conmigo a buscar viejas historias que pueden contener alguna verdad. Estoy seguro de que nos iría bien. Formamos un buen equipo.

113
{"b":"125402","o":1}