Capítulo 16
En el interior del sencillo y limpio comedor de la que alguna vez había sido una casa familiar importante, todos quisieron sentarse al lado de su nuevo amigo el señor Bartlett. En el Santuario Celestial lo adoraban; era uno de aquellos que habían estado esperando. Su «poder» los acercaba un paso más al día en que Jamie los conduciría hasta un futuro en el que tendría lugar la llegada del mundo de Dios.
Todo elemento decorativo había sido retirado de aquella estancia; no había cuadros, ni chimenea ni alfombras. Tan solo quedaban los adornos de escayola del techo. Habían añadido dos mesas, pese a que los miembros masculinos de la congregación de Chilton apenas llenaban una. Cuando las muchachas empezaron a servir la comida, tuvieron que hacer esfuerzos para pasar entre tanta silla vacía, y levantar las teteras en lo alto, por encima de sus cabezas.
S.T. recibió una generosa porción de gachas de avena, adornadas con rodajas de manzana y sazonadas con demasiada sal por un vecino de mesa excesivamente entusiasta, empeñado en compartir el momento con él; miró lleno de dudas aquella enorme ración. Puede que en el Santuario Celestial no comiesen con mucha frecuencia, pero estaba claro que, cuando lo hacían, lo hacían en abundancia.
Todo el mundo guardó silencio; las jóvenes que servían formaron una hilera junto a la pared, y todas las cabezas se inclinaron. Uno de los hombres inició una plegaria en voz alta, y cuando dijo «amén», fue el turno de otro, al que siguió otro más, el orden en el que todos rezaban era aleatorio, al igual que la longitud de los rezos. S.T., sentado en su duro asiento, vio cómo las gachas se enfriaban y se llenaban de grumos. El hambre hacía que la cabeza empezase a dolerle.
En algún momento durante el transcurso de los rezos, se abrió la puerta principal y los clérigos visitantes hicieron su entrada en la estancia. En voz baja, dos de las jóvenes presentes los llevaron más allá del comedor, con sus mesas y sillas de sobra, hacia la parte trasera de la casa.
El murmullo de las plegarias continuó. Tras un buen rato, llegó hasta S.T. una vaharada de tentador aroma a carne y pan recién hecho, pero nadie llevó nada más al comedor. Poco a poco, se dio cuenta de que era a los otros visitantes a los que estaban dando de comer, y de que lo que les servían no eran precisamente gachas frías.
Por fin, se hizo en el comedor un profundo silencio. S.T. añadió al resto su propio ruego silencioso de que al fin pudiesen empezar a comer. Caía la oscuridad, e incluso unas gachas con grumos resultaban apetecibles.
Los clérigos visitantes aparecieron por el pasillo, conducidos por Chilton, quien les dio las buenas noches desde la entrada principal, y les aseguró que el carromato los esperaba en las caballerizas, listo para llevarlos de vuelta a Hexham.
Varios de los hombres sentados a la mesa soltaron una risita. Uno de ellos le dio un codazo con aire de conspirador a S.T.
– No comemos con los de fuera si no queremos -dijo entre susurros.
– Qué encantador -dijo S.T. y levantó la cuchara.
Recibió otro codazo.
– Todavía no, todavía no -susurró su vecino-. Las muchachas comen antes.
S.T. bajó de nuevo la cuchara. Chilton entró en el comedor y se quedó junto a la puerta, con las manos alzadas dispuestas para bendecir y con la cabeza inclinada. Pronunció otra plegaria, que se prolongó con tono afable en una charla sobre el tiempo, la cosecha y la cantidad de encaje que las jóvenes habían hecho, a la vez que le hacía recomendaciones a Dios para que mejorara las cosas, como si de un colega que necesitara el consejo de un amigo se tratara. S.T. empezaba a sentirse mareado.
– Amén -dijo Chilton al fin-. Compartamos nuestros bienes.
Al oír esas palabras, las jóvenes que estaban en fila junto a la pared se acercaron a la mesa. S.T. frunció el ceño al ver que cada una de ellas se arrodillaba junto a uno de los hombres. Abrió los ojos con sorpresa cuando los hombres cogieron sus cuencos, empezaron a darles gachas frías a las jóvenes con la mano y a introducírselas en la boca con una cuchara. Entraron todavía más jóvenes en la estancia y formaron filas tras las que estaban arrodilladas.
Una recatada figura se arrodilló al lado de S.T. La joven levantó el rostro: era Paloma de la Paz. Su actitud era la de quien espera la comunión, con los ojos cerrados y los labios ligeramente entreabiertos. La paciencia de S.T. llegó al límite. Ya no soportaba más aquel lugar; estaba harto. Agarró el cuenco con las gachas, metió en él la cuchara y se lo ofreció.
– Tomad, es vuestro. No hay necesidad de que os comportéis de esa manera, por el amor de Dios.
La joven abrió los ojos y lo miró fijamente.
– ¿No queréis compartirlo?
– Lo compartiré -dijo S.T. con brusquedad. Había tenido que volver la cabeza con el fin de oír la suave voz de la muchacha con el oído bueno-. Pero lo que no voy a hacer es daros yo de comer. Levantaos del suelo. Es una idiotez.
El estrépito de platos y cubiertos enmudeció a su alrededor. La joven se mordió el labio y apartó la mirada.
– Me estáis avergonzando -susurró en medio del repentino silencio.
– Es que no lo entiende -dijo Chilton afectuosamente-. Tienes que enseñarle, Paloma.
La joven tragó saliva,
– Yo… yo no sé hacerlo.
– Estoy a tu lado. Encontrarás la forma. Ten fe.
La muchacha asintió y volvió a mirar a S.T. con aire de súplica.
– Compartir indica que a vos os importo yo. Indica que os encargaréis de cuidarme y protegerme, al igual que todo hombre está obligado a cuidar y proteger a la mujer, esa es la voluntad de Dios.
– Indica que la mujer obedece con alegría -añadió uno de los hombres con toda seriedad- mientras se muestra llena de gracia y sumisa, como está en su naturaleza hacer. Paloma es muy buena; es alegre y humilde. No tenéis por qué temer nada.
– Esto es absurdo -dijo S.T.
– Por favor, compartid la comida conmigo como está mandado -susurró Paloma-, os sentiréis mucho mejor.
– Difícilmente podría sentirme peor -respondió S.T. al tiempo que apartaba su silla y ponía las gachas en el suelo-. Ahí tienes, chucho. Come como si fueses la mascota de alguien si eso es lo que quieres.
Un murmullo de desaprobación recorrió la estancia. Paloma se cubrió el rostro con las manos.
– Por favor -rogó-. ¡Tened piedad!
S.T. titubeó. Todos lo miraban como si hubiese golpeado a la muchacha; todos menos Chilton, que sonreía benevolente ante la escena.
Paloma de la Paz gimoteó en silencio y lo agarró de la pierna. S.T. volvió el rostro de nuevo para oír qué decía.
– Estoy tan avergonzada… -murmuró la joven entre los dedos-. ¿Es que no me queréis?
– ¡Que si os quiero! -repitió él, aturdido. Bajó la vista hasta la figura encogida a sus pies-. Paloma -dijo, lleno de impotencia-. Lo siento. No quiero causaros ningún disgusto, pero… no es esto lo que quiero hacer. Como ya os dije, no voy a quedarme.
La joven sacudió la cabeza sin levantar el rostro. A continuación, bajó las manos, acercó hacia ella el cuenco con las gachas, se llevó la cuchara a la boca y se puso a comer allí en el suelo.
– Si esto es lo que deseáis, me someto a vuestra voluntad -declaró la joven mientras las lágrimas caían por sus mejillas-, pero, por lo que más queráis, no os vayáis.
– ¡Compartid con ella! -urgió a S.T. uno de los hombres.
– ¿No veis que la estáis humillando?
Otro hombre le dio unas palmaditas a Paloma de la Paz en el hombro.
– Pero ¿por qué le hacéis daño? ¡Pobre Paloma! No llores, cariño. Ven aquí que yo sí que compartiré contigo.
Paloma negó vehementemente con la cabeza.
– Yo soy obediente -gritó-. ¡Lo soy! Haré lo que el señor Bartlett me ordene.