Haciendo un esfuerzo supremo, consiguió incorporarse utilizando la espada como apoyo. Atravesó lo más rápido que pudo la armería hasta llegar a la lóbrega escalera mientras toda la estancia giraba a su alrededor. Recuperó el equilibrio, comenzó a subir un escalón tras otro y alcanzó el piso de arriba. Se agarró a la puerta de su habitación. Miró con los ojos entrecerrados en medio del vertiginoso mareo hacia su cama, iluminada por una vela, y entonces lo recordó.
– ¡Dios bendito! -exclamó antes de caer al suelo. Cerró los ojos y dejó que el vértigo se apoderase de él. Leigh se levantó de la cama. S.T. lo supo porque oyó los ruidos, pero no quería abrir los ojos por miedo a empezar a vomitar. Ella le tocó la frente con una mano muy fría.
– Lo sabía -murmuró la joven-. Son las fiebres.
S.T. levantó un brazo al notar que Leigh se inclinaba más sobre él; entonces extendió la palma y le propinó un fuerte empujón. Oyó que ella se quejaba al darse un golpe contra el suelo. Abrió los ojos y la vio delante de él intentando incorporarse.
– No es fiebre -dijo S.T. con aspereza.
Los giros estaban remitiendo, pero las náuseas se le acumulaban en la garganta. Agarró la espada y se levantó mientras intentaba respirar pese a la sensación de angustia. Durante un largo instante permaneció muy quieto, pendiente de cada músculo de su cuerpo.
– Apártate -dijo al tiempo que extendía la espada para levantarla y realizar de nuevo el mismo movimiento. Estiró el brazo adelante y arriba; se concentró en su cuerpo y en el espacio que lo rodeaba; torció la muñeca a un lado y abajo; hizo caso omiso de la agitación que empezaba a acumularse en su cabeza; puso toda su atención en el movimiento de las extremidades; se enderezó y, poco a poco, centrándose en un punto y en sí mismo, comenzó a girar, girar, girar…
– Has perdido la poca cordura que te quedaba -murmuró Leigh.
S.T. terminó de dar el lento giro y se paró de cara a ella. Las nauseas desaparecieron, y la imagen de Leigh solo se movió un par de veces antes de estabilizarse. Su negro pelo caía suelto sobre la camisa de S.T. que llevaba puesta, y su cutis lucía pálido y delicioso.
– Tienes una mirada extraña -dijo ella mirándolo fijamente con expresión adusta-. ¿Te duele la cabeza?
– No son las fiebres -repitió S.T. con impaciencia. Se puso en guardia e hizo un passado, concentrándose en el eje entre su hombro y su rodilla. El movimiento salió mejor, un poco más rápido, y el mareo tan solo fue una sombra de lo que había sentido al girar. Quizá eso era lo que había querido decir el médico. Que se obligara a permanecer mareado hasta que estar quieto de pie le resultara tal alivio que pareciese más sencillo en comparación.
Se enderezó y tomó aliento, tras lo cual atacó el pie de la cama con una estocada en quarte, abriendo la muñeca y concentrándose en el movimiento de la cadera más adelantada cuando entraba a fondo. Luego se acercó a la cama y examinó el poste; se alegró al comprobar que no había dejado ninguna marca en la madera.
– ¿Respira aún? -preguntó Leigh con sarcasmo.
S.T. la miró e hizo una leve inclinación burlona.
– Solo porque le he permitido que viviese.
– Entonces es una suerte que no hubiera postes en tu camino cuando has subido la escalera, porque no estabas en tan buen estado entonces.
– Solo ha sido un ligero mareo -dijo él en tono despreocupado-. Ya me encuentro bien.
Leigh lo observó detenidamente mientras él fingía examinar la hoja e intentaba no mirarle las piernas desnudas.
– Sí, veo que estás bien -asintió ella. El faldón de la camisa se deslizó por la parte superior de sus muslos. S.T. notó que su cuerpo comenzaba a traicionarlo de nuevo-. Por cierto, estoy a tu disposición si quieres aliviarte -añadió ella con total indiferencia.
A S.T. le enfurecía ser tan transparente. Odiaba que ella pretendiera ahuyentarlo al animarlo de ese modo. Empuñó la espada con más fuerza.
– ¿Es que todavía no me has pagado tus deudas? -preguntó con cinismo-. Tal vez lo mejor sea que llevemos las cuentas. Media corona al día por cuidarte durante tu enfermedad. Solo una libra a la semana por la sopa de pan y ajo, ya que no te gusta. Diez guineas por mi valeroso rescate de las garras de un noble depravado. ¿Te parece justo?
– Bastante justo -respondió ella-, pero no tengo dinero, como bien sabes.
S.T. miró el pie de la cama con el ceño fruncido.
– No quiero dinero -dijo y, antes de que ella pudiese decir nada, la miró y añadió-: Ni que me pagues en la cama tampoco. Lo de anoche en las ruinas no fue lo que yo quería.
– No, en efecto -dijo ella mirándolo fijamente a los ojos-, ya que parece que quieres más de lo que puedo darte, monseigneur. Espero que lo comprendas.
Lo comprendía. Era un reto, igual que la esgrima o montar a caballo. Había perdido su pericia para l'amour y tenía que recuperarla. Ya estaba más afianzado con la espada, lo notaba. Podría hacerle el amor si conseguía tenerlo todo bajo control. Entonces ella caería de rodillas suplicándole, como le había ocurrido cientos de veces. Hasta el momento lo había estropeado todo, ya que Leigh lo había visto en su peor momento pero, si era capaz de mantenerse despejado, se iba a enterar de lo que era bueno. Se resarciría de las pérdidas y saldría triunfante, tal como le había pasado cientos de veces.
Se cogió con una mano al dosel y la miró con la cabeza inclinada.
– Puedes quedarte con la cama esta noche -dijo con el tono cortés de un galán-. Nos vamos al amanecer.
Capítulo 7
Partieron de Col du Noir con el mistral en contra. El viento había empezado a soplar durante la noche, y aullaba por todo el desfiladero y alrededor de los muros del castillo como mil lobos a pleno pulmón. Un sonido sordo y bajo como un chirrido parecía llenar el aire. Podría volver loco a cualquier hombre que lo escuchara el tiempo suficiente; se le metería en la cabeza, corazón y huesos y terminaría por gritar a su mujer y pegar a sus hijos con tal de escuchar algo humano. S.T. lo sentía tanto en el oído malo como en el bueno. Era más una vibración que un sonido, como si un gigante estuviera tarareando en el interior de la tierra una nota monocorde y constante que no parase nunca.
Pese a ser el primer día que soplaba, el viento conseguía que todo el mundo estuviera irritable, y lo más probable, tratándose de la época del año en que se encontraban, era que esa tempestad que los franceses llamaban vent du nord durase semanas. Solo la señorita Strachan no parecía afectada; claro que era la primera vez que lo vivía. De momento el mistral solo era un viento más para ella.
No había ningún medio de transporte en condiciones para salir de La Paire, incluso en el caso de que hubiesen tenido dinero. S.T. quería reservar los veinte luises de oro, por lo que únicamente se desprendió de los patos y de treinta libras a cambio de un burro bastante pasable que esperaba poder revender y así sacar el dinero para alquilar un carruaje que los llevase a París. El animal cargaba con la silla y la brida de Charon, además de con un pequeño alijo de comida que valía otros cuantos sous, y que S.T. esperaba que bastase para pasar las cuatro noches que consideraba que tardarían en llegar a Digne. Había echado cuatro camisas y un par de pantalones negros de seda y, tras colgarse la colichemarde del cinturón y ponerse la otra más pesada a la espalda, partieron a paso ligero por el camino que conducía al este.
Los árboles y las laderas de las montañas los protegían algo del mistral pero, de todos modos, el viento bajaba silbando con una fuerza heladora por los valles. S.T. observó que las mejillas de la señorita Leigh Strachan enrojecían cada vez más bajo el sombrero que llevaba encasquetado en la cabeza; sin embargo, seguía avanzando por el otro surco dejado por los carros mientras tiraba del burro.