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– Bueno, ahora sí.

A las diez de la noche, tembloroso y con los labios mordidos para no llorar, fui cargado de cajas de chocolates suizos, turrones y caramelos, y una canasta de rosas ardientes para cubrir la cama. La puerta estaba entreabierta, las luces encendidas y en el radio se diluía a medio volumen la sonata número uno para violín y piano de Brahms. Delgadina en la cama estaba tan radiante y distinta que me costó trabajo reconocerla.

Había crecido, pero no se le notaba en la estatura sino en una madurez intensa que la hacía parecer con dos o tres años más, y más desnuda que nunca. Sus pómulos altos, la piel tostada por soles de mar bravo, los labios finos y el cabello corto y rizado le infundían a su rostro el resplandor andrógino del Apolo de Praxíteles. Pero no había equívoco posible, porque sus senos habían crecido hasta el punto de que no me cabían en la mano, sus caderas habían acabado de formarse y sus huesos se habían vuelto más firmes y armónicos. Me encantaron aquellos aciertos de la naturaleza, pero me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía nada que ver con el amor. Sin embargo, lo que me sacó de quicio fue la fortuna que llevaba encima: pendientes de oro con gajos de esmeraldas, un collar de perlas naturales, una pulsera de oro con resplandores de diamantes, y anillos con piedras legítimas en todos los dedos. En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y bordados, y las zapatillas de raso. Un vapor raro me subió de las entrañas.

– ¡Puta! -grité.

Pues el diablo me sopló en el oído un pensamiento siniestro. Y fue así: la noche del crimen Rosa Cabarcas no debió tener tiempo ni serenidad para prevenir a la niña, y la policía la encontró en el cuarto, sola, menor de edad y sin coartada. Nadie igual a Rosa Cabarcas para una situación como aquélla: le vendió la virginidad de la niña a alguno de sus grandes cacaos a cambio de que a ella la sacaran limpia del crimen. Lo primero, claro, fue desaparecer mientras se aplacaba el escándalo. ¡Qué maravilla! Una luna de miel para tres, ellos dos en la cama, y Rosa Cabarcas en una terraza de lujo disfrutando de su impunidad feliz. Ciego de una furia insensata, fui reventando contra las paredes cada cosa del cuarto: las lámparas, el radio, el ventilador, los espejos, las jarras, los vasos. Lo hice sin prisa, pero sin pausas, con un grande estropicio y una embriaguez metódica que me salvó la vida. La niña dio un salto al primer estallido, pero no me miró sino que se enroscó de espaldas a mí, y así permaneció con espasmos entrecortados hasta que cesó el estropicio. Las gallinas en el patio y los perros de la madrugada aumentaron el escándalo. Con la cegadora lucidez de la cólera tuve la inspiración final de prenderle fuego a la casa, cuando apareció en la puerta la figura impasible de Rosa Cabarcas en camisa de dormir. No dijo nada. Hizo con la vista el inventario del desastre, y comprobó que la niña estaba enroscada sobre sí misma como un caracol y con la cabeza escondida entre los brazos: aterrada pero intacta.

– ¡Dios mío! -exclamó Rosa Cabarcas-. ¡Qué no hubiera dado yo por un amor como éste!

Me midió de cuerpo entero con una mirada de misericordia, y me ordenó: Vamos. La seguí hasta la casa, me sirvió un vaso de agua en silencio, me hizo una seña de que me sentara frente a ella, y me puso en confesión. Bueno, me dijo, ahora pórtate como un adulto, y cuéntame: ¿qué te pasa?

Le conté con lo que tenía como mi verdad revelada. Rosa Cabarcas me escuchó en silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he dicho que los celos saben más que la verdad. Y entonces me contó la realidad sin reservas. En efecto, dijo, en su ofuscación de la noche del crimen, se había olvidado de la niña dormida en el cuarto. Uno de sus clientes, abogado del muerto, además, repartió prebendas y sobornos a cuatro manos, e invitó a Rosa Cabarcas a un hotel de reposo de Cartagena de Indias, mientras se disipaba el escándalo. Créeme, dijo Rosa Cabarcas, que en todo este tiempo no dejé de pensar ni un momento en ti y en la niña. Volví antier y lo primero que hice fue llamarte por teléfono, pero nadie contestó. En cambio la niña vino enseguida, y en tan mal estado que te la bañé, te la vestí y te la mandé al salón de belleza con la orden de que la arreglaran como una reina. Ya viste cómo: perfecta. ¿La ropa de lujo? Son los trajes que les alquilo a mis pupilas más pobres cuando tienen que ir a bailar con sus clientes. ¿Las joyas? Son las mías, dijo: Basta con tocarlas para darse cuenta de que son diamantes de vidrio y estoperoles de hojalata. De modo que no jodas, concluyó: Anda, despiértala, pídele perdón, y hazte cargo de ella de una vez. Nadie merece ser más feliz que ustedes.

Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la razón. ¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las entrañas. ¡Eso es lo que son ustedes!, grité: ¡Putas de mierda! No quiero saber nada más de tí, ni de ninguna otra guaricha en el mundo, y menos de ella. Le hice desde la puerta una señal de adiós para siempre. Rosa Cabarcas no lo dudó.

– Vete con Dios -me dijo con un rictus de tristeza, y volvió a su vida real-. De todos modos te pasaré la cuenta del desmadre que me hiciste en el cuarto.

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Leyendo Los idus de marzo encontré una frase siniestra que el autor atribuye a Julio César: Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. No pude comprobar su verdadero origen en la propia obra de Julio César ni en las obras de sus biógrafos, desde Suetonio hasta Carcopino, pero valió la pena conocerla. Su fatalismo aplicado al curso de mi vida en los meses siguientes fue lo que me dio la determinación que me hacía falta no sólo para escribir esta memoria, sino para empezarla sin pudores con el amor de Delgadina.

No tenía un instante de sosiego, apenas si probaba bocado y perdí tanto peso que no se me tenían los pantalones en la cintura. Los dolores erráticos se me quedaron en los huesos, cambiaba de ánimo sin razón, pasaba las noches en un estado de deslumbramiento que no me permitía leer ni escuchar música, y en cambio se me iba el día cabeceando por una somnolencia sonsa que no servía para dormir.

El alivio me cayó del cielo. En la atestada góndola de Loma Fresca una vecina de asiento que no había visto subir me susurró al oído: ¿Todavía tiras? Era Casilda Armenia, un viejo amor de a tres por cinco que me había soportado como cliente asiduo desde que era una adolescente altiva. Una vez retirada, medio enferma y sin un clavo, se había casado con un hortelano chino que le dio nombre y apoyo, y quizás un poco de amor. A los setenta y tres años tenía el peso de siempre, seguía bella y de carácter fuerte, y conservaba intacto el desparpajo del oficio.

Me llevó a su casa, una huerta de chinos en una colina de la carretera al mar. Nos sentamos en las sillas de playa de la terraza umbría, entre helechos y frondas de astromelias, y jaulas de pájaros colgadas en el alero. En la falda de la colina se veían los hortelanos chinos con sombreros de cono sembrando las hortalizas bajo el sol abrasante, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza con los dos tajamares de rocas que canalizan el río varias leguas en el mar. Mientras conversábamos vimos entrar un trasatlántico blanco por la desembocadura y lo seguimos callados hasta oír su bramido de toro lúgubre en el puerto fluvial. Ella suspiró. ¿Te das cuenta? En más de medio siglo es la primera vez que no te recibo la visita en la cama. Ya somos otros, dije. Ella prosiguió sin oírme: Cada vez que dicen cosas de ti en el radio, que te elogian por el cariño que te tiene la gente y te llaman maestro del amor, imagínate, pienso que nadie te conoció tus gracias y tus mañas tan bien como yo. En serio, dijo, nadie hubiera podido soportarte mejor.

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