Литмир - Электронная Библиотека

– Déle un descanso a las payasadas -dijo el criminalista-. El enredo de los Sangiácomo tiene más vueltas que un reloj. Mire, yo empecé a atar cabos la tarde que don Anglada y la señora Barcina me contaron la discusión que hubo en lo del Comendador la víspera de la primera muerte. Lo que me dijeron después el finado Ricardo y Mario Bonfanti y usted y el tesorero y el médico confirmó la sospecha. También la carta que el pobre muchacho dejó explicaba todas las cosas. Como decía Ernesto Ponzio:

El destino, que es prolijo,

no da puntada sin nudo.

»Hasta la muerte de Sangiácomo viejo y el librito ese de la máscara del anónimo sirven para entender el misterio. Si yo no lo conociera a don Anglada, sospecharía que había empezado a ver claro. La prueba está que, para contar la muerte de la Pumita, se remontó hasta el desembarco de Sangiácomo viejo en el Rosario. Dios habla por la boca de los sonsos: en esa fecha y en ese lugar empieza realmente la historia. Los de la policía, que son muy noveleros, no descubrieron nada porque pensaban en la Pumita y en Villa Castellammare y en el año 1941. Pero yo, de tanto estar a galpón, me he puesto muy histórico, y me gusta recordar esos tiempos cuando el hombre es joven y todavía no lo han mandado a la cárcel y no le faltan tres nacionales para darse un gusto. La historia, le repito, viene de lejos, y el Comendador es la carta brava. Vaya tomándole el peso al extranjero. En 1921 casi se volvió loco, me dijo don Anglada. Vamos a ver qué le había pasado. Se le murió la señora emigranta que le mandaron de Italia. Apenas la conocía. ¿Usted se figura que un hombre como el Comendador va a volverse loco por eso? Hágase a un lado que voy a escupir. Según el mismo Anglada, también le quitaba el sueño la muerte de su amigo el conde Isidoro Fosco. Eso no lo creo, aunque lo diga el almanaque. El conde era un millonario, un cónsul, y al otro, cuando era basurero, no le daba más que consejos. La muerte de un amigo como ése es más bien un descanso, a no ser que usted lo precise para ablandarlo a golpes. Tampoco en los negocios andaba mal: a todos los ejércitos de italianos los tenía atorados con el ruibarbo que les vendía a precio de alimento, y hasta le habían dado las jinetas de Comendador. Entonces, ¿qué le pasaba? Lo de siempre; amigo: la italiana le jugó sucio con el conde Fosco. Para peor, cuando Sangiácomo descubrió la falsía, los dos ladinos ya se le habían muerto.

»Usted sabe lo vengativos, y hasta rencorosos, que son los calabreses. Ni que fueran escribientes de la 8. El Comendador, ya que no podía vengarse de la mujer ni del farsante de los consejos, se vengó en el hijo de los dos, en Ricardo.

»Un sujeto cualquiera, usted, por ejemplo, en trance de vengarse, hubiera rigoreado un poco al putativo, y san se acabó. A Sangiácomo viejo lo agrandó el odio. Se formó un plan que no se le ocurre ni a Mitre. Como trabajo fino y de aguante, hay que sacarle el sombrero. Planeó toda la vida de Ricardo: destinó los primeros veinte años a la felicidad, los veinte últimos a la ruina. Aunque parezca fábula, nada casual hubo en esa vida. Vamos a empezar por lo que usted entiende: las cosas de mujeres. Ahí tiene la baronesa de Servus y la Sister y la Dolores y la Vicuña; todos esos amoríos el viejo se los preparó sin que él maliciara. Tan luego a usted contarle esas cosas, don Montenegro, que habrá engordado como novillo con las comisiones. Hasta el encuentro con la Pumita parece más preparado que una elección en La Rioja. Con los exámenes de abogado, la misma historia. El muchacho no se esmeraba, y le llovían clasificaciones. En la política ya iba a sucederle lo mismo: con Saponaro en el pescante, nadie la falla. Mire, es matarse: en todo era igual. Acuérdese de los seis mil pesos para amansar a la Dolly Sister; acuérdese del petizo gangoso que le brotó de golpe en Montevideo. Era un elemento del padre: la prueba es que no trató de cobrar los cinco mil de oro que le prestó. Y ahora, tome el caso de la novela. Usted mismo ha dicho hace un rato que Requena y Mario Bonfanti le sirvieron de testaferros. El mismo Requena, la víspera de la muerte de la Pumita, se mandó una agachada: dijo que estaba muy atareado, porque Ricardo iba a concluir la novela. Más claro, echarle agua: el encargado del librito era él. Después Bonfanti le puso unas contrafirmas del tamaño de un huevo de avestruz.

»Así llegamos al año 41. Ricardo creía desempeñarse con libertad, como cualquiera de nosotros, y el hecho es que lo manejaban como a las piezas de ajedrez. Lo habían ennoviado con la Pumita, que era una niña de mérito, bajo cualquier concepto. Todo iba como sobre ruedas, cuando el padre, que había tenido la soberbia de imitar al destino, descubrió que el destino estaba manejándolo a él, tuvo un atraso en la salud; el doctor Castillo le dijo que apenas le quedaba un año de vida. Sobre el nombre del mal, el doctor dirá lo que se le antoje; para mí que tenía, como Tavolara, un pasmo en el corazón. Sangiácomo apuró el baile. En el año que le quedaba, tuvo que amontonar las últimas dichas y todas las calamidades y las penurias. La tarea no le asustó; pero, en la cena del 23 de junio, la Pumita le dio a entender que había descubierto el enredo: claro que no lo dijo directamente. No estaban solos. Le habló de las vistas del biógrafo. Dijo que a un tal Juárez primero le acumulaban triunfos y después lo enyetan. Sangiácomo quiso hablar de otra cosa; ella volvió a la carga y repitió que hay vidas en las que no sucede nada por casualidad. Sacó también a relucir la libreta en que el viejo escribía su diario; lo dijo para darle a entender que la había leído. Sangiácomo, para estar bien seguro, le tendió una celada: trajo a cuento una sabandija de barro, que un ruso le mostró en una valija y que él tenía guardada en el escritorio, en el mismo cajón de la libreta. Mintió que la sabandija era un león; la Pumita, que sabía que era una víbora, pegó un respingo: de puro celosa, le había andado en los cajones al viejo, buscando cartas de Ricardo. Ahí encontró la libreta y, como era muy estudiosa, la leyó y se enteró del plan. En la conversación de esa noche cometió muchas imprudencias: la más grave fue decir que el día siguiente iba a hablar con Ricardo. El viejo, para salvar el plan que había construido con un odio tan esmerado, decidió matar a la Pumita. Le puso veneno en el remedio que tomaba para dormir. Usted se acordará que Ricardo había dicho que el remedio estaba en la cómoda. No había dificultad para entrar en el dormitorio. Todas las piezas daban al corredor de las estatuas.

»Le mentaré otros aspectos de la conversación de esa noche. La moza le pidió a Ricardo que atrasara unos años la publicación de la novelita. Sangiácomo se le retobó francamente, quería que la novelita saliera, para repartir en seguida un folleto que mostrara que era toda copia. Para mí que el folleto lo escribió Anglada, la vez que dijo que se quedaba para componer la historia del cinematógrafo. Aquí mismo anunció que algún entendido iba a fijarse que la novela de Ricardo estaba copiada.

» Como la ley no permitía desheredar a Ricardo, el Comendador prefirió perder su fortuna. La parte de Requena la puso en cédulas, que por más que no rindan mucho son seguras; la de Ricardo la puso en el subterráneo: basta ver la ganancia que daba, para saber que era una inversión peligrosa. Croce lo robaba sin asco: el Comendador lo dejó para estar bien tranquilo de que Ricardo no tendría nunca ese dinero.

»Muy pronto la plata empezó a ralear. A Bonfanti le cortaron el sueldo; a la baronesa la sacaron como chijete; Ricardo tuvo que vender los petizos de polo.

»¡Pobre mozo, que nunca había andado en la mala! Para entonarse fue a visitar a la baronesa; ella, despechaba porque le había fallado el sablazo, lo puso como un suelo y le juró que, si alguna vez había tenido amores con él, fue porque el padre le pagaba. Ricardo vio cambiar su destino, y no comprendía. En esa confusión tan grande tuvo un presentimiento: fue a interrogar a la Dolly Sister y a la Evans; las dos reconocieron que si antes lo habían recibido fue por causa de una contrata que tenían con el padre. Luego lo vio a usted, Montenegro. Usted confesó que le había apalabrado todas esas mujeres, y otras. ¿No es verdad?

20
{"b":"125389","o":1}