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Pero, en las tardes de la última vejez se acordaba de la inmortal Castorina, muerta quien sabía cuando, que había sucedido desde las esquinas miserables del muelle fluvial hasta el trono sagrado de mamasanta mayor, con un parche de pirata en el ojo perdido en el pleito de cantina. Su último machucante de planta, un negro feliz de Camagüey a quien llamaba Jonás el Galeote, había sido un trompetista de los grandes en La Habana hasta que perdió la sonrisa completa en una catástrofe de trenes.

Al salir de aquella visita amarga sentí una punzada en el corazón que no había logrado aliviar en tres días con toda clase de pócimas caseras. El médico al que acudí de urgencia, miembro de una estirpe de insignes, era nieto del que me vio a mis cuarenta y dos años, y me asustó que pareciera el mismo, pues estaba tan envejecido como su abuelo a los setenta, por una calvicie prematura, unos lentes de miope sin regreso y una tristeza inconsolable. Me hizo un examen minucioso de cuerpo entero con una concentración de orfebre. Me auscultó el pecho y la espalda, y me revisó la presión arterial, los reflejos de la rodilla, el fondo del ojo, el color del párpado inferior. En las pausas, mientras yo cambiaba de posición en la mesa de reconocimiento, me hacía preguntas tan vagas y rápidas que apenas si me daban tiempo de pensar las respuestas. Al cabo de una hora me miró con una sonrisa feliz. Bueno, dijo, creo que no tengo nada que hacer por usted. ¿Qué quiere decir? Que su estado es el mejor posible a su edad. Qué curioso, le dije, lo mismo me dijo su abuelo cuando yo tenía cuarenta y dos años, como si el tiempo no pasara. Siempre encontrará uno que se lo diga, dijo, porque siempre tendrá una edad. Yo, provocándolo para una sentencia aterradora, le dije: La única definitiva es la muerte. Sí, dijo él, pero no es fácil llegar a ella en tan buen estado como usted. Siento de veras no poder complacerlo.

Eran recuerdos nobles, pero la víspera del 29 de agosto sentí el peso inmenso del siglo que me esperaba impasible cuando subí con pasos de hierro las escaleras de mi casa. Entonces volví a ver una vez más a Florina de Dios, mi madre, en mi cama que había sido la suya hasta su muerte, y me hizo la misma bendición de la última vez que la vi, dos horas antes de morir. Trastornado por la conmoción lo entendí como el anuncio final, y llamé a Rosa Cabarcas para que me llevara a mi niña aquella misma noche, en previsión de que no se cumpliera mi ilusión de sobrevivir hasta el último aliento de mis noventa años. Volví a llamarla a las ocho, y una vez más repitió que no era posible. Tiene que serlo, a cualquier precio, le grité aterrorizado. Colgó sin despedirse, pero quince minutos después volvió a llamar:

– Bueno, aquí la tienes.

Llegué a las diez y veinte de la noche, y le di a Rosa Cabarcas las últimas cartas de mi vida, con mis disposiciones sobre la niña después de mi final terrible. Ella pensó que me había impresionado con el acuchillado y me dijo con aires de burla: Si te vas a morir que no sea aquí, imagínate. Pero yo le dije: Di que me atropello el tren de Puerto Colombia, ese pobre cacharro de lástima incapaz de matar a nadie.

Preparado para todo aquella noche, me acosté bocarriba a la espera del dolor final en el primer instante de mis noventa y un años. Oí campanas distantes, sentí la fragancia del alma de Delgadina dormida de costado, oí un grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba. Entonces apagué la luz con el último aliento, entrelacé mis dedos con los suyos para llevármela de la mano, y conté las doce campanadas de las doce con mis doce lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años.

Mis primeras palabras fueron para Rosa Cabarcas: Te compro la casa, toda, con la tienda y el huerto. Ella me dijo: Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera primero se queda con todo lo del otro, firmado ante notario. No, porque si yo me muero, todo debería ser para ella. Es igual, dijo Rosa Cabarcas, yo me hago cargo de la niña y después le dejo todo, lo tuyo y lo mío; no tengo a nadie más en este mundo. Mientras tanto, remodelamos tu cuarto con buenos servicios, aire acondicionado, y tus libros y tu música.

– ¿Crees que ella estará de acuerdo?

– Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.

Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.

Mayo de 2004

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