Mientras tanto, Delaura comió en la misma mesa, antes de rezar juntos las oraciones de la noche. No había acabado cuando el obispo se estiró
en el mecedor y tomó la decisión de su vida:
«Hazte cargo del caso».
Lo dijo sin abrir los ojos y soltó un ronquido de león. Delaura acabó de comer y se sentó en su poltrona habitual bajo las enredaderas en flor.
Entonces el obispo abrió los ojos.
«No me has contestado», le dijo.
«Creí que lo había dicho dormido», dijo Delaura.
«Ahora lo estoy repitiendo despierto», dijo el obispo. «Te encomiendo la salud de la niña».
«Es lo más raro que me haya acaecido jamás», dijo Delaura.
«¿Quieres decir que no?»
«No soy exorcista, padre mío», dijo Delaura.
«No tengo el carácter ni la formación ni la información para pretenderlo. y además, ya sabemos que Dios me ha asignado otro camino».
Así era. Por gestiones del obispo, Delaura estaba en la lista de tres candidatos al cargo de custodio del fondo sefardita en la biblioteca del Vaticano. Pero era la primera vez que se mencionaba entre ellos, aunque ambos lo sabían.
«Con mayor razón», dijo el obispo. «El caso de la niña, llevado a bien, puede ser el impulso que nos falta».
Delaura era consciente de su torpeza para entenderse con mujeres. Le parecían dotadas de un uso de razón intransferible para navegar sin tropiezos por entre los azares de la realidad. La sola idea de un encuentro, aun con una criatura indefensa como Sierva María, le helaba el sudor de las manos.
«No, señor», decidió. «No me siento capaz».
«No sólo lo eres», replicó el obispo, «sino que tienes de sobra lo que a cualquier otro le faltaría: la inspiración.
Era una palabra demasiado grande para que no fuera la última. Sin embargo, el obispo no lo conminó a aceptar de inmediato sino que le concedió un tiempo de reflexión, hasta después de los duelos de la Semana Santa que empezaba aquel día.
«Ve a ver ala niña», le dijo. «Estudia el caso a fondo y me informas».
Fue así como Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero, a los treinta y seis años cumplidos, entró en la vida de Sierva María y en la historia de la ciudad. Había sido alumno del obispo en su célebre cátedra de teología de Salamanca donde se graduó con los honores más altos de su promoción. Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato. Su madre era una criolla de San Martín de Loba, en la provincia de Mompox, emigrada a España con sus padres. Delaura no creía tener nada de ella hasta que vino al Nuevo Reino de Granada y reconoció sus nostalgias heredadas. Desde su primera conversación con él en Salamanca, el obispo De Cáceres y Virtudes se había sentido frente a uno de esos raros valores que adornaban a la cristiandad de su tiempo. Era una helada mañana de febrero, y a través de la ventana se veían los campos nevados y al fondo la hilera de álamos en el río. Aquel paisaje invernal había de ser el marco de un sueño recurrente que iba a perseguir al joven teólogo por el resto de su vida.
Hablaron de libros, por supuesto, y el obispo no podía creer que Delaura hubiera leído tanto a su edad. Él le habló de Garcilaso. El maestro le confesó que lo conocía mal, pero lo recordaba como un poeta pagano que no mencionaba a Dios más de dos veces en toda su obra.
«No tan pocas veces», dijo Delaura. «Pero eso no era raro aun en los buenos católicos del Renacimiento».
El día en que él hizo sus primeros votos, el maestro le propuso que lo acompañara al reino incierto de Yucatán, donde acababa de ser nombrado obispo. A Delaura, que conocía la vida en los libros, el vasto mundo de su madre le parecía un sueño que nunca había de ser suyo. Le costaba trabajo imaginarse el calor opresivo, el eterno tufo de carroña, las ciénagas humeantes, mientras desenterraban de la nieve los corderos petrificados.AI obispo, que había hecho las guerras de África, le era más fácil concebirlos.
«He oído decir que nuestros clérigos enloquecen de felicidad en las Indias», dijo Delaura.
«Y algunos se ahorcan», dijo el obispo. «Es un reino amenazado por la sodomía, la idolatría y la antropofagia». Y agregó sin prejuicios:
«Como tierra de moros».
Pero también pensaba que ese era su atractivo mayor. Hacían falta guerreros tan capaces de imponer los bienes de la civilización crístiana como de predicar en el desierto. Sin embargo, a los veintitrés años, Delaura creía tener resuelto su camino hasta la diestra del Espíritu Santo, del cual era devoto absoluto.
«Toda la vida soñé con ser bibliotecario mayor», dijo. «Es para lo único que sirvo».
Había participado en las oposiciones para un cargo en Toledo que lo pondría en el rumbo de ese sueño, y estaba seguro de alcanzarlo. Pero el maestro era obstinado.
«Es más fácil llegar a santo como bibliotecario en Yucatán que como mártir en Toledo», le dijo. Delaura replicó sin humildad:
«Si Dios me concediera la gracia, no quisiera ser santo sino ángel».
No había acabado de pensar en la oferta de su maestro cuando fue nombrado en Toledo, pero prefirió a Yucatán. Nunca llegaron, sin embargo. Habían naufragado en el Canal de los Vientos después de setenta días de mala mar, y fueron rescatados por un convoy maltrecho que los abandonó a su suerte en Santa María la Antigua del Darién. Allí permanecieron más de un año, esperando los correos ilusorios de la Flota de Galeones, hasta que al obispo De Cáceres lo nombraron interino en estas tierras, cuya sede estaba vacante por la muerte repentina del titular. Viendo la selva colosal de Urabá desde el batel que los llevaba al nuevo destino, Delaura reconoció las nostalgias que atormentaban a su madre en los inviernos lúgubres de Toledo. Los crepúsculos alucinantes, los pájaros de pesadilla, las podredumbres exquisitas de los manglares le parecían recuerdos entrañables de un pasado que no vivió.
«Sólo el Espíritu Santo podía arreglar tan bien las cosas para traerme a la tierra de mi madre», dijo.
Doce años después el obispo había renunciado al sueño de Yucatán. Había cumplido setenta y tres bien medidos, estaba muriéndose de asma, y sabía que nunca más vería nevar en Salamanca. Por los días en que Sierva María entró en el convento tenía resuelto retirarse una vez allanado para su discípulo el camino de Roma.
Cayetano Delaura fue al convento de Santa Clara al día siguiente. Llevaba el hábito de lana cruda a pesar del calor, el acetre del agua bendita y un estuche con los óleos sacramentales, armas primeras en la guerra contra el demonio. La abadesa no lo había visto nunca, pero el ruido de su inteligencia y su poder había roto el sigilo de la clausura. Cuando lo recibió en el locutorio a las seis de la mañana le impresionaron sus aires de juventud, su palidez de mártir, el metal de su voz, el enigma de su mechón blanco. Pero ninguna virtud habría bastado para hacerle olvidar que era el hombre de guerra del obispo. A Delaura, en cambio, lo único que le llamó la atención fue el alboroto de los gallos.
«No son sino seis pero cantan como ciento», dijo la abadesa. «Además, un cerdo habló y una cabra parió trillizos». Y agregó con ahínco: «Todo anda así desde que su obispo nos hizo el favor de mandarnos este regalo emponzoñado».
Igual alarma le causaba el jardín florecido con tanto ímpetu que parecía contra natura. A medida que lo atravesaban le hacía notar a Delaura que había flores de tamaños y colores irreales, y algunas de olores insoportables. Todo lo cotidiano tenía para ella algo de sobrenatural. A cada palabra, Delaura sentía que era más fuerte que él, y se apresuró a afilar sus armas.
«No hemos dicho que la niña esté poseída», dijo,
«sino que hay motivos para suponerlo».
«Lo que estamos viendo habla por sí», dijo la abadesa.
«Tenga cuidado», dijo Delaura. «A veces atribuimos al demonio ciertas cosas que no entendemos, sin pensar que pueden ser cosas que no entendemos de Dios».