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– No escandalice, por favor. Mire usted para aquí. El señor Suárez miró. Del bolsillo del policía asomaban los plateados flejes de las esposas.

Pepe, el Astilla, ya se había levantado.

– Vamos con estos señores, Julián; ya se pondrá todo en claro.

– Vamos, vamos. ¡Caray, qué modales!

En la Dirección de Seguridad no fue preciso ficharlos, ya lo estaban; bastó con añadir una fecha y tres o cuatro palabritas que no pudieron leer.

– ¿Por qué se nos detiene?

– ¿No lo sabe?

– No, yo no sé nada, ¿qué voy a saber?

– Ya se lo dirán a usted..

– Oiga, ¿y no puedo avisar que estoy detenido?

– Mañana, mañana.

– Es que mi mamá es muy viejecita; la pobre va a estar muy intranquila.

– ¿Su madre?

– Sí, tiene ya setenta y seis años.

– Bueno, yo no puedo hacer nada. Ni decir nada, tampoco. Ya mañana se aclararán las cosas.

En la celda donde los encerraron, una habitación inmensa, cuadrada, de techo bajo, mal alumbrada por una bombilla de quince bujías metida en una jaula de alambre, al principio no se veía nada. Después, al cabo de un rato, cuando ya la vista empezó a acostumbrarse, el señor Suárez y Pepe, el Astilla, fueron viendo algunas caras conocidas, maricas pobres, descuideros, tomadores del dos, sablistas de oficio, gente que siempre andaba dando tumbos como una peonza, sin levantar jamás cabeza.

– ¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito! Olía muy mal allí dentro, a un olorcillo rancio, penetrante, que hacía cosquillas en la nariz.

– Hola, qué temprano vienes hoy. ¿Dónde has estado?

– Donde siempre, tomando café con los amigos. Doña Visi besa en la calva a su marido.

– ¡Si vieses qué contenta me pongo cuando vienes tan pronto!

– ¡Vaya! A la vejez, viruelas.

Doña Visi sonríe; doña Visi, la pobre, sonríe siempre.

– ¿Sabes quién va a venir esta tarde?

– Algún loro, como si lo viera. Doña Visi no se incomoda jamás.

– No, mi amiga Montserrat.

– ¡Buen elemento!

– ¡Bien buena es!

– ¿No te ha contado ningún milagro más de ese cura de Bilbao?

– ¡Cállate, no seas hereje! ¿Por qué te empeñas en decir siempre esas cosas, si no las sientes?

– Ya ves.

Don Roque está cada día que pasa más convencido de que su mujer es tonta.

¾¿Estarás con nosotras?

– No.

– ¡Ay, hijo!

Suena el timbre de la calle y la amiga de doña Visi entró en la casa al tiempo que el loro del segundo decía pecados.

– Mira, Roque, esto ya no se puede aguantar. Si ese loro no se corrige, yo lo denuncio.

– Pero, hija, ¿tú te das cuenta del choteo que se iba a organizar en la Comisaría cuando te viesen llegar para denunciar a un loro?

La criada pasa a doña Montserrat a la sala.

– Voy a avisar a la señorita, siéntese usted.

Doña Visi voló a saludar a su amiga, y don Roque, despues de mirar un poco detrás de los visillos, se sentó al brasero y sacó la baraja.

– Si sale la sota de bastos antes de cinco, buena señal. Si sale el as, es demasiado; yo ya no soy ningún mozo. Don Roque tiene sus reglas particulares de cartomancia. La sota de bastos salió en tercer lugar.

– ¡Pobre Lola, lo que te espera! ¡Te compadezco, chica! En fin…

Lola es hermana de Josefa López, una antigua criada de los señores de Robles con quien don Roque tuvo algo que ver, y que ahora, ya metida en carnes y en inviernos, ha sido desbancada por su hermana menor. Lola está para todo en casa de doña Matilde, la pensionista del niño imitador de estrellas.

Doña Visi y doña Montserrat charlan por los codos. Doña Visi está encantada; en la última página de "El querubín misionero", revista quincenal, aparece su nombre y el de sus tres hijas.

– Lo va usted a ver por sus propios ojos cómo no son cosas mias, cómo es una gran verdad. ¡Roque! ¡Roque! Desde el otro extremo de la casa, don Roque grita:

– ¿Qué quieres?

– ¡Dale a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

– ¿Eh?

Doña Visi comenta con su amiga:

– ¡Ay, santo Dios! Estos hombres nunca oyen nada. Levantando la voz volvió a dirigirse a su marido.

– ¡Que le des a la chica…! ¿Me entiendes?

– ¡Sí!

– ¡Pues que le des a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

– ¿Qué papel?

– ¡El de los chinos, hombre, el de los chinitos de las misiones!

– ¿Eh? No te entiendo. ¿Qué dices de chinos? Doña Visi sonríe a doña Montserrat.

– Este marido mío es muy bueno; pero nunca se entera de nada. Voy yo a buscar el papel, no tardo ni medio minuto. Usted me perdonará un instante.

Doña Visi, al llegar al cuarto dónde don Roque, sentado a la mesa de camilla, hacía solitarios, le preguntó:

– Pero, hombre, ¿no me habías oído?

Don Roque no levantó la vista de la baraja.

– ¡Estás tú fresca si piensas que me iba a levantar por los chinos!

Doña Visi revolvió en la cesta de la costura, encontró el número de "El querubín misionero" que buscaba y, rezongando en voz baja, se volvió a la fría sala de las visitas, donde casi no se podía estar.

El costurero, después del trajín de doña Visi, quedó abierto y, entre el algodón de zurcir y la caja de los botones -una caja de pastillas de la tos del año de la polca- asomaba tímidamente otra de las revistas de doña Visi.

Don Roque se echó atrás en la silla y la cogió,

– Ya está aquí éste.

"Éste" era el cura bilbaíno de los milagros.

Don Roque se puso a leer la revista:

"Rosario Quesada (Jaén), la curación de una hermana suya de una. fuerte colitis, 5 pesetas."

"Ramón Hermida (Lugo), por varios favores obtenidos en sus actividades comerciales, 10 pesetas,"

"María Luisa del Valle (Madrid), la desaparición de un bultíto que tenía en un ojo sin necesidad de acudir al oculista, 5 pesetas."

"Guadalupe Gutiérrez (Ciudad Real), la curación de un niño de diecinueve meses de una herida producida al caerse del balcón de un entresuelo, 25 pesetas."

"Marina López Ortega (Madrid), el que se amansase un animal doméstico, 5 pesetas."

"Una viuda gran devota (Bilbao), él haber hallado un pliego de valores que había perdido un empleado de casa, 25 pesetas."

Don Roque se queda preocupado.

– A mí que no me digan; esto no es serio. Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.

– ¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!

– No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.

– Gracias Montserrat. Usted siempre tan amable.

Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.

Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.

"Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."

– ¿Eh? ¿Qué te parece?

Doña Montserrat asiente, obsequiosa.

– Pues que muy bien me parece a mi todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.

– ¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?

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