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La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.

Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor.

Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que ñus rencores del pasado se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que me hacían falta para morir.

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Escribo esta memoria en lo poco que queda de la biblioteca que fue de mis padres, y cuyos anaqueles están a punto de desplomarse por la paciencia de las polillas. A fin de cuentas, para lo que me falta por hacer en este mundo me bastaría con mis diccionarios de todo género, con las dos primeras series de los Episodios nacionales de don Benito Pérez Galdós, y con La montaña mágica, que me enseñó a entender los humores de mi madre desnaturalizados por la tisis.

A diferencia de los otros muebles, y de mí mismo, el mesón en que escribo parece de mejor salud con el paso del tiempo, porque lo fabricó en maderas nobles mi abuelo paterno, que fue carpintero de buques. Aunque no tenga que escribir, lo aderezo todas las mañanas con el rigor ocioso que me ha hecho perder tantos amores. Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer Diccionario Ilustrado de la Real Academia,de 1903; el Tesoro de la Lengua Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus sinónimos; el Vocabolario della Língua Italiana de Nicola Zingarelli, para favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.

A la izquierda del escritorio mantengo siempre las cinco fojas de papel de hilo tamaño oficio para mi nota dominical, y el cuerno con polvo de carta que prefiero a la moderna almohadilla de papel se cante. A la derecha están el calamaio y el palillero de balso liviano con la péndola de oro, pues todavía manuscribo con la letra romántica que me enseñó Florina de Dios para que no me hiciera a la caligrafía oficial de su esposo, que fue notario público y contador juramentado hasta su último aliento. Hace tiempo que se nos impuso en el periódico la orden de escribir a máquina para mejor cálculo del texto en el plomo del linotipo y mayor acierto en la armada, pero nunca me hice a este mal hábito. Seguí escribiendo a mano y transcribiendo en la máquina con un arduo picoteo de gallina, gracias al privilegio ingrato de ser el empleado más antiguo. Hoy, jubilado pero no vencido, gozo del privilegio sacro de escribir en casa, con el teléfono descolgado para que nadie me disturbe, y sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro.

Vivo sin perros ni pájaros ni gente de servicio, salvo la fiel Damiana que me ha sacado de los apuros menos pensados, y sigue viniendo una vez por semana para lo que haya que hacer, aun como está, corta de vista y de cacumen. Mi madre en su lecho de muerte me suplicó que me casara joven con mujer blanca, que tuviéramos por lo menos tres hijos, y entre ellos una niña con su nombre, que había sido el de su madre y su abuela. Estuve pendiente de la súplica, pero tenía una idea tan flexible de la juventud que nunca me pareció demasiado tarde. Hasta un mediodía caluroso en que me equivoqué de puerta en la casa que tenían los Palomares de Castro en Pradomar, y sorprendí desnuda a Ximena Ortiz, la menor de las hijas, que hacía la siesta en la alcoba contigua. Estaba acostada de espaldas a la puerta, y se volvió a mirarme por encima del hombro con un gesto tan rápido que no me dio tiempo de escapar. Ay, perdón, alcancé a decir con el alma en la boca. Ella sonrió, se volteó hacia mí con un escorzo de gacela, y seme mostró de cuerpo entero. La estancia toda se sentía saturada de su intimidad. No estaba en vivas carnes, pues tenía en la oreja una flor ponzoñosa de pétalos anaranjados, como la Olimpia de Manet, y también llevaba una esclava de oro en el puño derecho y una gargantilla de perlas menudas. Nunca imaginé que pudiera ver algo más perturbador en lo que me faltaba de vida, y hoy puedo dar fe de que tuve razón.

Cerré la puerta de un golpe, avergonzado de mi torpeza, y con la determinación de olvidarla. Pero Ximena Ortiz me lo impidió. Me mandaba recados con amigas comunes, esquelas provocadoras, amenazas brutales, mientras se esparcía la voz de que estábamos locos de amor el uno por el otro sin que nos hubiéramos cruzado palabra. Fue imposible resistir. Tenía unos ojos de gata cimarrona, un cuerpo tan provocador con ropa como sin ella, y una cabellera frondosa de oro alborotado cuyo tufo de mujer me hacía llorar de rabia en la almohada. Sabía que nunca llegaría a ser amor, pero la atracción satánica que ejercía sobre mí era tan ardorosa que intentaba aliviarme con cuanta guaricha de ojos verdes me encontraba al paso. Nunca logré sofocar el fuego de su recuerdo en la cama de Pradomar, así que le entregué mis armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio de boda grande antes de Pentecostés.

La noticia estalló con más fuerza en el Barrio Chino que en los clubes sociales. Primero fue con burlas, pero se transformó en una contrariedad cierta de las académicas que veían el matrimonio como una situación más ridícula que sagrada. Mi noviazgo cumplió todos los ritos de la moral cristiana en la terraza de orquídeas amazónicas y helechos colgados de la casa de mi prometida. Llegaba a las siete de la noche, todo de lino blanco, y con cualquier regalo de abalorios artesanales o chocolates suizos, y hablábamos medio en clave y medio en serio hasta las diez, con la custodia de la tía Argénida, que se dormía al primer parpadeo como las chaperonas de las novelas de la época.

Ximena iba haciéndose más voraz cuanto mejor nos conocíamos, se aligeraba de corpiños y pollerines a medida que apretaban los bochornos de junio, y era fácil imaginarse el poder de demolición que debía tener en la penumbra. A los dos meses de noviazgo no teníamos de qué hablar, y ella planteó el tema de los hijos sin decirlo, tejiendo bolitas en crochet de lana cruda para recién nacidos. Yo, novio gentil, aprendí a tejer con ella, y así se nos fueron las horas inútiles que faltaban para la boda, yo tejiendo las botitas azules para niños y ella tejiendo las rosadas para niñas, a ver quién acertaba, hasta que fueron bastantes para más de medio centenar de hijos. Antes de que dieran las diez me subía a un coche de caballos y me iba al Barrio Chino a vivir mi noche en la paz de Dios.

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