Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– A ver si lo entiendes bien, no vayamos a meter la pata entre todos. Tú subes al piso, tocas el timbre y esperas. Si te sale a abrir esta señorita, fíjate bien en la foto, que es alta y tiene el pelo rubio, tú le dices "Napoleón Bonaparte", apréndetelo bien, y si ella te contesta "Sucumbió en Waterloo", tú vas y le das la carta. ¿Te enteras bien?

– Sí, señor.

– Bueno. Apunta eso de Napoleón y lo que te tiene que contestar y te lo vas aprendiendo por el camino. Ella entonces, después de leer la carta, te dirá una hora, las siete, las seis, o la que sea, tú la recuerdas bien y vienes corriendo a decírmelo. ¿Entiendes?

– Sí, señor.

– Bueno, pues vete ya. Si haces bien el recado te doy un duro.

– Sí, señor. Oiga, ¿y si me sale a abrir la puerta alguien que no sea la señorita?

– ¡Ah, es verdad! Si te sale a abrir otra persona, pues nada, dices que te has equivocado; le preguntas: "¿Vive aquí el señor Pérez?", y como te dirán que no, te largas y en paz. ¿Está claro?

– Sí, señor.

A Consorcio López, el encargado, le llamó por teléfono nada menos que Marujita Ranero, su antigua novia, la mamá de los dos gemelines.

– ¿Pero qué haces tú en Madrid?

– Pues que se ha venido a operar mi marido.

López estaba un poco cortado; era hombre de recursos, pero aquella llamada, la verdad, le había cogido algo desprevenido.

– ¿Y los nenes?

– Hechos unos hombrecetes. Este año van a hacer el ingreso.

– ¡Cómo pasa el tiempo!

– Ya, ya.

Marujita tenia la voz casi temblorosa.

– Oye.

– Qué.

– ¿No quieres verme?

– Pero…

– ¡Claro! Pensarás que estoy hecha una ruina.

– No, mujer, qué boba; es que ahora…

– No ahora no; esta noche cuando salgas de ahí. Mi marido se queda en el sanatorio y yo estoy en una pensión.

– ¿En cuál?

– En " La Colladense ", en la calle de la Magdalena.

A López las sienes le sonaban como disparos.

– Oye, ¿y cómo entro?

– Pues por la puerta, ya te he tomado una habitación, la número 3.

– Oye, ¿y cómo te encuentro?

– ¡Anda y no seas bobo! Ya te buscaré…

Cuando López colgó el teléfono y se dio la vuelta otra vez hacia el mostrador, tiró con el codo toda una estantería, la de los licores: cointreau, calisay, benedictine, curacao, crema de café y pippermint. ¡La que se armó!

Petrita, la criada de Filo, se acercó al bar de Celestino Ortiz a buscar un sifón porque Javierín estaba con flato. Al pobre niño le da el flato algunas veces y no se le quita más que con sifón.

– Oye, Petrita, ¿sabes que el hermano de tu señorita se ha vuelto muy flamenco?

– Déjelo usted, señor Celestino, que el pobre lo que está es pasando las de Cain. ¿Le dejó algo a deber?

– Pues sí, veintidós pesetas. Petrita se acercó a la trastienda.

– Voy a coger un sifón, enciéndame la luz.

– Ya sabes donde está.

– No, enciéndamela usted, a veces da calambre. Cuando Celestino Ortiz se metió en la trastienda, a encender la luz, Petrita lo abordó.

– Oiga, ¿yo valgo veintidós pesetas? Celestino no entendió la pregunta.

– ¿Eh?

– Que si yo valgo veintidós pesetas.

A Celestino Ortiz se le subió la sangre a la cabeza.

– ¡Tú vales un imperio!

– ¿Y veintidós pesetas?

Celestino Ortiz se abalanzó sobre la muchacha.

– Cóbrese usted los cafés del señorito Martín.

Por la trastienda del bar de Celestino Ortiz pasó como un ángel que levantase un huracán con las alas.

– ¿Y tú por qué haces esto por el señorito Martín?

– Pues porque me da la gana y porque lo quiero más que a nada en el mundo; a todo el que lo quiera saber se lo digo, a mi novio el primero.

Petrita, con las mejillas arreboladas, el pecho palpitante, la voz ronca, el pelo en desorden y los ojos llenos de brillo, tenia una belleza extraña, como de leona recién casada.

– ¿Y él te corresponde?

– No le dejo.

A las cinco, la tertulia del Café de la calle de San Bernardo se disuelve, y a eso de las cinco y media, o aun antes, ya está cada mochuelo en su olivo. Don Pablo y don Roque, cada uno en su casa; don Francisco y su yerno, en la consulta; don Tesifonte, estudiando, y el señor Ramón viendo cómo levantan los cierres de su panadería, su mina de oro.

En el Café, en una mesa algo apartada, quedan dos hombres, fumando casi en silencio; uno se llama Ventura Aguado y es estudiante de Notarías.

– Dame un pitillo.

– Cógelo.

Martín Marco enciende el pitillo.

– Se llama Purita y es un encanto de mujer, es suave como una niña, delicada como una princesa. ¡Qué vida asquerosa!

Pura Bartolomé, a aquellas horas, está merendando con un chamarilero rico, en un figón de Cuchilleros. Martín se acuerda de sus últimas palabras:

– Adiós, Martín; ya sabes, yo suelo estar en la pensión todas las tardes, no tienes más que llamarme por teléfono. Esta tarde no me llames; estoy ya comprometida con un amigo.

– Bueno.

– Adiós, dame un beso.

– Pero, ¿aquí?

– Sí, bobo; la gente se creerá que somos marido y mujer. Martín Marco chupó del pitillo casi con majestad. Después respiró fuerte.

– En fin… Oye, Ventura, déjame dos duros, hoy no he comido.

– ¡Pero, hombre, así no se puede vivir!

– ¡Bien lo sé yo!

– ¿Y no encuentras nada por ahí?

– Nada, los dos artículos de colaboración; doscientas pesetas con el nueve por ciento de descuento.

– ¡Pues estás listo! Bueno, toma, ¡mientras yo tenga! Ahora mi padre ha tirado de la cuerda. Toma cinco, ¿qué vas a hacer con dos?

– Muchas gracias; déjame que te invite con tu dinero. Martín Marco llamó al mozo.

– ¿Dos cafés corrientes?

– Tres pesetas.

– Cóbrese, por favor.

El camarero se echó mano al bolsillo y le dio las vueltas: veintidós pesetas.

Martín Marco y Ventura Aguado son amigos desde hace tiempo, buenos amigos; fueron compañeros de carrera, en la Facultad de Derecho, antes de la guerra.

– ¿Nos vamos?

– Bueno, como quieras. Aquí ya no tenemos nada que hacer.

– Hombre, la verdad es que yo tampoco tengo nada que hacer en ningún otro lado. ¿Tú a dónde vas?

– Pues no sé, me iré a dar una vuelta por ahí para hacer tiempo.

Martín Marco sonrió.

– Espera que me tome un poco de bicarbonato. Contra las digestiones difíciles no hay nada mejor que el bicarbonato.

Julián Suárez Sobrón, alias la Fotógrafa, de cincuenta y tres años de edad, natural de Vegadeo. provincia de Oviedo, y José Giménez Figueras, alias el Astilla, de cuarenta y seis años de edad, y natural del Puerto de Santa María, provincia de Cádiz, están mano sobre mano, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, esperando a que los lleven a la cárcel.

– ¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito!

– Si, y una copita de triple; pídelo a ver si te lo dan.

El señor Suárez está más preocupado que Pepe, el Astilla; el Giménez Figueras se ve que está más habituado a estos lances.

– Oye, ¿por qué nos tendrán aquí?

– Pues no sé. ¿Tú no habrás abandonado a alguna virtuosa señorita después de hacerla un hijo?

– ¡Ay, Pepe, qué presencia de ánimo tienes!

– Es que, chico, lo mismo nos van a dar.

– Sí, eso es verdad también. A mi lo que más me duele es no haber podido avisar a mi mamita.

– ¿Ya vuelves?

– No, no.

A los dos amigos los detuvieron la noche anterior, en un bar de la calle de Ventura de la Vega. Los policías que fueron por ellos, entraron en el bar, miraron un poquito alrededor y, ¡zas!, se fueron derechos como una bala. ¡Qué tíos, qué acostumbrados debían estar!

– Acompáñennos.

– ¡Ay! ¿A mí por qué se me detiene? Yo soy ciudadano honrado que no se mete con nadie, yo tengo la documentación en regla.

– Muy bien. Todo eso lo explica usted cuando se lo pregunten. Quítese esa flor.

– ¡Ay! ¿Por qué? Yo no tengo por qué acompañarles, yo no estoy haciendo nada malo.

23
{"b":"125345","o":1}