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– ¡Dios mío!

– Este es el poder sanador de Dios -dijo Chilton-. Dios te bendice por habernos traído al señor Bartlett. ¿Ha desaparecido tu dolor, preciosa criatura?

– Sí -contestó Paloma de la Paz entre suspiros. Se dejó caer hasta quedar sentada sobre los tobillos y levantó los ojos abiertos de par en par hasta Chilton-. Se ha ido.

Un murmullo recorrió la congregación. La gente empezó a ponerse en pie y a rezar en voz alta, entre ellos los clérigos visitantes. Palabra Verdadera besó la mano de S.T. y empezó de nuevo a lloriquear.

– El Señor ha traído hasta nosotros al señor Bartlett -proclamó Chilton por encima del devoto clamor-. Señor Bartlett -y miró hacia S.T.-, ¿queréis venir? ¿Querréis entregarnos el don que el Señor ha depositado en vos?

S.T. se aclaró la garganta.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó, y mantuvo la voz baja-. ¿Estáis…?

– ¡Por el amor de Dios! -gritó Chilton-. ¡Sí! ¡Por su amor! -Le tendió la mano-. ¿Venís, entonces? Señor Bartlett, no creáis que podéis hacer esto solo. No caigáis en el error del orgullo. No podéis iros y realizar por ahí fuera los milagros que aquí presenciamos a diario; pero si os unís a nosotros; si os convertís en parte de nuestra familia divina, mantendréis el poder de curar para utilizarlo al servicio de los demás. Vos lo poseéis en vuestro interior, señor Bartlett, un poder como nunca había percibido en todos los años que llevo al servicio del Señor. ¿Querréis venir?

– Prefiero no hacerlo -dijo S.T.-. Gracias.

Los gemidos y murmullos a su alrededor enmudecieron. Paloma de la Paz lo miró. En sus ojos no había reproche, tan solo tristeza. Se puso en pie, se acercó hasta la barandilla de los rezos y se inclinó sobre ella para asirle la mano. S.T. sintió una especie de chasquido cuando se produjo el contacto entre ellos, un pálido eco de las dolorosas chispas que habían saltado entre él y Chilton. La joven también lo había percibido; tragó aire sorprendida, y a continuación lo contempló con adoración.

– Por favor -le susurró-. Por favor, quedaos y ayudadnos.

Chilton podía haber predicado todo el día y Palabra Verdadera haber llorado hasta quedarse sin lágrimas, pero no habrían logrado el efecto de aquellos ojos brillantes, esperanzados de mujer. S.T. trató de decir que no: era imposible, era ridículo, aquello no era más que un engaño de algún tipo, pero justo en aquel momento, fue incapaz de encontrar las palabras necesarias para hacerlo.

Respiró profundamente, apretó la mandíbula y dijo:

– Muy bien. ¿Qué debo hacer?

– Rezar -dijo Chilton al instante, y la congregación empezó a arrodillarse-. Venid aquí arriba conmigo y con vuestra amada Paloma de la Paz, y uníos a nosotros en nuestras plegarias.

No le quedó más remedio que ir y arrodillarse, unir de nuevo sus manos con las de ellos y escuchar durante mucho rato, hasta que las piernas empezaron a dolerle, el estómago a quejarse y la luz que entraba a través de la vidriera dibujó sombras cada vez más grandes en el suelo.

S.T. caviló sobre la manera en que Chilton se las había arreglado para hacer aquella demostración de «poder». De que había usado la electricidad, no tenía ninguna duda; había oído testimonios sobre la sensación que producía. En Francia era la última moda. En una ocasión aplicaron una descarga sobre ciento ochenta miembros de la guardia real a la vez para diversión de los parisinos; la noticia se extendió y, unos ocho meses más tarde, llegó hasta La Paire. El único misterio residía en el método utilizado por Chilton. S.T. creía que era necesario contar con algún tipo de máquina, aunque no veía nada que pudiese servir a tal fin.

Si alguien más dudaba de la teoría del poder curativo de Chilton, no lo mencionó. El servicio continuó hasta que casi fue de noche. S.T. se moría de hambre. Cuando por fin se acabó, se puso en pie y estiró con cuidado sus doloridas extremidades. Se apartó de Chilton y se aproximó al grupo de clérigos visitantes.

Todos lo contemplaron admirados, y el que había estado sentado a su lado se humedeció los labios.

– Jamás lo hubiera creído -murmuró, e hizo ademán de estrechar la mano de S.T. antes de titubear y detener el gesto, como si hubiese recordado que no quería tocarlo. Se volvió hacia sus compañeros y dijo-: Si no lo hubiese experimentado por mí mismo, me habría mofado.

Los demás parecían incómodos, pero antes de que S.T. tuviese ocasión de contestar, intervino un numeroso grupo de la congregación de Chilton; empezaron a rodearlo, a hablar todos a la vez y a darle la bienvenida al seno de su familia. Palabra Verdadera se abrió paso a empujones a través del grupo de mujeres y besó de nuevo la mano de S.T., que la retiró bruscamente, pero luego todas las jóvenes repitieron el gesto. Paloma de la Paz lo abrazó. Cuando consiguió librarse de aquellas muestras de hospitalidad y salió al patio de la iglesia, todos los visitantes habían desaparecido.

Chilton estaba en los escalones de la entrada y hablaba con un pequeño grupo de fieles. Se volvió hacia S.T., y lo agarró de los hombros.

– ¡Estoy rebosante de alegría, señor! Os bendigo por la decisión que habéis tomado.

– Apartad las manos de mí -dijo S.T. con brusquedad y agarró con fuerza la espada-. He cambiado de opinión.

Chilton le dio unas palmaditas en el hombro y lo soltó.

– En ese caso, lo siento. -Y movió la cabeza-. A veces sucede esto, se hacen promesas apresuradas de las que luego se reniega. Nosotros no deseamos que os quedéis si no estáis totalmente preparado.

– ¿No os quedáis? -Paloma de la Paz apareció detrás de S.T.-. ¿Es que vais a iros?

– Sí -respondió él, y cruzó su mirada por un instante con la de la joven antes de apartar los ojos, incómodo-. Jamás fue mi intención quedarme.

La joven se llevó la mano a los labios.

– Ah. Lo siento muchísimo. -Y bajó la mirada al escalón-. Gracias por tocarme con las manos. El dolor de cabeza ha desaparecido.

– No os he dado nada que no tuvieseis antes -dijo S.T. con dulzura.

Chilton lo asió por el codo.

– Si fuerais tan amable de esperar un momento, me gustaría ir con vos y con mi pequeña Paloma hasta las caballerizas.

A S.T. le habría encantado renunciar a tal privilegio, pero el rostro de Paloma se iluminó y, por ella, esperó mientras Chilton desaparecía en el interior de la iglesia hasta que volvió a unirse a ellos minutos más tarde. Cuando bajaron por la calle mayor y pasaron ante la casa en la que S.T. había conocido a Paloma de la Paz, Chilton comentó que tal vez la joven quisiese retomar sus labores.

Paloma obedeció sin protestar, se limitó a tomar la mano de S.T. y darle un fuerte apretón antes de darse la vuelta y atravesar corriendo la verja.

– Me temo que le habéis roto el corazón -comentó Chilton con cierto tono divertido cuando continuaron adelante-. ¡Qué joven más tonta!

– Y que lo digáis -respondió S.T.

Chilton suspiró e hizo un gesto de asentimiento.

– Hay pocos que lleguen hasta nosotros con tanta inocencia como Paloma, tras haber pasado por las peores circunstancias que los seres humanos puedan provocar.

– Sí, eso no lo dudo -asintió S.T. con aire serio-. Yo jamás habría adivinado que procedía de la calle si ella no me lo hubiese contado. Habría dicho que se había criado en el seno de una buena familia.

– Me siento gratificado -fue el comentario de Chilton-. Muy gratificado. La educación es parte importante de nuestra misión, ¿sabéis? Ah, ahí está la pequeña Castidad. ¿Está lista la montura del señor Bartlett, amada mía?

– No, maestro Jamie, señor, no lo está. -La joven que surgió de entre la oscuridad del establo hizo un gesto negativo con la cabeza-. Ese caballo estaba a punto de perder una herradura y el viejo Pap…, ay perdón, quiero decir Gracia Salvadora se lo ha llevado para arreglarlo.

– Espero que no tengáis excesiva prisa, señor Bartlett. ¿Os gustaría cenar con nosotros?

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