– Yo noto que la cabeza ya no me funciona como antes, ahora se me emboza como si tuviera calentura, esto de ir para viejo tiene mal arreglo, pero yo me apunto a seguir vivo, usted ya me entiende. ¿Se acuerda de aquello que le dije hace algún tiempo del nominativo del pronombre personal de primera persona?
– Pues, la verdad, no mucho, usted perdone, mi memoria ya no es la de antes.
– Está usted perdonada, la verdad es que tampoco merecía la pena, se lo decía por decir algo.
– Ya.
A Fernando Gambiño Aruñedo, el cajero de Efectos Navales Ernesto Astray e Hijos, digo, Ramiro Astray e Hijos, le dieron garrote en el patio de la cárcel por el asesinato de su esposa Berta González Abuín; mientras el señor Matías, el verdugo, hacia girar el torniquete y el reo exhalaba el último suspiro, también guiñaba la lengua bajo la piadosa bufanda del consuelo, parecía una servilleta, las gaviotas volaban graznando y alborotando sobre la Torre de Hércules.
– Descanse en paz F. G. A., que bien caro pagó un mal momento.
– Que Dios lo haya acogido en Su Santo Seno, Amén.
Cuando éramos muy jóvenes, cuando andábamos por los diecisiete o los dieciocho años, casi todos nuestros pretendientes tenían una hermana bizca y una tía coja. Federico Maroñas Arguindey, que era amigo de todo el mundo, en La Coruña lo queríamos mucho, le estaba diciendo a don Pilar Cascudo, el comisario de policía del Gobierno Civil, que era hermano de Jesusa,
– A mí no me gustó nunca emborrachar a las mujeres con anís dulce porque después pasa lo que pasa.
– Claro, tiene usted razón.
Y una recapacita: estamos al borde mismo de avergonzarnos de esta crónica amarga y sentimental, la sangre llama a la sangre y aquí vamos a acabar todos vomitando sangre.
V Desenlace, coda final y sepelio de los últimos títeres
Sola una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es que se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia.
Sancho, el cap. 68
de la segunda parte del Quijote.
LA VOLUNTAD
AYUDA MUCHO, ésa es cosa bien sabida, aunque la voluntad jamás pueda suplir a la razón, la voluntad manda pero no discierne, la voluntad no sirve más que para decidir, sólo con la voluntad no se dominan mundos, ni se derrota a la muerte, ni se desbanca el casino de Montecarlo, sólo con la voluntad no se consiguen sino logros muy modestos, ganarse el pan, encauzar la fama, bailar el tango con una mediana maestría, cada cual se defiende como se lo permite su voluntad y como puede de sus cotidianos y mansísimos o domésticos sacrilegios, ninguno del todo bien ensayado. A los hombres y a las mujeres, a los caballos y a las yeguas, a los carneros y a las ovejas no les gusta la muerte, pero se sienten atraídos por la muerte, eso pasa también con los abismos de la tierra y los acantilados de la mar, nosotros lloramos a los muertos, pero los muertos ni nos lloran ni se ríen de nosotros ni de nuestras tribulaciones, la muerte acarrea insensibilidad e inercia, cuando alguien se muere siempre alguien se alegra, es el cruel axioma de los vasos comunicantes de la sangre, no se puede amenazar de muerte a quien no teme a la muerte. Mi nombre no es Matilde Verdú, Yo digo que mi nombre es Matilde Verdú para confundir a los huérfanos, a las tórtolas y a las viudas menores de treinta años, que suelen ser bestezuelas asustadizas. Escuchadme lo que quisiera deciros, no es sólo verdad que cl incesante camino hacia la muerte, que el sendero que lleva hasta la muerte, nos lime asperezas porque también nos va sembrando el alma de esquirlas durísimas y agudísimas.
– ¿Y váyase lo uno por lo otro?
– Pues sí, quizá sí.
La muerte no enmienda ni la muerte ni la vida, el filósofo Martínez el Buey se escudó en su error y le dijo a su novia Leonarda, amor mío, sólo los elegidos de los dioses gobiernan y atemperan y amansan la muerte propia o ajena, los demás nos limitamos a morir o a matar con dignidad o vilipendio mayor o menor, aunque siempre muy limitado y mensurable, muy minúsculo y sólo medianamente pertrechado. Matilde Verdú recapacitó con serenidad.
Me doy cuenta de que esta crónica va llegando a su fin, pero no ignoro que la muerte no me restará sufrimiento porque antes, mucho antes de que acuda con su guadaña y el nuevo día rompa en el horizonte, me vaciará la conciencia de sus últimos aromáticos contenidos, todos los enfermos y todas las solitarias deben recordar que la conciencia navega por cauces paralelos a la desgracia.
Pido perdón a todos porque las circunstancias me obligan a abrir el obituario bien a mi pesar; reconozco y confieso que tiene su dulzón encanto, su almibarado atractivo, pero pese a todo proclamo que no me gusta el oficio de enterrador, el menester de sepulturero, al enemigo debe dársele defensa, el verdugo se toma demasiadas ventajas y por eso se le condena al aislamiento de una única taberna ruin, sucia y casi vacía, de nada le vale tener un nombre poético, el Tiburón de Oro, el Alce Enamorado, el Puerco Espín Trompetero, para nada le vale.
Betty Boop se llama Claudia, como algunas ciruelas y algunas mariposas, pero casi nadie lo sabe, su abuela Clara pudo haberse llamado Claudia como algunos maricones y algunas arpistas, pero se llamaba Ermitas, esto tampoco lo saben sino muy contadas personas. Betty F3oop siempre creyó más en la vida que en la muerte, pero su fe le valió de poco porque murió revolcándose en las amargas heces del dolor que no tiene ni principio ni fin, Betty Boop no pudo echar nunca raíces en la tierra y el corazón acabó ahogándosele en la soledad, ése es el castigo que Dios reserva a quienes no obedecen su mandato con los ojos cerrados: los demonios se reclutan entre los ángeles desobedientes, a los ángeles como Dios manda no se les permite ejercer la voluntad. Robert Bahamonde se casó con Betty Boop, pero el amor no pasó entre ellos de la anécdota de los latigazos con el cinto de cocodrilo y eso es poco, mejor dicho, eso no es nada, eso es algo que ni merece la pena reseñar.
– ¿Te gustan las truchas tal como salen del río?
– Sí, mucho, me gustan mucho, las truchas deberían comerse siempre crudas y vivas.
A todos los refugios de última esperanza que buscó Betty Boop se le fueron cerrando las puertas a cal y canto, algunos hasta ardieron con violentísimas llamaradas rojas, amarillas y verdes, todas las tablas de salvación a las que quiso asirse se le fueron hundiendo una detrás de otra, las había que llevaban flotando ya mucho tiempo, se les notaba la edad en que estaban recubiertas por una tupida costra de percebes inmensos e insípidos.
– ¿Por qué no cierras piadosamente los ojos a los muertos?
– Cállate, no es éste el momento de pedirme cuentas como a un cajero de dudosa fidelidad, hay que tener valor para mirar a los ojos a los muertos, a los ojos que ni te ven pero tú no lo sabes.
– Perdóname, Roque Murguía. tampoco quise ofenderte.
Hipólito Parga, el practicante de La Esclavitud, se acostó siempre con Rómula, la criada de la abuela de Betty Boop, en posturas decentes, en esa se le notaba que había sido seminarista, a Betty Boop le gustaban más las posturas indecentes, eso puede ser un juego confundidor y peligroso porque el demonio, al final, siempre acaba pasando factura, el demonio regala bienes materiales, pero no perdona deudas espirituales y el que le vende su alma acaba irremisiblemente en el infierno antes o después, el tiempo ni cuenta ni importa cuando se le condena a arder por los siglos de los siglos en la caldera de Pedro Botero, en la sartén de la eternidad. Roque Murguía era primo de Hipólito Parga y también barbero y sangrador, tenía muy justo renombre por todo cl contorno. Robert Bahamonde ejercía de aparejador en Betanzos, antes había estado en Ribadavia.