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– ¿Qué mejor manera de morir -farfullaba somnoliento en el aeropuerto de Schiphol- que hacerlo sin enterarse?

Antes de que cada uno de los aviones en los que embarcábamos encendiera los motores y las pastillas hicieran de nuevo su efecto, se despedía amargamente de Proxi, de Marta y de mí (especialmente de Proxi, claro) «por si no volvíamos a vernos». La cosa llegó a tal punto que juré por lo más sagrado que no viajaría con él en avión en lo que me quedaba de vida. Lola no tenía más remedio que aguantarse, pero yo podía ahorrarme tranquilamente aquellas dramáticas situaciones.

Por fin, durante el último vuelo, el que nos llevaría desde Holanda hasta Barcelona, Marta y yo nos sentamos tres filas más atrás que Marc y Lola. Era el momento que había estado esperando para hablar tranquilamente con ella sobre el problema de Daniel:

– ¿Has tomado ya alguna decisión respecto a mi hermano? -le pregunté poco después de que nos sirvieran la bandeja del almuerzo, apenas media hora después de despegar. Hasta entonces habíamos estado charlando sobre ordenadores y me había pedido con mucho interés que le enseñara mi «casa robótica», según sus propias palabras.

No respondió a mi pregunta inmediatamente. Permaneció callada durante unos largos segundos aparentando que ponía toda su atención en los manjares de plástico que teníamos delante. Hubiera preferido, con diferencia, un buen trozo de tucán asado antes que aquellas porquerías. Marta carraspeó.

– Si se cura -murmuró llevándose el tenedor con un poco de ensalada seca a la boca-, me gustaría hablar con él antes de hacer nada.

– Creo que temes que te pida que no le denuncies.

– Estoy segura de que no harías eso.

Sonreí.

– No, no lo haría -confesé, apartando la bandeja y girándome hacia ella todo lo que el estrecho espacio me permitía para poder mirarla-. Pero me gustaría saber qué opciones tienes.

– El robo de material de investigación de un departamento es algo muy serio, Arnau. No creas que me va a resultar fácil tomar una decisión. Todavía no puedo creer que Daniel fuera capaz de coger documentación de mis archivos. Me he preguntado mil veces por qué lo haría. No consigo entenderlo.

– Pues, aunque te cueste creerlo, lo hizo por mí -le expliqué-. No, no por mi culpa ni tampoco por hacerme un favor. Yo también he estado dándole muchas vueltas al asunto y, aunque todos somos ciegos cuando se trata de nuestra propia familia, creo que mi hermano siempre ha sentido una gran rivalidad hacia mí. Celos seguramente, o envidia. No sabría precisar.

– ¿Anhelo de la primogenitura…? -insinuó ella medio en broma medio en serio.

– Anhelo de triunfo fácil, de dinero rápido.

– ¿Ése es tu caso? -se extrañó.

– No, en absoluto. Pero él siempre lo vio así. O quiso verlo así. O se equivocó y lo entendió así. ¿Qué más da…? Lo que cuenta es que para conseguir un gran triunfo con el descubrimiento del poder de las palabras te robó el material de Taipikala.

– Efraín y yo no íbamos tan adelantados como él -admitió, abandonando también la comida después de un par de infructuosos intentos por tragarla.

– Daniel es muy inteligente.

– Lo sé. Los dos hermanos lo sois. El parecido no es sólo físico. Por eso confiaba tanto en él y en sus posibilidades. Pero no puedo pasar por alto lo que hizo. Entiéndelo, soy la jefa del departamento y uno de mis profesores cometió una infracción que, algún día, podría volver a repetir.

– Quizá no -insinué.

Ella volvió a quedarse callada.

– Quizá no -admitió al cabo del rato-, pero soy desconfiada por naturaleza y lo que no puedo ignorar es esa parte del cerebro de Daniel que le permitió entrar en mi despacho y robar el material de mis archivos. Puede que no vuelva a hacerlo, es cierto, pero ¿no hay algo dentro de él que funciona de manera equivocada, algo que siempre que desee alguna cosa ajena a sus posibilidades le diga: «Adelante, ya sabes cómo conseguirlo»?

– Necesitará ayuda -declaré.

– Sí, sí la necesitará. Tiene que volver a aprender que hay reglas y límites, que no todos nuestros deseos son alcanzables y que no hay atajos ni trenes de alta velocidad para llegar hasta donde queremos, que siempre cuesta un gran esfuerzo conseguir las cosas.

– Todos cometemos errores alguna vez.

– Cierto. Por eso necesito saber qué hay en su cabeza antes de tomar cualquier decisión. Quizá también tú deberías sentarte con él y explicarle detalladamente lo mucho que te ha costado tener lo que tienes.

Consideré sus palabras. Claro que pensaba hablar con mi hermano, pero no para contarle mi vida sino para explicarle con contundencia lo que pensaba de la inmensa estupidez que había cometido. Aunque tal vez Marta tenía razón. Quizá resultase más efectivo hacer lo que ella decía, pero ¿cómo sentarme con mi hermano para hablar así de esas cosas? No tenía claro que supiese hacerlo.

– Cambiando de tema… -dijo ella, girándose también todo lo posible en su butaca para quedar encarada hacia mí-. ¿Has pensado que sería mejor que estuviésemos a solas con Daniel cuando tenga que repetirle la frase que me enseñaron los yatiris?

– La recuerdas, ¿verdad? -me alarmé.

– ¡Pues claro que la recuerdo, no seas tonto! ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? Bueno, ¿qué dices de lo de estar a solas con él? Es que creo que me resultaría muy violento ejercer de bruja de la tribu en presencia de tu familia.

Me eché a reír a carcajadas.

– Tranquila -dije al fin-, mi abuela ya se ha encargado de explicarle a todo el mundo que fui al Amazonas a buscar unas hierbas mágicas. También sabe que tiene que encontrar un momento en que la casa de Daniel esté vacía para que podamos ir tú y yo. Ese asunto ya está resuelto.

– ¿Cuántos años tiene tu abuela? -se extrañó-. Debe de ser muy mayor.

– Bueno, ¡ya la conocerás!

Tomamos tierra en Barcelona a las dos del mediodía. La madre de Lola nos estaba esperando en el aeropuerto. Ni Marta ni yo aceptamos su ofrecimiento de llevarnos hasta nuestras casas en su coche. Marc estaba francamente mal y necesitaba acostarse cuanto antes. Nosotros compartiríamos un taxi.

– ¿Nos dirás cómo responde Daniel a la frase de los yatiris? -me preguntó Lola en voz baja mientras nos despedíamos.

– Os llamaré en cuanto lo hayamos hecho. Vaya bien o vaya mal.

– No te olvides de lo que acordamos sobre Ker-Central -articuló costosamente Marc con los ojos vidriosos.

– Mañana mismo pondré el asunto en manos de los asesores -le respondí-. Procura descansar esta noche porque das pena.

– Lo sé, lo sé… -murmuró mientras seguía a la madre de Lola como un corderillo, arrastrando el carrito con el equipaje.

– Llámanos, Root -insistió Proxi con gesto preocupado-. Cuando todo haya pasado quedaremos un día los cuatro a cenar, ¿de acuerdo? -preguntó mirando a Marta.

– Por supuesto -dijo la catedrática sonriendo-. ¿Os habéis dado cuenta de que, mientras estuvimos en la selva, dejasteis de llamaros por vuestros apodos de internautas?

– ¡Qué pena que no seas hacker!. -le respondió Proxi, abrazándola y alejándose después con paso lento tras el maltrecho Jabba y su madre-. Pero, a lo mejor, cuando visites la casa de Arnau, te aficionas.

– ¡Y el «100»! -dijo Marta ampliando la sonrisa-. También quiero conocer el «100».

Proxi levantó una mano en el aire a modo de despedida.

– Bueno -anuncié-, es hora de coger un taxi.

Yo llegué a casa antes que Marta, que vivía en la zona alta, en la Bonanova, de modo que la vi alejarse dentro del vehículo, que dobló por passeig de Gracia hacia arriba.

– Llámame cuando tengamos que ir a ver a Daniel -me dijo antes de despedirnos con la misma cara seria y tranquila de siempre.

Mientras subía en el ascensor me pregunté cuándo la llamaría, cuándo sería el mejor momento para hacerlo. Bueno, me dije, la respuesta era fácil: en cuanto consiguiera poner fin a la bienvenida familiar que me esperaba arriba. La invitaría a cenar esa misma noche… ¿O sería pronto? Bueno, ¿y qué? La llamaría. Quería saber qué pensaba ella de mis proyectos y qué me decía sobre la forma de llevarlos a cabo. De momento, en cuanto se abriera la puerta del ascensor, tendría que afrontar el asunto de las hierbas medicinales.

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