– ¡El príncipe de los bandoleros! ¡El señor de la medianoche! El Seigneur francés. El Viejo Pap me contó que lo vio una vez, con esa máscara de infiel, a lomos de un caballo negro como la noche.
– Es un caballo blanco -dijo Armonía.
– ¿Y a qué ha venido? -De pronto los dedos de Castidad se clavaron en su brazo y la joven arrastró a Armonía hacia la puerta, alejándola de la ventana-. ¿Y si resulta que es por el señor Bartlett? -le musitó al oído-. ¿Y si el señor de la medianoche busca venganza por lo que hizo Paloma?
El Seigneur. Armonía de súbito entendió a quién se refería; se acordó de historias, de periódicos y de clases de francés. Le Seigneur… le Seigneur de Minuit. ¡Claro! Sintió que el terror y una emoción nueva ceñían su garganta. Agarró su chal y tanteó en la oscuridad hasta encontrar sus zapatos y calzárselos en los pies desnudos. Castidad ya había salido a trompicones por la puerta y había tropezado con el pasamanos de la escalera en la oscuridad. Ambas corrieron a la calle con el resto de las jóvenes en tumulto tras ellas. Como si aquella prisa hubiese roto el encantamiento, salieron otras muchachas de otros dormitorios. Algunas con las faldas a medio poner; otras todavía descalzas sobre el suelo helado. Nadie hablaba. Todas se dirigieron veloces a la iglesia, ante cuya escalinata se había detenido el caballo.
Armonía y Castidad fueron las primeras en llegar. La figura montada sobre el animal volvió la cabeza; la extravagante máscara miró hacia ellas.
Al instante, las jóvenes se detuvieron, jadeantes. Dulce Armonía se ciñó el chal y deseó acercarse más, dividida entre el miedo y la fascinación.
– ¿Sois el señor de la medianoche? -La pregunta de Castidad fue directa, pero bajo el vestido de lana sus pechos temblaban agitados.
La máscara se volvió hacia ella. Bajo la superficie pintada, el hombre sonrió; la luz que había era suficiente para ver que su boca se curvaba hacia arriba.
El caballo blanco se dio la vuelta y se situó frente a Castidad. Levantó una de las patas delanteras, extendió la otra, y se inclinó ante ella, el elegante cuello arqueado y la larga crin delantera rozaron el suelo.
– Je suis au service de mademoiselle -dijo el jinete con una maravillosa voz grave.
Un murmullo nervioso de placer salió del tembloroso grupo de jóvenes a sus espaldas.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Castidad con voz estremecida.
Dulce Armonía posó la mano sobre su hombro.
– Ha dicho que está a tu servicio -murmuró-. No hables con él.
– ¡Ah! Cette petite lapine parle français. -Su voz sonó divertida. El caballo blanco se enderezó. Sacudió la cabeza y dio un respingo mientras caracoleaba sobre las patas delanteras-. ¿Por qué razón no debería hablar conmigo? -preguntó cambiando de idioma-. Es más valiente que tú, conejita.
– ¡Marchaos! -Dulce Armonía trató con todas sus fuerzas de mantener la voz firme, pero el frío la hacía temblar como una hoja.
El hombre se llevó la mano al corazón.
– ¡Eso me hiere! -dijo con voz acongojada. Su guante negro refulgió con los adornos de plata.
– Al maestro Jamie no le gustará vuestra presencia aquí.
– Pues en ese caso que sea él quien venga a decírmelo, ma petite. Deseo tener el honor de conocerlo.
La puerta de la iglesia se abrió; el resplandor de una vela se proyectó sobre los escalones, pero al instante desapareció ya que el maestro Jamie dejó que la puerta se cerrase de golpe. Si le sorprendió ver al jinete y al grupo que con él estaba, no dejó que se trasluciera. Se quedó quieto un momento en lo alto de la escalinata. Bajo el sombrero, la empolvada cabellera parecía cubierta de polvo a la luz de la luna.
Alzó ambas manos.
Armonía se puso tensa. Estaba segura de que él no estaba nada contento; tuvo miedo de que desde lo alto lanzase una amenaza terrible sobre el hombre y el caballo blanco, de que exigiese un castigo peor que el aplicado al señor Bartlett, porque, ¿qué podía ser más insolente? ¿Qué podía resultar más profano y provocador que aquella figura sonriente que se atrevía a mantenerse erguida y en silencio ante él? El señor de la medianoche era un salteador de caminos, un proscrito, un renegado que representaba el reto, la discordia y el desafío; todo aquello que el maestro Jamie afirmaba que era fuente de corrupción.
El maestro Jamie empezó a rezar en voz alta y sus palabras la dejaron helada.
– El Señor, Dios de los ejércitos, ha declarado: abomino de las soberbia de Jacob -entonó-, porque he aquí que el Señor ordenará que la gran casa sea reducida a ruinas, y la pequeña, a pedazos.
Armonía percibió que las muchachas que estaban a su alrededor se movían inquietas. Algunas de ellas retrocedieron; todas sabían lo que venía a continuación.
– Vosotros trocáis en veneno el juicio -la voz subió de tono- y en ajenjo el fruto de la justicia, vosotros que os alegráis con lo vacuo. -Bajó las manos y se quedó con la mirada fija en el hombre que estaba ante él-. Pero he aquí que yo levanto contra vosotros una nación -dijo con suavidad y aire de amenaza. Armonía vio que dos compañeras se inclinaban y buscaban piedras por el suelo.
Abrió la boca, y volvió a cerrarla. Quería advertir al hombre, pero no se atrevía a hacerlo. Ángel Divino estaba justo a su espalda; se había arrodillado a coger una piedra. Si Armonía le avisaba, le impondrían un castigo; la aislarían y le negarían su cariño. Los temblores recorrían su cuerpo de arriba abajo, y se dejó caer sobre las rodillas.
– ¡Y ellos os oprimirán -gritó de repente el maestro Jamie- desde la entrada de Jamat al torrente de la Arabah!
El caballo blanco se movió y subió el primer escalón que conducía a la iglesia. Se inclinó hacia delante, y tocó con el hocico el rostro del maestro Jamie.
Armonía, de rodillas, se puso a rezar sin apartar la vista. Todo el mundo permaneció en silencio, excepto el maestro Jamie, que continuó con sus rezos entre gritos, con los ojos cerrados, como si aquel animal no estuviese allí. El caballo empezó a mordisquear el ala de su sombrero, lo tomó entre los dientes y se lo arrancó de la cabeza. Después se dio la vuelta y se quedó frente a ellas, con el sombrero colgando juguetonamente de la boca. El animal se aproximó a Ángel Divino, que se echó hacia atrás mientras el caballo movía el sombrero hacia arriba; luego, lo dejó caer completamente torcido sobre la cabeza de la joven.
El animal retrocedió, movió la cabeza de arriba abajo, levantó del suelo las patas delanteras y las unió en un impecable y elegante avance.
– Absolutamente deslumbrante -murmuró el señor de la medianoche.
El imponente caballo continuó la marcha a paso lento, y nadie, ni siquiera Ángel Divino con aquel absurdo sombrero en la cabeza, se atrevió a interponerse en su camino.
– Au revoir, ma courageuse chérie -dijo el jinete, que se inclinó hasta rozar la mejilla de Castidad al pasar-. Si quieres, volveré a por ti una noche.
El maestro Jamie había enmudecido. En medio del silencio, Ángel Divino levantó la mano y lanzó su piedra, pero el caballo ya se alejaba, fuera del alcance de la mala puntería de la muchacha. La piedra fue a dar entre los hombros de Castidad.
– ¡Pero bueno! -Castidad pegó un brinco y se volvió-. ¡Maldita seas, cabeza de gusano! ¿Por qué has hecho eso? -Se abrió paso hasta llegar a Ángel y le pegó un empujón que hizo que la muchacha diese con los huesos en el suelo, pero Castidad no se detuvo a comprobar los resultados de su acto, ni siquiera cuando el maestro Jamie pronunció su nombre, sino que corrió calle arriba tras el caballo.
Dulce Armonía también echó a correr. El caballo con su jinete ya había desaparecido en la oscuridad de la noche. Alcanzó a Castidad a mitad de la calle, la agarró del brazo y la hizo entrar en la casa que compartían. Su única esperanza era que el maestro Jamie tuviese otras cosas en que pensar y se olvidara de que Castidad había levantado la mano con violencia contra una de las favoritas de su rebaño.