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»Más vale favor que justicia: a la semana de la publicación de La espada, etc., don José María Pemán dio al papel un encomio, a no dudar engolosinado por ciertos arrequives y galanuras que no se le ocultaron al muy certero y que no se compadecen con lo ramplón de la sintaxis de Requena y con su desmayado vocabulario. La buena fortuna le bailaba el agua delante, pero Ricardo, desconsiderado y monótono, se empecinaba en estérilmente plañir el deceso de la Pumita. Ya le oigo a usted murmujear para su coleto: Dejad que los muertos entierren a sus muertos. Sin enfrascarnos por ahora en disputaciones inútiles sobre la validez del versículo, puntualizaré que yo mismo sugerí a Ricardo la necesidad, más aún, la conveniencia, de cancelar la cuita inmediata y recabar conforte en las fuentes muníficas del pasado, arsenal y aparador de todo rebrote. Le sugerí que reviviera alguna aventurilla carnal, anterior al advenimiento de la Pumita. Consejo de Oldrado, pleito ganado: sus y manos a la obra. En menos que tose un viejo, nuestro Ricardo, redivivo y jovial, tripulaba el ascensor de la residencia de la baronesa de Servus. Reportero de raza, no le escatimo el pormenor auténtico, el nombre propio. La historia, por otra parte, sintomatiza el refinado primitivismo que es monopolio incuestionable de la gran dama teutónica. El primer acto se desliza en una tribuna acuática, anfibia, en esa candorosa primavera de 1937. Nuestro Ricardo avizoraba con un distraído prismático los altibajos de una regata preliminar, femenina: las walkirias del Ruderverein contra las colombinas del Neptunia. De súbito el cristal meterete se detiene; queda boquiabierto: absorbe sediento la grácil y garrida figura de la baronesa de Servus, jineta en su clinker. Esa misma tarde, un número obsoleto del Gráfico fue mutilado; esa noche, una efigie de la baronesa, realzada por la fidelidad del dobermann pinscher, presidió el insomnio del joven. Una semana después, Ricardo me dijo: "Una francesa loca me está pudriendo por teléfono. Para que se deje de secar voy a verla." Como usted ve, repito los ipsissima verba del interfecto. Bosquejo la primeriza noche de amor: llega Ricardo a la residencia de marras; asciende, vertical, en el ascensor; le introducen a un saloncete íntimo; le dejan; de súbito se apaga la luz; dos conjeturas tironean la mente del imberbe: un cortocircuito, un secuestro. Ya gimotea, ya se plañe, ya maldice la hora en que vio la luz, ya extiende los brazos; una voz cansada le impetra con dulce autoridad. La sombra es grata y el diván es propicio. La Aurora, mujer al fin, le devolvió la vista. No postergaré la revelación, Parodi amicísimo: Ricardo se desperezó en los brazos de la baronesa de Servus.

»Su vida de usted y la mía, más apoltronadas, más sedentarias, quizá más reflexivas, por ende prescinden de lances de esa estofa; en la vida de Ricardo pululan.

»Éste, cariacontecido por la muerte de la Pumita, busca a la baronesa. Severo, pero justo, fue nuestro Gregorio Martínez Sierra cuando estampó aquello de que la mujer es una esfinge moderna. Por de contado que usted no exigirá de mi hidalguía que yo refiera punto por punto el diálogo de la gran dama tornadiza y del importuno galán que la quería rebajar a paño de lágrimas. Esas hablillas, esa cocina chismográfica bien están en manos de zafios novelistas afrancesados, que no de pesquisidores de la verdad. Además, no sé de qué hablaron. El hecho es que a la media hora, Ricardo, conejuno y alicaído, bajaba en el mismo ascensor Otis que otrora le encumbró tan ufano. Aquí empieza la trágica zarabanda, aquí principia, aquí da comienzo. ¡Que te pierdes, Ricardo, que te despeñas! ¡Guay, que ya ruedas por la sima de tu locura! No le escamotearé ninguna etapa de la incomprensible vía crucis: luego de departir con la baronesa, Ricardo fue a casa de Miss Dollie Vavassour, una deleznable cómica de la legua, a la que ningún lazo le ataba y de quien sé que estuvo amancebada con él. Usted farfullará su enojo, Parodi, si me rezago, si me alongo, en esta mujerzuela baladí. Un solo trozo basta para pintarla de cuerpo entero, tuve con ella la atención de mandarle mi Ya todo lo dijo Góngora, avalorado por una dedicatoria de puño y letra y por mi firma ológrafa; la muy grosera me dio la callada por respuesta, sin que la ablandaran mis envíos de confites, de pastas y de jarabes, a los que sobreañadí mi Rebusco de aragonesismos en algunos folletos de J. Cejador y Frauca, en ejemplar de lujo y portado a su domicilio particular por las Mensajerías Gran Splendid. Me devano los sesos preguntando y repreguntando qué aberración, qué bancarrota moral indujo a Ricardo a dirigir sus pasos a esa madriguera, que yo me jacto de ignorar y que es el notorio y público precio de quién sabe qué complacencias. En el pecado está el castigo: Ricardo, al cabo de una plática desolada con esa anglosajona, salió huidizo y disminuido a la calle mascando y remascando el amargo fruto de la derrota, abanicado el altanero chambergo por los aletazos insanos de la locura. Próximo aún a la casa de la extranjera -en Juncal y Esmeralda, para no desdeñar el brochazo urbano-, tuvo un arresto varonil; no vaciló en abordar un taxi, que muy luego le depositó frente a una pensión familiar, en Maipú al 900. Buen céfiro insuflaba sus velas: en ese recoleto asilo, que el rebaño transeúnte motorizado por el dios Dólar tal vez no señala con el dedo, habitaba y habita Miss Amy Evans: mujer que, sin abdicar su femineidad, baraja horizontes, husmea climas, y, para decirlo todo en una palabra, trabaja en un consorcio interamericano, cuya cabeza local es Gervasio Montenegro, y cuyo loado propósito es fomentar la migración de la mujer sudamericana -"nuestra hermana latina", que dice garbosamente Miss Evans-, a Salt Lake City y a las verdes granjas que la ciñen. El tiempo de Miss Evans es un Perú. No embargante, esta dama hurtó un mauvais quart d'heure a los apremios de la estafeta y recibió con toda altura al amigo que, tras la quimera de un noviazgo frustrado, había esquivado el bulto a sus fuegos. Diez minutos de cháchara con Miss Evans bastan para vigorar el temple más feble [3]; Ricardo, ¡pesia!, ganó el ascensor descendente con el ánimo por el suelo y con la palabra suicidio grabada claramente en los ojos, a la vista y paciencia del zahorí que la descifrara.

»En horas de negra melancolía no hay farmacopea que valga la simple y reiterada Naturaleza, que, atenta a los reclamos de abril, se desborda profusa y veraneante por las llanadas y congostos. Ricardo, amaestrado por los reveses, buscó la soledad campesina, marchó sin detenciones a Avellaneda. La vieja casona de los Montenegro abrió sus cortinadas puertas vidrieras para recibirle. El anfitrión, que en achaques de hospitalidad es mucho hombre, aceptó un Corona extralargo, y, entre pitada y pitada, chanza va y chanza viene, parló como un oráculo, y dijo tantas y tales cosas que nuestro Ricardo, apesadumbrado y mohíno, hubo de contramarchar a Villa Castellammare, que no corriera más ligero si veinte mil feísimos demonios le persiguiesen.

»Sombríos antecámaras de la locura, salas de espera del suicidio: Ricardo, esa noche, no departe con quien pudiera alzaprimarle, con un camarada, un filólogo: se empoza en el primero de una luenga serie de conciliábulos con ese desmantelado Croce, más árido y reseco que el álgebra de su contabilidad.

»Tres días malgastó nuestro Ricardo en esas peroratas malsanas. El viernes tuvo un destello de lucidez: apareció de motu proprio en mi dormitorio-bufete. Yo, para desapestarle el ánima, le invité a corregir las pruebas de galeras de mi reedición de Ariel, de Rodó, maestro que, al decir de González Blanco, "supera a Valera en flexibilidad, a Pérez Galdós en elegancia, a la Pardo Bazán en exquisitez, a Pereda en modernidad, a Valle Inclán en doctrina, a Azorín en espíritu crítico"; barrunto que otro que yo hubiera recetado a Ricardo una papilla al uso, que no ese tuétano de león. Sin embargo, pocos minutos de magnetizante labor fueron bastantes para que el extinto se despidiera, campechano y gustoso. No había concluido yo de calzarme las antiparras para proseguir la fajina, cuando, del otro lado de la rotonda, retumbó el balazo fatídico.

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[3] A veces Mario es atacante. (Nota cedida por Doña Mariana Ruiz Villalba de Anglada.)

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