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A modo de experimento, apretó la pierna contra el costado izquierdo de la yegua. Esta no reaccionó y siguió buscando algún resto de trigo en el comedero.

– Menuda ignorante estás hecha, chérie -dijo mientras le daba un tirón en la parte inferior de la crin-. Aunque la verdad es que hoy has llegado hasta aquí bastante bien, así que voy a tener que enseñarte algo más. A ver, ¿qué debería saber una yegua ciega? Quizá te gustaría aprender a hacer una reverencia como es debido. Sí, ¿qué te parece si cultivamos tus modales para que seas digna de inclinarte ante el rey?

El animal soltó un relincho contra la caja de madera.

– Mais oui.

S.T. se cogió al cuello de la yegua y desmontó con cuidado. Tras soltar la cuerda, sacó al animal del cubículo en el que estaba metido para empezar la primera clase. Cuando terminó, la lámpara se había apagado hacía tiempo; habían trabajado a ciegas. Consideró que era una situación bastante apropiada, porque así podía realmente darse cuenta del mundo en que vivía la yegua. El pobre animal ya había tenido una dura jornada de trabajo, así que no intentó enseñarle toda la pirueta en una única sesión, sino que se limitó a que aprendiese la señal para mover la pata delantera. A continuación, le dio algo más de trigo y volvió a atarlo en su cobertizo.

Durmió en el patio, sentado en el cabriolé con la capota de cuero echada para guarecerse del rocío. Cuando ya estaba bien avanzada la noche, el carruaje comenzó a traquetear y a balancearse con gran agitación. S.T. se despertó y descubrió a Nemo intentando subirse a su regazo. Gruñó y cambió de postura mientras el lobo se dejaba caer sobre sus piernas, tras lo cual le lamió la barbilla, suspiró y se acomodó; su cola y una pata quedaron colgando del concurrido asiento.

Justo al amanecer, el lobo se despertó de repente y se puso en pie, clavando las garras en el estómago de S.T. Este se quejó aún medio dormido y le dio un empujón, pero Nemo ya estaba saltando a tierra. Un grito de mujer interrumpió la tranquilidad matutina. S.T. se despertó sobresaltado y, lanzándose hacia delante, se cogió a la parte delantera del cabriolé y saltó de él. A la tenue luz del alba vio a una chica descalza de ojos negros en la puerta del establo que gritaba en dialecto: «¡Un lobo! ¡Padre, ayudadme, venid, por favor! ¡Un lobo, padre!». S.T. la sujetó de los hombros.

– Tranquila, no pasa nada. Tranquila, estás a salvo -le susurró al oído.

– ¡He visto un lobo! -gimoteó la joven abrazándose a él-. ¡He visto un lobo aquí en el patio!

– No, no, tontita -dijo S.T. mientras la acunaba entre sus brazos-. Solo son imaginaciones tuyas. La bête noire, oui? Solo ha sido tu imaginación.

Se oyó un tumulto procedente de la casa; por la parte trasera apareció el posadero a toda velocidad, seguido por una mujer gorda que blandía una escoba.

– C'est bien -les dijo S.T., que todavía sujetaba a la joven-. Solo ha sido un susto.

Ella se apartó un poco de él.

– ¡Lo he visto! -exclamó-. ¡He visto un lobo, padre!

S.T. le dio unos golpecitos en el gorro y un beso en la frente para tranquilizarla.

– No había ningún lobo, te lo aseguro. Me he levantado temprano para ocuparme de mi caballo y no he visto nada. -Levantó la cabeza y miró al padre de la desconsolada joven-. La pobrecilla es un poco lenta, ¿no?

El posadero se relajó y contempló a S.T. y a su hija; al parecer no le disgustaba que él tuviera un brazo alrededor de la cintura de la joven.

– Lenta, sí -asintió bruscamente-. Deja de molestar al señor, Angele.

La mujer gorda empezó a hablar en dialecto, llamó a Angele fresca y vaga y señaló con la escoba hacia el granero. S.T. dio un apretón a la joven, que seguía aferrada a él, para infundirle ánimos, así como una palmadita bajo la barbilla.

– Vamos, ve a hacer tus tareas -le dijo-. Te prometo que no hay ningún lobo.

La chica se soltó de él de mala gana. Sus padres volvieron a la parte trasera de la casa, pero Angele permaneció allí, con la cola de la levita de S.T. en la mano y los ojos como platos.

– ¡Lo he visto, monsieur! -insistió-. ¡He visto un lobo enorme junto a vuestra calesa!

– Que no, te equivocas…

– ¡Que sí! -gritó ella-. ¡Sí que lo he visto, monsieur!

– No seas tonta y olvídate ya de eso -dijo S.T. Para conseguir que se le pasara el susto de una vez por todas, la atrajo más hacia sí, le levantó la barbilla y la besó en la boca. Angele se puso rígida y, al cabo de un momento, se relajó, al parecer dispuesta a olvidar el incidente ante las nuevas circunstancias. S.T. levantó la cabeza y ella lo miró.

– Monsieur… -susurró.

– Ojalá pudiera quedarme un día más -dijo él para complacerla.

La chica agachó la cabeza y S.T. la dejó ir. Ella lo miró a través de sus negras pestañas con la punta de la lengua asomando entre los dientes, soltó una risita nerviosa y se metió corriendo en el establo. S.T. la observó hasta que estuvo dentro y, a continuación, se dirigió hacia la posada. Leigh estaba en la puerta, apoyada en el marco.

Merde, pensó S.T. al verla. Se detuvo y esbozó una sonrisa.

– No había ningún lobo -dijo.

– Ya. Solo uno de dos patas -replicó ella dándole la espalda.

Capítulo 9

Una semana después de que dejaran Aubenas, y mientras atravesaban las sombrías llanuras de Sologne, Leigh iba sentada en el cabriolé muy pegada al Seigneur. Se veían obligados a mantener semejante proximidad porque llevaban el equipaje en el interior del vehículo en lugar de atado en el portaequipajes de detrás como al principio. Tras el susto de la posada, S.T. se había rendido a la evidencia y había mandado hacer una jaula para Nemo. Así, el lobo viajaba ahora entre barrotes en el lugar destinado para el equipaje.

La yegua ciega soportaba la carga suplementaria con estoicismo. El despejado invierno del sur había quedado atrás y había dado paso a gran cantidad de nubes bajas. Había comenzado a llover, y la capota del cabriolé tan solo ofrecía una exigua protección.

Leigh llevaba el carruaje buena parte del tiempo; lo guiaba utilizando las órdenes orales que el Seigneur había enseñado al animal y confiando en su cada vez mayor fe en la firmeza de la yegua. S.T. dormía siempre que no estaba al mando de las riendas; Leigh pensó que debía de estar agotado después de yacer con la camarera que le había parecido tan encantadora y dicharachera la noche anterior mientras cenaban en Bourges.

En ocasiones, entre los saltos y balanceos, el cuerpo de él caía sobre el de Leigh y su cabeza terminaba descansando sobre el hombro de ella. En ocasiones, dejaba que siguiese ahí y le echase su cálido aliento al cuello, mientras mantenía la mirada fija en la fría llovizna y escuchaba los crujidos del carruaje y los rítmicos chapoteos de los cascos de la yegua.

Cayó en una ensoñación e imaginó que viajaban a algún lugar desconocido, a un hogar que nunca había visto en el que la esperaba su familia. Era Nochevieja, y todos estaban reunidos, tomando cerveza especiada caliente, pastelillos de frutos secos y budín de ciruelas, mientras las campanas repicaban por todo el cielo de medianoche. Su padre murmuraba los pasajes más importantes del sermón de Año Nuevo para no olvidarlos, y su madre le recordaba la palabra adecuada cada vez que él se olvidaba. Mientras, repartía carracas y pedía a todos que dejasen sus respectivos juegos cuando el reloj diese la hora y se preparasen para recibir al primer visitante que cruzara su umbral tras comenzar el nuevo año. Y esa primera persona que llevaría consigo suerte para el año entrante a ese hogar sería el Seigneur, atractivo, varonil y soltero, con su buena planta y su peculiar color de pelo; nadie podría desear mejores auspicios. Y seguro que la naturaleza no sería tan cruel como para darle pies planos, ya que, según la inamovible superstición, ese defecto significaba mala suerte para el nuevo año. De pronto, Leigh se dio cuenta de que le estaba mirando los pies, ocultos en el interior de sus gastadas botas altas.

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