Capítulo 18
En el Santuario Celestial todos dormían; los hombres en su dormitorio común, las mujeres en sus esterillas en los salones y comedores de todas las casas que flanqueaban la calle. Algunas de ellas se habían quedado hasta bien entrada la noche rezando por el alma de Paloma de la Paz, que había abandonado el lugar. El maestro Jamie había pronunciado un sermón por ella cada día, había derramado lágrimas por ella, y les había pedido a todos que la perdonasen por su flaqueza. Al señor Bartlett nunca lo mencionaba, por eso todos sabían que no debían pensar en él ni en la manera en que se había logrado que su espíritu rebelde se sometiese.
Si algunos de ellos desobedecieran y se pasaran las horas nocturnas recordando su rostro y la forma que tenía de moverse, aquella confianza externa -o arrogancia, como el maestro Jamie la habría denominado- que había muerto al mismo tiempo que su oído, y que había sido reemplazada por el silencio, si lo hicieran, tendrían que realizar rezos adicionales.
Dulce Armonía se arrodilló en su esterilla junto a Castidad; ambas rezaron con devoción para conseguir la fortaleza necesaria para olvidar a Paloma de la Paz y al señor Bartlett, pese a que en su momento se les encomendó ayudar a la joven a cuidar de él. Dulce Armonía le servía las comidas y Castidad lo afeitaba y se encargaba de que estuviese aseado; a veces, mientras él estaba apáticamente sentado en la silla, con la mirada perdida en el vacío, los ojos de las dos jóvenes se encontraban sobre su cabeza y Armonía casi se echaba a llorar.
Trataba de no culpar a Paloma de la Paz. El maestro Jamie había dicho que tenían que perdonar, y no se podía negar que la muchacha se quedó consternada. Lloraba sin cesar, no se apartaba del lado del señor Bartlett, y repetía una y otra vez que estaba segura de tener suficiente fe, que algo había salido mal, y en una ocasión hasta llegó a decir que ojalá el maestro Jamie no la hubiese obligado a hacer aquello.
Fue precisamente al día siguiente cuando desaparecieron. Armonía y Castidad subieron hasta la habitación de la buhardilla y la encontraron vacía. Corrieron a decírselo al maestro Jamie, pero él se limitó a sonreír y a decir que había sido voluntad suya; que Paloma de la Paz ya había sufrido bastante por su falta de fe. No mencionó adónde había ido la muchacha ni qué había sido del señor Bartlett.
En lo más profundo de su corazón, pese a haber tratado de enterrarlo con rezos, con la rutina diaria y con la antigua sensación de seguridad y felicidad, Dulce Armonía sentía temor.
Miró a Castidad, que estaba encorvada sobre su esterilla iluminada por la pálida luz de la luna que entraba por la ventana, y supo que ella también tenía miedo.
Dulce Armonía se humedeció los fríos labios y levantó la cabeza lo suficiente para mirar por el cristal sin cubrir. En los dos días que habían transcurrido desde la partida de Paloma de la Paz y del señor Bartlett, una intensa helada había congelado el barro que llenaba los extremos sin pavimentar de la calle mayor. De repente, la campana de la iglesia empezó a repicar con gran estruendo; su redoble se prolongó en el aire gélido. En las esteras que había a su alrededor, otras jóvenes se movieron e hicieron esfuerzos por librarse del sueño y acudir a las plegarias de medianoche.
Algunas figuras avanzaban con paso rápido y en silencio por el centro adoquinado de la calle, penitentes a los que se les había requerido estar de rodillas en la iglesia toda la noche y rezar en compañía del maestro Jamie. Una de ellos debía de ser su discípula favorita, Ángel Divino, que siempre hacía penitencia pese a no tener ninguna obligación, ya que ella no cometía ni los errores pequeños ni los fallos que tan frecuentes eran en las demás. Cuando Ángel Divino estuviese de vuelta en la casa, ya no habría más miradas furtivas por la ventana durante los rezos, a no ser que quisieran que el maestro Jamie llamase a alguna de ellas en el siguiente servicio religioso del mediodía y le exigiese una confesión.
Dulce Armonía no creía que nadie más de la casa hubiese adivinado que Ángel las espiaba. La propia Armonía no había tenido la certeza hasta hacía muy poco tiempo, cuando encerraron en el desván a Paloma de la Paz y al señor Bartlett y Ángel Divino mostró demasiada preocupación y cariño por aquellas cuya misión era cuidar de aquel pecador rebelde. Hasta entonces, Armonía solo había sentido asombro ante el hecho de que el maestro Jamie fuese capaz de ver en su corazón y su mente con tanta claridad que conociese todas sus flaquezas.
Sentía cierto resentimiento hacia Ángel Divino. Tenía la sensación de que ese sentimiento empañaba lo que antes había estado lleno de luz y brillo. Además, tampoco era asunto suyo cuestionar las cosas. Ella amaba al maestro Jamie, igual que él la amaba a ella, pero le parecía que él no tenía ninguna necesidad de espías. Sin embargo, una vez que la sospecha se había abierto camino en su cabeza, ya no era capaz de librarse de ella. Y el hecho de extremar el cuidado para no traicionarse delante de Ángel Divino y de que el maestro Jamie nunca la llamara para que confesase su falta de fe, hacía que todo pareciese más real y preocupante.
La campana de la iglesia enmudeció. Al perderse los últimos ecos por la ladera de la colina, Armonía oyó un nuevo sonido: el golpear lento y regular de las herraduras de los cascos de un caballo sobre los adoquines.
Levantó la cabeza sin disimulo y miró a través de la ventana. Era ciertamente tarde para que el Viejo Pap -que de todos modos jamás respondía cuando le llamaban Gracia Salvadora- estuviese de vuelta de Hersham con el carromato. No creía, además, que aquel día hubiese ido a la ciudad, pero ella había estado ocupada todo el día con la limpieza del suelo de la nueva escuela dominical que iban a abrir el mes siguiente para los hijos de los campesinos.
El sonido claro y regular del metal al chocar con la piedra se hizo más intenso. Vio que dos de los penitentes se detenían en la calle. Se olvidó de sus plegarias y estiró el cuello para ver. De entre las sombras que la luna dibujaba sobre la calle apareció un caballo de color claro que se movía con calma; las crines y la cola creaban un resplandor de plata en la noche.
Armonía tragó aire. El jinete vestía una oscura capa que cubría el lomo de su montura; él y su caballo hacían que las siluetas sombrías de los penitentes en la calle pareciesen diminutas. Cuando pasó despacio por delante, el jinete alzó el rostro hacia su ventana, y bajo la sombra del ladeado tricornio, Armonía distinguió una máscara.
Era negra y plateada, adornada con el mismo dibujo que la de un bufón, con los ángulos y rombos, y la geometría distorsionada de un Arlequín nocturno. Había en ella una especie de luminiscencia, un brillo en el dibujo que hacía que los ojos pareciesen un espacio vacío, que hubiese solo vacuidad en los trazos sin sentido que formaban medio rostro: la frente, la nariz, el contorno de unas mejillas humanas. El resto quedaba en la sombra. Era como si la noche hubiese cobrado forma, como si la luz de la luna y la oscuridad fuesen a lomos de un caballo de alabastro viviente y contemplasen su ventana desde abajo.
Aquella máscara dibujada parecía hacerle una señal; parecía reírse en silencio, y resultaba aún más terrorífica por el humor que encerraba su caprichoso diseño. Armonía sintió que se burlaba de ella, que todas las creencias que daban sentido a su vida habían quedado expuestas ante aquella profunda mirada. Se agarró las manos con fuerza, incapaz de apartarse, hasta que aquella mirada espeluznante se apartó de su ventana y el caballo se alejó.
– ¡Dios nos ampare! -susurró Castidad, que se había inclinado sobre su hombro sin que Armonía se hubiese dado cuenta-. Dios nos guarde, ¡es el Príncipe! Era el mismo Príncipe, que me caiga desplomada si no lo era.
– ¿Qué? -Daba la impresión de que Armonía no tenía aire suficiente en los pulmones para hablar. Las demás jóvenes se movían y trataban de empujarla hacia atrás para poder mirar por la ventana-. ¿Acaso has perdido el juicio? -Su voz se alzó temblorosa-. ¡Ese jamás podría ser el príncipe de Gales!