– Nadie -dijo la voz.
Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética. Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.
Mi entrada al periódico en mameluco y mal afeitado despertó ciertas dudas sobre mi estado mental. La casa remodelada, con cabinas individuales de vidrio y luces cenitales, parecía una clínica de maternidad. El clima artificial callado y confortable invitaba a hablar en susurros y caminar en puntillas. En el vestíbulo, como virreyes muertos, estaban los retratos al óleo de los tres directores vitalicios y las fotografías de visitantes ilustres. La enorme sala principal estaba presidida por la fotografía gigantesca de la redacción actual tomada la tarde de mi cumpleaños. No pude evitar la comparación mental con la otra de mis treinta años, y una vez más comprobé con horror que se envejece más y peor en los retratos que en la realidad. La secretaria que me había besado la tarde del cumpleaños me preguntó si estaba enfermo. Fui feliz de contestarle la verdad para que no la creyera: Enfermo de amor. Ella dijo: ¡Lástima que no sea por mí! Yo le correspondí el cumplido: No esté tan segura.
El redactor judicial salió de su cabina gritando que había dos cadáveres de muchachas sin identificar en el anfiteatro municipal. Le pregunté asustado: ¿De qué edad? Jóvenes, dijo él. Pueden ser refugiadas del interior perseguidas hasta aquí por matones del régimen. Respiré aliviado. La situación nos invade en silencio como una mancha de sangre, dije. El redactor judicial, ya lejos, gritó:
– De sangre no, maestro, de mierda.
Algo peor me ocurrió días después, cuando una muchacha instantánea con una canasta igual a la del gato pasó como un escalofrío frente a la librería Mundo. La perseguí a codazos por entre la muchedumbre en el fragor de las doce del día. Era muy bella, de trancos largos y con una fluidez para abrirse camino entre el gentío que me costó trabajo alcanzarla. Por fin la rebasé y la miré de frente. Ella me apartó con la mano sin detenerse ni pedir perdón. No era la que creía, pero su altivez me dolió como si lo fuera. Comprendí entonces que no sería capaz de reconocer a Delgadina despierta y vestida, ni ella podía saber quién era yo si nunca me había visto. En un acto de locura tejí durante tres días doce pares de zapatitos azules y rosados para recién nacidos, tratando de darme valor para no escuchar, ni cantar, ni recordar las canciones que me recordaban a ella.
La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar conciencia de la vejez por mis flaquezas frente al amor. Una prueba todavía más dramática la tuve cuando un autobús de servicio público arrolló una ciclista en el puro centro comercial. Acababan de llevársela en una ambulancia y la magnitud de la tragedia se apreciaba por el estado de chatarra en que quedó la bicicleta sobre un charco de sangre viva. Pero mi impresión no fue tanta por los destrozos de la bicicleta como por la marca, el modelo y el color. No podía ser otra que la que yo mismo le había regalado a Delgadina.
Los testigos coincidieron en que la ciclista herida era muy joven, alta y delgada, y con el cabello corto y rizado. Aturdido, tomé el primer taxi que pasó, y me hice llevar al hospital de Caridad, un viejo edificio de muros ocres que parecía una cárcel encallada en un arenal. Necesité media hora para entrar, y otra más para salir de un patio fragante de árboles frutales donde una mujer atribulada se me atravesó en el camino, me miró a los ojos y exclamó:
– Yo soy la que no buscas.
Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del manicomio municipal. Tuve que identificarme como periodista ante la dirección del hospital para que un enfermero me condujera al pabellón de urgencias. En elcuaderno de ingresos estaban los datos: Rosalba Ríos, dieciséis años, sin oficio conocido. Diagnóstico: conmoción cerebral. Pronóstico: reservado. Pregunté al jefe del pabellón si podía verla, con la esperanza íntima de que me dijeran que no, pero me llevaron encantados por si quería escribir sobre el estado de abandono del hospital.
Atravesamos una sala abigarrada con un fuerte olor de ácido fénico y los enfermos apelotonados en las camas. Al fondo, en un cuarto solo, tendida en una camilla metálica, estaba la que buscábamos. Tenía el cráneo cubierto de vendas, la cara indescifrable, gonfia y amoratada, pero me bastó con verle los pies para saber que no era. Sólo entonces se me ocurrió preguntarme: ¿Qué habría hecho yo si hubiera sido ella?
Todavía enredado en las telarañas de la noche tuve el valor de ir el día siguiente a la fábrica de camisas donde Rosa Cabarcas había dicho alguna vez que trabajaba la niña, y le pedí al propietario que nos mostrara sus instalaciones como modelo para un proyecto continental de las Naciones Unidas. Era un libanés paquidérmico y taciturno, que nos abrió las puertas de su reino con la ilusión de ser un ejemplo universal.
Trescientas jóvenes de blusas blancas con la ceniza del miércoles en la frente cosían botones en la vasta nave iluminada. Cuando nos vieron entrar se irguieron como colegialas y nos observaron de reojo mientras el gerente explicaba sus aportes al arte inmemorial de pegar botones. Yo escrutaba las caras de cada una, con el pavor de descubrir a Delgadina vestida y despierta. Pero fue una de ellas la que me descubrió a mí con la mirada temible de la admiración sin clemencia:
– Dígame, señor: ¿no es usted el que escribe las cartas de amor en el periódico?
Nunca me hubiera imaginado que una niña dormida pudiera causar en uno semejantes estragos. Escapé de la fábrica sin despedirme ni pensar siquiera si alguna de aquellas vírgenes de purgatorio era por fin la que buscaba. Cuando salí de ahí, el único sentimiento que me quedaba en la vida eran las ganas de llorar.
Rosa Cabarcas llamó al cabo de un mes con una explicación increíble: se había tomado un merecido descanso en Cartagena de Indias, después del asesinato del banquero. No le creí, desde luego, pero la felicité por su suerte y la dejé explayarse en su mentira antes de hacerle la pregunta que me borboritaba en el corazón:
– ¿Y ella?
Rosa Cabarcas hizo un silencio largo. Ahí está, dijo al fin, pero su voz se hizo evasiva: Hay que esperar un tiempo. ¿Cuánto? Ni idea, ya te avisaré. Sentí que se me iba y la paré en seco: Espérate, dame alguna luz. No hay luz, dijo ella, y concluyó: Ten cuidado, puedes perjudicarte tú, y sobre todo, perjudicarla a ella. Yo no estaba para esa clase de remilgos. Le supliqué aunque fuera una oportunidad de acercarme a la verdad. Al fin y al cabo, le dije, somos cómplices. Ella no dio un paso más. Cálmate, me dijo, la niña está bien y esperando que la llame, pero ahora mismo no hay nada que hacer ni voy a decir nada más. Adiós.
Me quedé con el teléfono en la mano sin saber por dónde seguir, pues también la conocía bastante para pensar que no conseguiría nada de ella si no era por las buenas. Después del mediodía me di una vuelta furtiva por su casa, más confiado en la casualidad que en la razón, y la encontré todavía cerrada y con los sellos de la Sanidad. Pensé que Rosa Cabarcas me había telefoneado de otra parte, tal vez de otra ciudad, y la sola idea me llenó de presagios turbios. No obstante, a las seis de la tarde, cuando menos lo esperaba, me soltó por teléfono mi propio santo y seña: