Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Martina Laborde había hecho aquel día una sesión de bordado que duró la mañana entera para terminar una labor atrasada. Almorzó en la celda de Sierva María, y luego fue a la suya para hacer la siesta. Por la tarde, ya en las últimas puntadas, le habló con una rara tristeza.

«Si alguna vez sales de este encierro, o si salgo primero, acuérdate siempre de mí», le dijo. «Ha de ser mi única gloria».

Sierva María no lo entendió hasta el día siguiente, cuando la guardiana la despertó a gritos porque Martina no amaneció en su celda. Habían registrado a fondo el convento y no hallaron ni un rastro. La única noticia que se tuvo de ella fue un papel escrito con su letra florida que Sierva María encontró debajo de la almohada: Rezaré tres veces al día porque seais muy felices.

Estaba todavía aturdida por la sorpresa, cuando entró la abadesa con la vicaria y otras reverendas de infantería, y con una patrulla de guardias armados de mosquetes. Tendió una mano colérica para tocar a Sierva María, y le gritó:

«Eres cómplice y serás castigada».

La niña levantó la mano libre con una determinación que paralizó a la abadesa en su sitio.

«Los vi salir», dijo.

La abadesa quedó atónita.

«¿No estaba sola?»

«Eran seis», dijo Sierva María.

No parecía posible, y menos aún que salieran por la terraza, cuya única vía de escape era el patio fortificado. «Tenían alas de murciélago», dijo Sierva María aleteando con los brazos. «Las abrieron en la terraza, y se la llevaron volando, volando, hasta el otro lado del mar». El capitán de la patrulla se santiguó espantado y cayó de rodillas.

«Ave María Purísima», dijo.

«Sin pecado original concebida», dijeron a coro.

Fue una fuga perfecta, planeada por Martina en sus mínimos detalles con un sigilo absoluto, desde que descubrió que Cayetano pasaba las noches en el convento. Lo único que no previó, o que no le importó, fue que debía cerrar desde dentro la entrada del albañal para evitar cualquier sospecha. Los investigadores de la fuga lo encontraron abierto, lo exploraron, descubrieron la verdad, y lo tapiaron de inmediato por sus dos extremos. Sierva María fue mudada a la fuerza a una celda con candado en el pabellón de las enterradas vivas. Esa noche, bajo una luna espléndida, Cayetano se rompió los puños tratando de derribar la tapia del túnel.

Arrebatado por una fuerza demente corrió en busca del marqués. Empujó el portón sin tocar y entró en la casa desierta, cuya luz de dentro era la misma de la calle, porque los muros de cal parecían transparentes por la claridad de la luna. La limpieza, el orden de los muebles, las flores de los canteros, todo era perfecto en la casa abandonada. El quejido de los goznes había alborotado a los mastines, pero Dulce Olivia los calló en seco con una orden marcial. Cayetano la vio en las sombras verdes del patio, hermosa y fosforescente. con la túnica de marquesa y el cabello adornado de camelias vivas de olores frenéticos y alzó la mano con la cruz del índice y el pulgar.

«En el nombre de Dios: ¿quién eres?», preguntó.

«Un ánima en pena», dijo ella. «¿Y usted?»

«Soy Cayetano Delaura», dijo él, «y vengo a rogarle de rodillas al señor marqués que me escuche un instante».

Los ojos de Dulce Olivia centellearon de furia.

«El señor marqués no tiene nada que escuchar de un rufián», dijo.

«¿ y quién es usted para decirlo con tal dominio?»

«Soy la reina de esta casa», dijo.

«Por el amor de Dios», dijo Delaura. «Avísele al marqués que vengo a hablarle de su hija».Y sin más vueltas, con la mano en el pecho, dijo:

«Muero de amor por ella».

«Una palabra más y suelto los perros», dijo

Dulce Olivia indignada, y señaló hacia la puerta:

«Fuera de aquí».

Era tanta la fuerza de su autoridad, que Cayetano salió de la casa caminando hacia atrás para no perderla de vista.

El martes, cuando Abrenuncio entró en su cubículo del hospital encontró a Delaura destruido por las vigilias mortales. Le contó todo, desde los motivos reales de su castigo hasta las noches de amor en la celda. Abrenuncio se quedó perplejo.

«Me hubiera imaginado cualquier cosa de usted, menos estos extremos de demencia».

Cayetano, sorprendido a su vez, le preguntó:

«¿Nunca ha pasado por esto?»

«Nunca, hijo mío», dijo Abrehuncio. «El sexo es un talento y yo no lo tengo».

Trató de disuadirlo. Le dijo que el amor era un sentimiento contra natura, que condenaba a dos desconocidos a una dependencia mezquina e insalubre, tanto más efímera cuanto más intensa. Pero Cayetano no lo oyó. Su obsesión era huir lo más lejos posible de la opresión del mundo cristiano.

«Sólo el marqués puede ayudarnos con la ley»,

dijo. «He querido suplicárselo de rodillas pero no lo encontré en casa» «No lo encontrará nunca», dijo Abrenuncio. «Las voces que le llegaron es que usted trató de abusar de la niña. Y ahora veo que desde el punto de vista de un cristiano no le falta razón». Lo miró a los ojos:

«¿No teme condenarse?»

«Creo que ya lo estoy, pero no por el Espíritu Santo», dijo Delaura sin alarma. «Siempre he creído que él toma más en cuenta el amor que Abrenuncio no pudo ocultar la admiración que le causaba aquel hombre recién liberado de las r servidumbres de la razón. Pero no le hizo promesas falsas, y menos cuando estaba de por medio el Santo Oficio.

«Ustedes tienen una religión de la muerte que les infunde el valor y la dicha para enfrentarla», le dijo. «Yo no: creo que lo único esencial es estar vivo».

Cayetano corrió al convento. Entró a pleno día por la puerta del servicio y atravesó el jardín sin precaución alguna convencido de ser invisible por el poder de la oración. Subió al segundo piso, atravesó un corredor solitario de techos muy bajos que comunicaba los dos cuerpos del convento, y entró en el mundo silente y enrarecido de las enterradas vivas. Sin saberlo, había pasado frente a la nueva celda donde Sierva María lloraba por él.

Estaba a punto de alcanzar el pabellón de la cárcel cuando lo frenó un grito a sus espaldas:

«¡Alto!»

Se volvió y vio una monja con la cara cubierta por el velo, y un crucifijo alzado contra él. Dio un paso adelante, pero la monja le interpuso a Cristo.

«¡Vade retro!», le gritó.

'A sus espaldas oyó otra voz: «Vade retro». y luego otra y otra: «Vade retro». Giró varias veces sobre sí mismo y se dio cuenta de que estaba en el centro de un círculo de monjas fantásticas de caras veladas que lo acosaban a gritos con sus crucifijos:

Vade retro, Satanas!

Cayetano llegó al final de sus fuerzas. Fue puesto a disposición del Santo Oficio, y condenado en un juicio de plaza pública que arrojó sobre él sospechas de herejía y provocó disturbios populares y controversias en el seno de la Iglesia. Por una gracia especial cumplió la condena como enfermero en el hospital del Amor de Dios, donde vivió muchos años en contubernio con sus enfermos, comiendo y durmiendo con ellos por los suelos, y lavándose en sus artesas aun con aguas usadas, pero no consiguió su anhelo confesado de contraer la lepra.

Sierva María lo había esperado en vano. A los tres días dejó de comer en una explosión de rebeldía que agravó los indicios de la posesión. Trastornado por la caída de Cayetano, por la muerte indescifrable del Padre Aquino… Por la resonancia pública de una desventura que escapó a su sabiduría y a su poder, el obispo reasumió los exorcismos con una energía inconcebible en su estado ya su edad. Sierva María, esta vez con el cráneo rapado a navaja y la camisa de fuerza, lo enfrentó con una ferocidad satánica, hablando en lenguas o con aullidos de pájaros infernales. El segundo día se sintió un bramido inmenso de ganados embravecidos, la tierra tembló, y ya no fue posible pensar que Sierva María no estuviera a merced de todos los demonios del averno. De regreso a la celda le aplicaron una lavativa de agua bendita, que era el método francés para expulsar los que pudieran quedar en sus entrañas.

30
{"b":"125365","o":1}