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Mis únicos viajes fueron cuatro a los Juegos Florales de Cartagena de Indias, antes de mis treinta años, y una mala noche en lancha de motor, invitado por Sacramento Montiel a la inauguración de un burdel suyo en Santa Marta. En cuanto a mi vida doméstica, soy de poco comer y de gustos fáciles. Cuando Damiana se hizo vieja no se volvió a cocinar en casa, y mi única comida regular desde entonces ha sido la tortilla de papas en el café Roma después del cierre del periódico.

Así que la víspera de mis noventa años me que dé sin almorzar y no pude concentrarme en la lectura a la espera de noticias de Rosa Cabarcas. Las chicharras pitaban a reventar en el calor de las dos, y las vueltas del sol por las ventanas abiertas me forzaron a cambiar tres veces el lugar de la hamaca. Siempre me pareció que por los días de mi aniversario estaba el más caliente del año, y había aprendido a soportarlo, pero el humor de aquel día no me dio para tanto. A las cuatro traté de apaciguarme con las seis suites para chelo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casáis. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito me dejaron en un estado de la peor postración. Me adormecí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono, y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que querías, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años. No me importa cambiar pañales, le dije en chanza sin entender sus motivos. No es por ti, dijo ella, pero ¿quién va a pagar por mí los tres años de cárcel?

Nadie iba a pagarlos, pero ella menos que nadie, por supuesto. Recogía su cosecha entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo. De modo que sus escrúpulos de última hora sólo debían ser para sacar ventajas de sus favores: más caros cuanto más punibles. El diferendo se arregló con el aumento de dos pesos en los servicios, y acordamos que a las diez de la noche yo estuviera en su casa con cinco pesos en efectivo y por adelantado. Ni un minuto antes, pues la niña tenía que darles de comer y dormir a sus hermanos menores, y acostar a su madre baldada por el reumatismo.

Faltaban cuatro horas. A medida que discurrían, el corazón se me iba llenando de una espuma acida que me estorbaba para respirar. Hice un esfuerzo estéril por pastorear el tiempo con los trámites de la vestimenta. Nada nuevo por cierto, si hasta Damiana dice que me visto con el ritual de un señor obispo. Me corté con la navaja barbera, tuve que esperar a que se refrescara el agua de la ducha recalentada por el sol en la tubería, y el esfuerzo simple de secarme con la toalla me hizo sudar de nuevo. Me vestí de acuerdo con la ventura de la noche: el traje de lino blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de seda china, los botines remozados con blanco de zinc, y el reloj de oro coronario con la leontina abrochada en el ojal de la solapa. Al final doblé hacia dentro las bocapiernas de los pantalones para que no se notara que he disminuido un jeme.

Tengo fama de cicatero porque nadie puede imaginarse que sea tan pobre si vivo donde vivo, y la verdad es que una noche como aquélla estaba muy por encima de mis recursos. Del cofre de los ahorros transpuesto debajo de la cama saqué dos pesos para alquiler del cuarto, cuatro para la dueña, tres para la niña y cinco de reserva para mi cena y otros gastos menudos. O sea, los catorce pesos que me paga el periódico por un mes de notas dominicales. Los escondí en un bolsillo secreto de la pretina y me perfumé con el fumigador de Agua de Florida de Lanman amp; Kemp-Barclay amp; Co. Entonces sentí el zarpazo del pánico y a la primera campanada de las ocho bajé a tientas las escaleras en tinieblas, sudando de miedo, y salí a la noche radiante de mis vísperas.

Había refrescado. Grupos de hombres solos discutían a gritos sobre fútbol en el paseo Colón, entre los taxis parados en batería al centro de la calzada. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido bajo la alameda de matarratones floridos. Una de las putitas pobres que cazan clientes de solemnidad en la calle de los Notarios me pidió el cigarrillo de siempre, y le contesté lo mismo de siempre: Dejé de fumar hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días. Al pasar frente a El Alambre de Oro me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino más viejo y peor vestido.

Poco antes de las diez abordé un taxi y le pedí al chofer que me llevara al Cementerio Universal para que no supiera adonde iba en realidad. Me miró divertido por el espejo, y me dijo: No me dé estos sustos, don sabio, ojalá Dios me mantuviera tan vivo como a usted. Nos bajamos juntos frente al cementerio porque él no tenía moneda suelta y tuvimos que cambiar en La Tumba, una cantina indigente donde lloran a sus muertos los borrachitos de la madrugada. Cuando arreglamos cuentas el chofer me dijo en serio: Tenga cuidado, don, que ya la casa de Rosa Cabarcas no es ni sombra de lo que fue. No pude menos que darle las gracias, convencido como todo el mundo de que no había ningún secreto bajo el cielo para los choferes del paseo Colón.

Me adentré en un barrio de pobres que no tenía nada que ver con el que conocí en mis tiempos. Eran las mismas calles amplias de arenas calientes, con casas de puertas abiertas, paredes de tablas sin cepillar, techos de palma amarga y patios de cascajo. Pero su gente había perdido el sosiego. En la mayoría de las casas había parrandas de viernes cuyos bombos y platillos repercutían en las entrañas. Cualquiera podía entrar por cincuenta centavos en la fiesta que le gustara más, pero también podía quedarse bailando de gorra en los sardineles. Yo caminaba ansioso de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba sentado en el portón de una casa de vecindad.

– Adiós, doctor -me gritó con todo el corazón-, ¡feliz polvo!

¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.

No parecía la misma. Había sido la mama santa más discreta y por lo mismo la más conocida. Una mujer de gran tamaño que queríamos coronar como sargenta de bomberos, tanto por la corpulencia como por la eficacia para apagar las candelas de la parroquia. Pero la soledad le había disminuido el cuerpo, le había avellanado la piel y afilado la voz con tanto ingenio que parecía una niña vieja. De antes sólo le quedaban los dientes perfectos, con uno que se había hecho forrar de oro por coquetería. Guardaba un luto cerrado por el marido muerto a los cincuenta años de vida común, y lo aumentó con una especie de bonete negro por la muerte del hijo único que la ayudaba en sus entuertos. Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole.

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