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¿Dónde lo decía el manual?

El incidente me conmocionó tanto, que escribí una nota para el domingo con un título usurpado a Neruda: ¿Es el gato un mínimo tigre de salón? La nota dio origen a una nueva campaña que otra vez dividió a los lectores en favor y en contra de los gatos. En cinco días prevaleció la tesis de que podía ser lícito sacrificar un gato por razones de salud pública, pero no porque estuviera viejo.

Después de la muerte de mi madre me desvelaba el terror de que alguien me tocara mientras dormía. Una noche la sentí, pero su voz me devolvió el sosiego: Figlio mió poveretto. Volví a sentirlo una madrugada en el cuarto de Delgadina, y me retorcí de gozo creyendo que ella me había tocado. Pero no: era Rosa Cabarcas en la oscuridad. Vístete y ven conmigo, me dijo, tengo un problema serio.

Así era, y más serio de lo que pude imaginar. A uno de los clientes grandes de la casa lo habían asesinado a puñaladas en el primer cuarto del pabellón. El asesino había escapado. El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía una palidez de pollo al vapor en la cama empapa da de sangre. Lo reconocí de entrada: era J.M.B., un banquero grande, famoso por su apostura, su simpatía y su buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar. Tenía en el cuello dos heridas moradas como labios y una zanja en el vientre que no había acabado de sangrar. Todavía no empezaba el rigor. Más que sus heridas me impresionó que tenía un preservativo puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte.

Rosa Cabarcas no sabía con quién iba, porque también él tenía el privilegio de entrar por el portón del huerto. No se descartaba la sospecha de que su pareja fuera otro hombre. Lo único que la dueña quería de mí era que la ayudara a vestir el cadáver. Estaba tan segura, que me inquietó la idea de que la muerte fuera para ella un asunto de cocina. No hay nada más difícil que vestir a un muerto, le dije. Lo he hecho a pasto de Dios, replicó ella. Es fácil si alguien me lo sostiene. Le hice ver: ¿Te imaginas quién va a creer en un cuerpo tasajeado a cuchilladas dentro de un vestido intacto de caballero inglés?

Temblé por Delgadina. Lo mejor será que te la lleves tú, me dijo Rosa Cabarcas. Primero muerto, le dije con la saliva helada. Ella lo percibió y no pudo ocultar su desdén: ¡Estás temblando! Por ella, dije, aunque sólo era verdad a medias. Avísale que se vaya antes de que llegue nadie. De acuerdo, dijo ella, aunque a ti como periodista no te pasará nada. Ni a ti tampoco, le dije con cierto rencor. Eres el único liberal que manda en este gobierno.

La ciudad, codiciada por su naturaleza pacífica y su seguridad congénita, arrastraba la desgracia de un asesinato escandaloso y atroz cada año. Aquél no lo fue. La noticia oficial en titulares excesivos y parca en detalles decía que al joven banquero lo habían asaltado y muerto a cuchilladas en la carretera de Pradomar por motivos incomprensibles. No tenía enemigos. El comunicado del gobierno señalaba como presuntos asesinos a refugiados del interior del país, que estaban desatando una oleada de delincuencia común extraña al espíritu cívico de la población. En las primeras horas hubo más de cincuenta detenidos.

Acudí escandalizado con el redactor judicial, un periodista típico de los años veinte, con visera de celuloide verde y ligas en las mangas, que presumía de anticiparse a los hechos. Sin embargo, sólo conocía unas hilachas sueltas del crimen, y yo se las completé hasta donde me fue prudente. Así escribimos cinco cuartillas a cuatro manos para una noticia de ocho columnas en primera página atribuida al fantasma eterno de las fuentes que nos merecen entero crédito. Pero al Abominable Hombre de las Nueve -el censor- no le tembló el pulso para imponer la versión oficial de que había sido un asalto de bandoleros liberales. Yo me lavé la conciencia con un ceño de pesadumbre en el entierro más cínico y concurrido del siglo.

Cuando regresé a casa aquella noche llamé a Rosa Cabarcas para averiguar qué había pasado con Delgadina, pero no contestó el teléfono en cuatro días. Al quinto fui a su casa con los dientes apretados. Las puertas estaban selladas, pero no por la policía sino por la Sanidad. Nadie en el vecindario daba noticias de nada. Sin ningún indicio de Delgadina, me di a una búsqueda encarnizada y a veces ridícula que me dejó acezante. Pasé días enteros observando a las jóvenes ciclistas desde los escaños de un parque polvoriento donde los niños jugaban a encaramarse en la estatua descascarada de Simón Bolívar. Pasaban pedaleando como venadas; bellas, disponibles, listas para ser atrapadas a la gallina ciega. Cuando se me acabó la esperanza me refugié en la paz de los boleros. Fue como un bebedizo emponzoñado: cada palabra era ella. Siempre había necesitado el silencio para escribir porque mi mente atendía más a la música que a la escritura. Entonces fue al revés: sólo pude escribir a la sombra de los boleros. Mi vida se llenó de ella. Las notas que escribí aquellas dos semanas fueron modelos en clave para cartas de amor. El jefe de redacción, contrariado con la avalancha de respuestas, me pidió que moderara el amor mientras pensábamos cómo consolar a tantos lectores enamorados.

La falta de sosiego acabó con el rigor de mis días. Despertaba a las cinco, pero me quedaba en la penumbra del cuarto imaginando a Delgadina en su vida irreal de levantar a sus hermanos, vestirlos para la escuela, darles el desayuno, si lo había, y atravesar la ciudad en bicicleta para cumplir la condena de coser botones. Me pregunté asombrado: ¿Qué piensa una mujer mientras pega un botón? ¿Pensaba en mí? ¿También ella buscaba a Rosa Cabarcas para dar conmigo? Pasé hasta una semana sin quitarme el mameluco de mecánico ni de día ni de noche, sin bañarme, sin afeitarme, sin cepillarme los dientes, porque el amor me enseñó demasiado tarde que uno se arregla para alguien, se viste y se perfuma para alguien, y yo nunca había tenido para quién. Damiana creyó que estaba enfermo cuando me encontró desnudo en la hamaca a las diez de la mañana. La vi con los ojos turbios de la codicia y la invité a revolearnos desnudos. Ella, con un desprecio, me dijo:

– ¿Ya pensó lo que va a hacer si le digo que sí?

Así supe hasta qué punto me había corrompido el sufrimiento. No me reconocía a mí mismo en mi dolor de adolescente. No volví a salir de la casa por no descuidar el teléfono. Escribía sin descolgarlo, y al primer timbrazo le saltaba encima pensando que pudiera ser Rosa Cabarcas. Interrumpía a cada rato lo que estuviera haciendo para llamarla, e insistí días enteros hasta comprender que era un teléfono sin corazón.

Al volver a casa una tarde de lluvia encontré el gato enroscado en la escalinata del portón. Estaba sucio y maltrecho, y con una mansedumbre de lástima. El manual me hizo ver que estaba enfermo y seguí sus normas para alentarlo. De golpe, mientras descabezaba un sueñecito de siesta, me despabiló la idea de que pudiera conducirme a la casa de Delgadina. Lo llevé en una bolsa de mercado hasta la tienda de Rosa Cabarcas, que seguía sellada y sin indicios de vida, pero se revolvió en el talego con tanto ímpetu que logró escapar, saltó la tapia del huerto y desapareció entre los árboles. Toqué al portón con el puño, y una voz militar preguntó sin abrir: ¿Quién vive? Gente de paz, dije yo para no ser menos. Ando en pos de la dueña. No hay dueña, dijo la voz. Por lo menos ábrame para coger el gato, insistí. No hay gato, dijo. Pregunté: ¿Quién es usted?

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