Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Luis, el echador, se acerca hasta la dueña.

– Señorita, dice Pepe que aquel señor no quiere pagar.

– Pues que se las arregle corno pueda para sacarle los

cuartos; eso es cosa suya; si no se los saca, dile que se le pegan al bolsillo y en paz. ¡Hasta ahí podíamos llegar! La dueña se ajusta los lentes y mira.

– ¿Cuál es?

– Aquel de allí, aquel que lleva gafitas de hierro.

– ¡Anda, qué tío, pues esto si que tiene gracia! ¡Con esa cara! Oye, ¿y por qué regla de tres no quiere pagar?

– Ya ve… Dice que se ha venido sin dinero.

– ¡Pues sí, lo que faltaba para el duro! Lo que sobran en este país son picaros.

El echador, sin mirar para los ojos de doña Rosa, habla con un hilo de voz:

– Dice que cuando tenga ya vendrá a pagar. Las palabras, al salir de la garganta de doña Rosa, suenan como el latón.

– Eso dicen todos y después, para uno que vuelve, cien se largan, y si te he visto no me acuerdo. ¡Ni hablar! ¡Cria cuervos y te sacarán los ojos! Dile a Pepe que ya sabe: a la calle con suavidad, y en la acera, dos patadas bien dadas donde se tercie. ¡Pues nos ha merengao!

El echador se marchaba cuando doña Rosa volvió a hablarle.

– ¡Oye! ¡Dile a Pepe que se fije en la cara!

– Sí, señorita.

Doña Rosa se quedó mirando para la escena. Luis llega, siempre con sus lecheras, hasta Pepe y le habla al oído.

– Eso es todo lo que dice. Por mí, ¡bien lo sabe Dios!

Pepe se acerca al cliente y éste se levanta con lentitud. Es un hombrecillo desmedrado, paliducho, enclenque, con lentes de pobre alambre sobre la mirada. Lleva la americana raída y el pantalón desflecado. Se cubre con un flexible gris oscuro, con la cinta llena de grasa, y lleva un libro forrado de papel de periódico debajo del brazo.

– Si quiere, le dejo el libro.

– No. Ande, a la calle, no me alborote.

El hombre va hacia la puerta con Pepe detrás. Los dos salen afuera. Hace frío y las gentes pasan presurosas. Los vendedores vocean los diarios de la tarde. Un tranvía tristemente, trágicamente, casi lúgubremente bullanguero, baja por la calle de Fuencarral.

El hombre no es un cualquiera, no es uno de tantos, no es un hombre vulgar, un hombre del montón, un ser corriente y moliente; tiene un tatuaje en el brazo izquierdo y una cicatriz en la ingle. Ha hecho sus estudios y traduce algo del francés. Ha seguido con atención el ir y venir del movimiento intelectual y literario, y hay algunos folletones de El Sol que todavía podría repetirlos casi de memoria. De mozo tuvo una novia suiza y compuso poesías ultraístas.

El limpia habla con don Leonardo. Don Leonardo le está diciendo:

– Nosotros los Meléndez, añoso tronco emparentado con las más rancias familias castellanas, hemos sido otrora dueños de vidas y haciendas. Hoy, ya lo ve usted, ¡casi en medio de la rué!

Segundo Segura siente admiración por don Leonardo. El que don Leonardo le haya robado sus ahorros es, por lo visto, algo que le llena de pasmo y de lealtad. Hoy don Leonardo está locuaz con él, y él se aprovecha y retoza a su alrededor como un perrillo faldero. Hay días, sin embargo, en que tiene peor suerte y don Leonardo lo trata a patadas. En esos días desdichados, el limpia se le acerca sumiso y le habla humildemente, quedamente.

– ¿Qué dice usted?

Don Leonardo ni le contesta. El limpia no se preocupa y vuelve a insistir.

– ¡Buen día de frío!

– Si.

El limpia entonces sonríe. Es feliz y, por ser correspondido, hubiera dado gustoso otros seis mil duros.

– ¿Le saco un poco de brillo?

El limpia se arrodilla, y don Leonardo, que casi nunca suele ni mirarle, pone el pie con, displicencia en la plantilla de hierro de la caja.

Pero hoy, no. Hoy don Leonardo está contento. Segura mente está redondeando el anteproyecto para la creación ile una importante Sociedad Anónima.

– En tiempos, ¡oh, mon Dieu!, cualquiera de nosotros se asomaba a la Bolsa y allí nadie compraba ni vendía hasta ver lo que hacíamos.

– ¡Hay que ver! ¿Eh?

Don Leonardo hace un gesto ambiguo con la boca, mientras con la mano dibuja jeribeques en el aire.

– ¿Tiene usted un papel de fumar? -dice al de la mesa de al lado-; quisiera fumar un poco de picadura y me encuentro sin papel en este momento.

El limpia calla y disimula; sabe que es su deber.

Doña Rosa se acerca a la mesa de Elvirita, que habia estado mirando para la escena del camarero y el hombre que no pagó el café.

– ¿Ha visto usted, Elvirita?

La señorita Elvira tarda unos instantes en responder.

– ¡Pobre chico! A lo mejor no ha comido en todo el día, doña Rosa.

– ¿Usted también me sale romántica? ¡Pues vamos servidos! Le juro a usted que a corazón tierno no hay quien me gane, pero, ¡con estos abusos!

Elvirita no sabe qué contestar. La pobre es una sentimental que se echó a la vida para no morirse de hambre, por lo menos, demasiado de prisa. Nunca supo hacer nada y, además, tampoco es guapa ni de modales finos. En su casa, de niña, no vio más que desprecio y calamidades.

Elvirita era de Burgos, hija de un punto de mucho cuidado, que se llamó, en vida, Fidel Hernández. A Fidel Hernández, que mató a la Eudosia, su mujer, con una lezna de zapatero, lo condenaron a muerte y lo agarrotó Gregorio Ma yoral en el año 1909. Lo que él decia: "Si la mato a sopas con sulfato, no se entera ni Dios". Elvirita, cuando se que do huérfana, tenia once o doce años y se fue a Villalón, a vivir con una abuela, que era la que pasaba el cepillo del pan de San Antonio en la parroquia. La pobre vieja vivia mal, y cuando le agarrotaron al hijo empezó a desinflarse y al poco tiempo se murió. A Elvirita la embromaban las otras mozas del pueblo enseñándole la picota y diciéndole: "¡En otra igual colgaron a tu padre, tía asquerosa!" Elvirita, un dia que ya no pudo aguantar más, se largó del pueblo con un asturiano que vino a vender peladillas por la función. Anduvo con él dos años largos, pero como le daba unas tundas tremendas que la deslomaba, un día, en Orense, lo mandó al cuerno y se metió de pupila en casa de la Pelona, en la calle del Villar, donde conoció a una hija de la Marraca, la leñadora de la pradera de Francelos, en Ri-badavia, que tuvo doce hijas, todas busconas. Desde entonces, para Elvirita todo fue rodar y coser y cantar, digámoslo así.

La pobre estaba algo amargada, pero no mucho. Además, era de buenas intenciones y, aunque tímida, todavía un poco orgullosa.

Don Jaime Arce, aburrido de estar sin hacer nada, mirando para el techo y pensando en vaciedades, levanta la cabeza del respaldo y explica a la señora silenciosa del hijo muerto, a la señora que ve pasar la vida desde debajo de la escalera de caracol que sube a los billares:

– Infundios… Mala organización… También errores, no lo niego. Créame que no hay más. Los bancos funcionan defectuosamente, y los notarios, con sus oficiosidades, con sus precipitaciones, echan los pies por alto antes de tiempo y organizan semejante desbarajuste que después no hay quien se entienda.

Don Jaime pone un mundano gesto de resignación.

– Luego viene lo que viene: los protestos, los líos y la monda.

Don Jaime Arce habla despacio, con parsimonia, incluso con cierta solemnidad. Cuida el ademán y se preocupa por dejar caer las palabras lentamente, como para ir viendo, y midiendo y pesando, el efecto que hacen. En el fondo, no carece también de cierta sinceridad. La señora del hijo muerto, en cambio, es como una tonta que no dice nada; escucha y abre los ojos de una manera rara, de una manera que parece más para no dormirse que para atender.

– Eso es todo, señora, y lo demás, ¿sabe lo que le digo?, lo demás son macanas.

Don Jaime Arce es hombre que habla muy bien, aunque dice, en medio de una frase bien cortada, palabras poco finas, como la monda, o el despiporrio, y otras por el estilo.

7
{"b":"125345","o":1}