Bernarda había agarrado ya con mano firme el poder de la casa, mientras el marqués vegetaba en el huerto. Su primer empeño fue restablecer la fortuna repartida por el marido, escudada en los poderes del primer marqués. Éste, en su tiempo, había obtenido licencias para vender cinco mil esclavos en ocho años, con el compromiso de importar al mismo tiempo dos barriles de harina por cada uno. Con sus trápalas maestras y la venalidad de los aduaneros vendió la harina pactada, pero también vendió de contrabando tres mil esclavos más, lo cual lo convirtió en el tratante individual más afortunado de su siglo.
Fue a Bernarda a quien se le ocurrió que el buen negocio no eran los esclavos sino la harina, aunque el negocio grande, en realidad, era su increíble poder de persuasión. Con una sola licencia para importar mil esclavos en cuatro años, y tres barriles de harina por cada uno, hizo el agosto de su vida: vendió los mil negros convenidos, pero en vez de tres mil barriles de harina importó doce mil.
El más grande contrabando del siglo.
La mitad del tiempo la pasaba entonces en el trapiche de Mahates, donde estableció el núcleo de sus asuntos por la cercanía del río Grande de la Magdalena para el tráfico de todo con el interior del virreinato. A la casa del marqués llegaban noticias sueltas de su prosperidad, de la cual no rendía cuentas a nadie. En el tiempo que pasaba aquí, aun antes de las crisis, parecía otro mastín enjaulado. Dominga de Adviento lo dijo mejor: «El culo le cabía en el cuerpo».
Sierva María ocupó por primera vez un lugar estable en la casa cuando murió su esclava, y arreglaron para ella el dormitorio espléndido donde vivió la primera marquesa. Le nombraron preceptor que le impartió lecciones de español peninsular y nociones de aritmética y ciencias naturales. Trató de enseñarle a leer y escribir. Ella se negó, según dijo, porque no entendía las letras. Una maestra laica la inició en la apreciación de la música. La niña demostró interés y buen gusto, pero no tuvo paciencia para aprender ningún instrumento. La maestra renunció sobrecogida y dijo al despedirse del marqués:
«No es que la niña sea negada para todo, es que no es de este mundo».
Bernarda había querido apaciguar los propios rencores, pero muy pronto fue evidente que la culpa no era de la una ni de la otra, sino de la naturaleza de ambas. Vivía con el alma en un hilo desde que creyó descubrir en la hija una cierta condición fantasmal. Temblaba sólo de pensar en el instante en que miraba hacia atrás y se encontraba con los ojos inescrutables de la criatura lánguida de los tules vaporosos y la cabellera silvestre que ya le daba a las corvas. «Niña!», le gritaba, «te prohíbo que me mires así!». Cuando más concentrada estaba en sus negocios sentía en la nuca el aliento sibilante de serpiente en acecho, y daba un salto de pavor.
«¡Niña!», le gritaba. «Haz ruido antes de entrar!»
Ella le aumentaba el susto con una retahíla en lengua yoruba. De noche era peor, porque Bernarda despertaba de golpe con la sensación de que alguien la había tocado, y era que la niña estaba a los pies de la cama mirándola dormir. Fue inútil el intento de la esquila en el puño, porque el sigilo de Sierva María le impedía que sonara. «Lo único que esa criatura tiene de blanca es el color», decía la madre. Tan cierto era, que la niña alternaba su nombre con otro nombre africano que se había inventado: María Mandinga.
La relación hizo crisis una madrugada en que Bernarda despertó muerta de sed por los excesos del cacao, y encontró una muñeca de Sierva María flotando en el fondo de la tinaja. No le pareció en realidad una simple muñeca flotando en el agua, sino algo pavoroso: una muñeca muerta.
Convencida de que era un maleficio africano de Sierva María contra ella, resolvió que las dos no cabían en la casa. El marqués intentó una mediación tímida, y ella lo frenó en seco: «o ella o yo».
De modo que Sierva María volvió al galpón de las esclavas, aun cuando su madre estaba en el trapiche. Seguía siendo tan hermética como cuando nació, y analfabeta absoluta.
Pero Bernarda no estaba mejor. Había tratado de retener a Judas Iscariote igualándose a él, y en menos de dos años perdió el rumbo de los negocios, y el de la vida misma. Lo disfrazaba de pirata nubio, de as de copas, de rey Melchor, y se lo llevaba a los arrabales, sobre todo cuando fondeaban los galeones y la ciudad se prendía en una parranda de medio año. Se improvisaban tabernas y burdeles en los extramuros para los comerciantes que venían de Lima, de Portobelo, de La Habana, de Veracruz, a la rebatiña de los géneros y mercancías de todo el mundo descubierto. Una noche, muerto de la borrachera en una cantina de galeotes, Judas se le acercó a Bernarda con gran misterio.
«Abre la boca y cierra los ojos», le dijo.
Ella lo hizo, y él le puso en la lengua una tableta del chocolate mágico de Oaxaca. Bernarda lo reconoció y lo escupió, pues desde niña tenía una aversión especial contra el cacao. Judas la convenció de que era una materia sagrada que alegraba la vida, aumentaba la fuerza física, levantaba el ánimo y fortalecía el sexo.
Bernarda soltó una risa explosiva.
«Si eso fuera así», dijo, «las monjitas de Santa Clara serían toros de lidia».
Estaba ya cogida por la miel fermentada, que consumía con sus amigas de escuela desde antes de casarse, y siguió consumiéndola no sólo por la boca sino por los cinco sentidos en el aire caliente del trapiche. Con Judas aprendió a masticar tabaco y hojas de coca revueltas con cenizas de yarumo, como los indios de la Sierra Nevada. Probó en las tabernas el canabis de la India, la trementina de Chipre, el peyote del Real de Catorce, y por lo menos una vez el opio de la Nao de China por los traficantes filipinos. Sin embargo, no fue sorda a la proclama de Judas en favor del cacao. De regreso de todo lo demás, reconoció sus virtudes, y lo prefirió a todo. Judas se volvió ladrón, proxeneta, sodomita ocasional, y todo por vicio, pues nada le faltaba. Una mala noche, delante de Bernarda, se enfrentó a manos limpias con tres galeotes de la flota por un pleito de barajas, y lo mataron a silletazos.
Bernarda se refugió en el trapiche. La casa quedó al garete, y si no naufragó desde entonces fue por la mano maestra de Dominga de Adviento, que terminó de formar a Sierva María como quisieron sus dioses. El marqués se había enterado apenas del derrumbe de la esposa. Del trapiche llegaban voces de que vivía en estado de delirio, que hablaba sola, que escogía los esclavos mejor servidos para compartirlos en sus noches romanas con sus antiguas compañeras de escuela. La fortuna venida por agua, por agua se le iba, y estaba a merced de los pellejos de miel y los costales de cacao que mantenía escondidos por aquí y por allá para no perder tiempo cuando la acosaban las ansias. Lo único seguro que le quedaba entonces eran dos múcuras repletas de doblones de a cien y de a cuatro, en oro puro, que en tiempos de vacas gordas había enterrado debajo de la cama. Era tanto su deterioro, que ni el marido la reconoció cuando volvió de Mahates por última vez, al cabo de tres años continuos, poco antes de que el perro mordiera a Sierva María.
A mediados de marzo, los riesgos del mal de rabia parecían conjurados. El marqués, agradecido con su suerte, se propuso enmendar el pasado y conquistar el corazón de la hija con la receta de felicidad aconsejada por Abrenuncio. Le consagró todo su tiempo. Trató de aprender a peinarla y a tejerle la trenza. Trató de enseñarla a ser blanca de ley, de restaurar para ella sus sueños fallidos de noble criollo, de quitarle el gusto del escabeche de iguana y el guiso de armadillo. Lo intentó casi todo, menos preguntarse si aquel era el modo de hacerla feliz.
Abrenuncio siguió visitando la casa. No le era fácil entenderse con el marqués, pero le interesaba su inconsciencia en un suburbio del mundo intimidado por el Santo Oficio. Así se les iban los meses del calor, él hablando sin ser oído bajo los naranjos floridos, y el marqués pudriéndose en la hamaca a mil trescientas leguas marinas de un rey que nunca lo oyó nombrar. En una de esas visitas fueron interrumpidos por el lamento lúgubre de Bernarda.