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– Que os vais a ir a caer…

Pepe habla el castellano, aunque lleva ya casi medio siglo en Castilla, traduciendo directamente del gallego. Los niños le contestan "no, señor", y siguen jugando al tren sin fe, sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber.

Doña Rosa se mete en la cocina.

– ¿Cuántas onzas echaste, Gabriel?

– Dos, señorita.

– ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Así no hay quien pueda! ¡Y después, que si bases de trabajo, y que si la Virgen! ¿No te dije bien claro que no echases más que onza y media? Con vosotros no vale hablar en español, no os da la gana de entender.

Doña Rosa respira y vuelve a la carga. Respira como una máquina, jadeante, precipitada: todo el cuerpo en sobresalto y un silbido roncándole por el pecho.

– Y si a don Pablo le parece que está muy claro, que se vaya con su señora a donde se lo den mejor. ¡Pues estaría bueno! ¡Habráse visto! Lo que no sabe ese piernas desgraciado es que lo que aquí sobran, gracias a Dios, son clientes. ¿Te enteras? Si no le gusta, que se vaya; eso saldremos ganando. ¡Pues ni que fueran reyes! Su señora es una víbora, que me tiene muy harta. ¡Muy harta es lo que estoy yo de la doña Pura!

Gabriel la previene, como todos los dias.

– ¡Que la van a oír, señorita!

– ¡Que me oigan si quieren, para eso lo digo! ¡Yo no tengo pelos en la lengua! ¡Lo que yo no sé es cómo ese mastuerzo se atrevió a despedir a la Elvirita, que es igual que un ángel y que no vivia pensando más que en darle gusto, y aguanta como un cordero a la liosa de la doña Pura, que es un culebrón siempre riéndose por lo bajo! En fin, como decía mi madre, que en paz descanse: ¡vivir para ver!

Gabriel trata de arreglar el desaguisado.

– ¿Quiere que quite un poco?

– Tú sabrás lo que tiene que hacer un hombre honrado, un hombre que esté en sus cabales y no sea un ladrón. ¡Tú, cuando quieres, muy bien sabes io que te conviene!

Padilla, el cerillero, habla con un cliente nuevo que le compró un paquete entero de tabaco.

– ¿Y está siempre así?

– Siempre, pero no es mala. Tiene el genio algo fuerte, pero después no es mala.

– ¡Pero a aquel camarero le llamó bobo!

– ¡Anda, eso no importa! A veces también nos llama maricas y rojos. El cliente nuevo no puede creer lo que está viendo.

– Y ustedes, ¿tan tranquilos?

– Sí, señor; nosotros tan tranquilos. El cliente nuevo se encoge de hombros.

– Bueno, bueno…

El cerillero se va a dar otro recorrido al salón.

El cliente se queda pensativo.

– Yo no sé quién será más miserable, si esa foca sucia y enlutada o esta partida de gaznápiros. Si la agarrasen un día y le dieran una somanta entre todos, a lo mejor entraba en razón. Pero, ¡ca!, no se atreven. Por dentro estarán todo el día mentándole al padre, pero por fuera, ¡ya lo vemos! "¡Bobo, lárgate! ¡Ladrón, desgraciado!" Ellos, encantados. "Si, señor; nosotros tan tranquilos." ¡Ya lo creo! Caray con esta gente, ¡asi da gusto!

El cliente sigue fumando. Se llama Mauricio Segovia y está empleado en la Telefónica. Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir. Tiene unos treinta y ocho o cuarenta años y el pelo rojo y la cara llena de pecas. Vive lejos, por Atocha; vino a este barrio por casualidad, vino detrás de una chica que, de repente, antes de que Mauricio se decidiese a decirle nada, dobló una esquina y se metió por el primer portal.

Segundo, el limpia, va voceando:

– ¡Señor Suárez! ¡Señor Suárez!

El señor Suárez, que tampoco es un habitual, se levanta de donde está y va al teléfono. Anda cojeando, cojeando de arriba, no del pie. Lleva un traje a la moda, de un color cla-rito, y usa lentes de pinza. Representa tener unos cincuenta años y parece dentista o peluquero. También parece, fijándose bien, un viajante de productos químicos. El señor Suárez tiene todo el aire de ser un hombre muy atareado, de esos que dicen al mismo tiempo: "Un exprés solo; el limpia; chico, búscame un taxi". Estos señores tan ocupados, cuando van a la peluquería, se afeitan, se cortan el pelo, se hacen las manos, se limpian los zapatos y leen el periódico. A veces, cuando se despiden de algún amigo, le advierten: "De tal a tal hora, estaré en el Café; después me daré una vuelta por el despacho, y a la caída de la tarde me pasaré por casa de mi cuñado; los teléfonos vienen en la guía; ahora me voy porque tengo todavía multitud de pequeños asuntos que resolver". De estos hombres se ve en seguida que son los triunfadores, los señalados, los acostumbrados a mandar.

Por teléfono, el señor Suárez habla en voz bajá, atiplada, una voz de lila, un poco redicha. La chaqueta le está algo corta y el pantalón le queda ceñido, como el de un torero.

– ¿Eres tú?

– ¡Descarado, más que descarado! ¡Eres un carota!

– Sí… Sí… Bueno, como tú quieras.

– Entendido. Bien; descuida, que no faltaré.

– Adiós, chato.

– ¡Je, je! ¡Tú siempre con tus cosas! Adiós, pichón; ahora te recojo.

El señor Suárez vuelve a su mesa. Va sonriendo y ahora lleva la cojera algo temblona, como estremecida; ahora lleva una cojera casi cachonda, una cojera coqueta, casquivana. Paga su café, pide un taxi y, cuando se lo traen, se levanta y se va. Mira con la frente alta, como un gladiador romano; va rebosante de satisfacción, radiante de gozo.

Alguien lo sigue con la mirada hasta que se lo traga la puerta giratoria. Sin duda alguna, hay personas que llaman más la atención que otras. Se les conoce porque tienen como una estrellita en la frente.

La dueña da media vuelta y va hacia el mostrador. La cafetera niquelada borbotea pariendo sin cesar tazas de café exprés, mientras la registradora de cobriza antigüedad suena constantemente.

Algunos camareros de caras flaccidas, tristonas, amarillas, esperan, embutidos en sus trasnochados smokings, con el borde de la bandeja apoyada sobre el mármol, a que el encargado les dé las consumisiones y las doradas y plateadas chapitas de las vueltas.

El encargado cuelga el teléfono y reparte lo que le piden.

– ¿Conque otra vez hablando por ahí, como si no hubiera nada que hacer?

– Es que estaba pidiendo más leche, señorita. -¡Sí, más leche! ¿Cuánta han traído esta mañana? -Como siempre, señorita: sesenta.-¿Y no ha habido bastante?

– No, parece que no va a llegar.

– Pues, hijo, ¡ni que estuviésemos en la Maternidad! ¿Cuánta has pedido?

– Veinte más.

– ¿Y no sobrará?

– No creo.

– ¿Cómo "no creo"? ¡Nos ha merengao! ¿Y si sobra, di?

– No, no sobrará. ¡Vamos, digo yo!

– Si, "digo yo", como siempre, "digo yo", eso es muy cómodo. ¿Y si sobra?

– No, ya verá como no ha de sobrar. Mire usted cómo está el salón.

– Sí, claro, cómo está el salón, cómo está el salón. Eso se dice muy pronto. ¡Porque soy honrada y doy bien, que si no ya verías a donde se iban todos! ¡Pues menudos son!

Los camareros, mirando para el suelo, procuran pasar inadvertidos.

– Y vosotros, a ver si os alegráis. ¡Hay muchos cafés solos en esas bandejas! ¿Es que no sabe la gente que hay suizos, y mojicones, y torteles? No, ¡si ya lo sé! ¡Si sois capaces de no decir nada! Lo que quisierais es que me viera en la miseria, vendiendo los cuarenta iguales. ¡Pero os reventáis! Ya sé yo con quienes me juego la tela. ¡Estáis buenos! Anda, vamos, mover las piernas y pedir a cualquier santo que no se me suba la sangre a la cabeza.

Los camareros, como quien oye llover, se van marchando del mostrador con los servicios. Ni uno solo mira para doña Rosa. Ninguno piensa, tampoco, en doña Rosa.

Uno de los hombres que, de codos sobre el velador, ya sabéis, se sujeta la pálida frente con la mano -triste y amarga la mirada, preocupada y como sobrecogida la expresión-, habla con el camarero. Trata de sonreír con dulzura, parece un niño abandonado que pide agua en una casa del camino.

El camarero hace gestos con la cabeza y llama al echador.

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