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– Mientras apruebes y te sigas portando bien no habrá problemas, tú verás lo que haces.

Javier Perillo sólo tuteaba a doña Leocadia a puerta cerrada y a solas, al principio le costaba algo de trabajo, delante de la gente la trataba siempre de usted y no se equivocaba nunca.

– ¿Y los invitados de doña Leocadia sabían estas interioridades?

– Yo creo que sí pero disimulaban, estaban bien educados, para mi que lo sabíamos todos.

La hermana pequeña de Fran se llama Becky, Rebeca, y era una niña monísima, hoy es ya una mujercita que vive con su novio, creo que trabaja en Agricultura, Pesca y Alimentación como secretaria de alguien, su novio se llama Roque Espiñeira y también es funcionario, está en las oficinas de la Escuela de Artes y Oficios, ahora tiene un nombre más largo. Matty, su hermana mayor, adora a Becky, es para ella una segunda mamá, cuando la niña era pequeña la vestía, la peinaba y la sacaba de paseo.

– La trataba como a una muñeca.

– Usted lo ha dicho, delicadísimamente, como a una muñeca de China, antes había muñecas de finísima porcelana.

Toda la ternura del mundo tropieza al final con el mismo mundo, a los caballos también los manean para que no se vayan demasiado lejos, en una cárcel inglesa parió una reclusa con las esposas puestas, los carceleros fingieron que temían que se escapara y aprovecharon para reírse un poco; Becky hubiera llorado con desconsuelo de haberse enterado del parto de la reclusa.

– ¿Se llamaba Mary Berriedale?

– No sé, ¿por qué iba a llamarse Mary Berriedale?

– No sé.

– Si esto fuera una novela, ¿no podríamos hacer que se llamase Mary Berriedale?

– Tampoco lo sé, quizá sí.

Nadie se confiesa jamás pecador, a veces lo fingen pero en el fondo de su conciencia saben que están mintiendo. Yo confieso con no poco rubor que he pecado menos de lo que hubiera querido contra los diez mandamientos de la ley de Dios, pero pienso que ya pagué un precio incluso excesivo en humillación y en dolor y que no sería justo que al final se me mandara a arder en el infierno rodeada de soledad; no quiero sublevarme contra nada, pero advierto que todos llevamos dentro un verdugo y un animal venenoso, acabo de matar una avispa y el zumbido de sus alas sigue sonando en mi corazón, es probable que lo oiga durante dos o tres horas. El demonio Lucifer Taboadela, que era de Escornabois, en la provincia de Orense, tenía mil cajas de zapatos y otras mil de puros habanos llenas de gusanos de seda para vestir siempre con muy ricas túnicas, como si fuera un rajá de la India.

Loliña Araújo y Ermitas Erbecedo, Clara Erbecedo, las abuelas de los López Santana, siguen vivas, gracias a Dios, y disfrutando de la vida cada una a su manera; las dos acabarán muriéndose de cáncer pero todavía lo ignoran, la verdad es que cl cáncer tampoco las ha avisado todavía, cáncer de mama y cáncer de útero, todo esto es lo mismo, zaratán y espigaruela, lo malo es que le muerda a una, el cáncer no es una enfermedad sino una víbora.

Loliña y Clara son amigas además de consuegras, aunque no se frecuentan mucho, Clara va algunas tardes a tomar el té a casa de doña Leocadia, allí conoció a Javier Perillo y una noche se lo llevó a su chalet de San Pedro de Nos.

– No hagas ruido, aquí mando yo, pero quítate los zapatos, no hagas ruido.

– No.

Por ejercicios de tiro de mortero, de 7 de la mañana a 5 de la tarde, durante los días 2, 9, 16, 23 y 30 del corriente mes, se declara zona peligrosa para la navegación la comprendida entre los meridianos de la isla de Izaro y peña de Ogoño, en una profundidad de 7 000 metros. Clara y Javier se metieron en la alcoba y entraron en el cuarto de baño.

– Si quieres hacer pipí, me voy.

– No.

– ¿Quieres hacer pipí?

– No.

– ¿Quieres hacer pipí delante de mí? ¡Me gustaría tanto!…

– No puedo.

– ¡Qué vamos a hacerle!

Clara, de rodillas en el suelo, lo bañó muy delicadamente, muy parsimoniosamente, le dio jabón en los sobacos, en las ingles, entre los dedos de los pies, en todo el cuerpo menos en los ojos, Clara lo besaba casi con reverencia.

– ¿Me dejas que te llame Fifí?

– ¿Por qué Fifí? Bueno, como usted guste.

A Clara se le pintaron las mejillas de arrebol.

– Tutéame, no seas tonto, ¿no ves que me estás poniendo cachonda?

– Como gustes.

Clara sonrió casi pensativa.

– Tú también estás cachondo. Te prometo que no te llamaré Fifí más que a solas, tú no preguntes, no se debe preguntar nunca nada porque trae mala suerte.

– Vale.

Clara y Fifí se amaron sin remordimientos, después, al cabo de media hora larga, la mujer se quedó con la mirada fija en el techo y dijo:

– ¿Qué tal van tus estudios?

– Van bien, gracias.

Clara se calló durante medio minuto.

– ¿Conoces a Dora, la de don Leandro?

– Sí.

– ¿Es cierto que te has acostado con ella?

– ¿Quién le dijo a usted eso?

– Tutéame.

– ¿Quién te dijo a ti eso?

Clara volvió a guardar silencio unos instantes; las pausas suelen huir de las descripciones, suelen descolocarse, nadie acierta a ponerlas en su lugar debido, las pausas son igual que los ciempiés, que huyen siempre en zigzag y como desorientados. A Clara, cuando cogió la costumbre de llamar Fifí a Javier Perillo, siempre en el chalet, gozaba acariciándole las orejas después de hacer el amor, Clara también le daba chocolate, no a la española sino a la francesa, más claro y suave, se lo daba a la boca porque era muy maternal, las mujeres muy maternales están siempre dispuestas a adorar al hombre, a entregarse al hombre, a gozar haciendo gozar al hombre. Clara, en estas situaciones, hablaba con voz mimosa, casi en falsete, a veces daban ganas de partirle la cara.

– ¿No te das cuenta, Fifí, de que Leocadia, que es una cursi, lo de menos es que sea una puta, te está chuleando?

– No digas eso, mujer.

– ¡Lo que faltaba es que también te chuleara Dora! ¿Te regala corbatas y llaveros?

– No digas eso, mujer.

A Clara, de vez en cuando, le gustaba hablar mirando para el suelo y dejando caer las palabras muy lentamente.

– Lo digo porque es verdad, el chulo deberías ser tú, Fifí, que eres el macho y además el joven, lo que no puedes ser es el chuleado, ¿no te da vergüenza?, las viejas estamos para pagar y dar las gracias. Dora es tan cursi y tan puta como Leocadia y las dos son tan viejas como yo, más viejas que yo. ¿No te da vergüenza?

– No digas eso, mujer.

Clara, desnuda y despeinada, estaba incluso hermosa.

– ¿Quieres un whisky?

– Prefiero una ginebra.

– ¿Con tónica?

– Bueno.

– ¡Nada de bueno! ¿La quieres con tónica?

– Sí, gracias.

Clara, al poco rato, al cuarto de hora o así, se puso una bata blanca muy elegante llena de bordados, parecía un camisón. Clara también se preparó una ginebra con tónica y cambió el tono de sus palabras, se conoce que volvía a su natural amoroso.

– ¡Qué gozada, Fifí! ¡Qué joven haces que me sienta!

Clara puso Cascanueces, de Tchaikovsky, en el tocadiscos, y bajó la voz para hablar, casi no se le oía.

– ¡Qué golfa soy, Fifí! Poco a poco irás sabiendo que soy una vieja golfa. El marinero que se acostó conmigo en la playa de Riazor, esto ya te lo conté, y que no supe si era alemán, holandés o danés, tampoco sueco ni noruego, resultó que era finlandés, se llamaba Erki, esto me lo contaron más tarde, esto me lo contó Ortiz, el de Efectos Navales, y tenía en el pecho un tatuaje de una mujer desnuda y con larga melena y debajo un gallardete con el yugo y las flechas de los falangistas y un nombre: Dolores. Aquella noche estaba la marea alta y las olas me mojaron las tetas, tú ni te imaginas, Fifí, cómo me las pusieron, yo ni me quitaba siquiera. Erki también tenía otro tatuaje, éste en el brazo: un ancla con una serpiente enroscada.

Clara se fue callando poco a poco y después se quedó dormida; Javier apagó el tocadiscos y la luz y también se durmió, no se despertaron hasta las nueve de la mañana y volvieron a amarse.

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