El Seigneur la miró con expresión de estar sorprendido, y un tanto decepcionado, ante semejante negativa.
– Te tiene miedo -repitió.
– ¡Ha atacado a un hombre!
– ¿Y qué harías tú si alguien te cogiera y te pegara en la cara?
Leigh tomó aliento y soltó una risa nerviosa. Luego miró a S.T.
– Ya sé que te he insultado, pero ¿quieres arrojarme a una muerte segura para que expíe mi culpa?
– ¡Estás asustada! -exclamó él impostando un tono de sorpresa-. ¡La joven que quiere matar al reverendo Chilton está asustada!
Leigh le dio la espalda.
– No es lo mismo -dijo.
– ¿Y cómo puedes estar tan segura? Cuando estés ante Chilton, ¿cómo sabes que tendrás fuerzas para llevar a cabo tu propósito si no las tienes ahora?
Leigh se volvió hacia él como movida por un resorte.
– ¡No es lo mismo! ¡A él lo odio!
– Hace falta algo más que odio para matar a un hombre inteligente, Sunshine -afirmó S.T. de manera tajante-. Hace falta cerebro. Intento enseñarte algo que puedas usar en tu provecho. Ese caballo es un arma, si tienes el valor suficiente para adiestrarlo.
Leigh frunció el ceño y miró a la bestia salvaje que trotaba bordeando el cercado.
– Creía que a mí me correspondía el caballo zaino -dijo al fin.
S.T. negó con la cabeza.
– El zaino sirve para pasear, pero este… Dios mío, míralo. Es magnífico. Demuéstrale que tienes valor y confianza en ti misma y te llevará hasta el mismo infierno si se lo pides.
Justo en esos momentos el caballo estiró todos los músculos de su cuerpo con enorme poderío, dio una coz al aire y echó a galopar por todo el cercado con la cola al viento. Leigh volvió a notar esa extraña sensación en el pecho mientras observaba la expresión embelesada del Seigneur al verlo. Quería ese caballo para él, pero estaba obligándola a aceptarlo para sí. S.T. la miró muy serio y expectante con sus ojos verdes. De pronto, Leigh se sintió indefensa; esa debilidad que se acumulaba en su interior impedía que le salieran las palabras y su maldito labio inferior amenazaba con echarse a temblar. S.T. le cogió una mano, puso el látigo en ella y cerró sus dedos alrededor de la empuñadura de cuero.
– Yo te ayudaré -dijo-. Te iré diciendo qué tienes que hacer.
Leigh miró al suelo mientras intentaba por todos los medios controlar el revelador temblor de su boca.
– No me importa en absoluto si ese maldito caballo me mata -murmuró. Dejó caer el extremo del látigo hasta que descansó sobre la mullida hierba y, a continuación, levantó la cabeza y miró al espléndido demonio que la aguardaba en el cercado-. Me importa un comino lo que pueda pasarme.
S.T. la observó mientras saltaba la valla y caminaba hasta el centro del cercado. No estaba muy seguro de por qué había insistido tanto en que lo hiciera. Él podría adiestrar al caballo más rápido y mejor y, además, quería hacerlo; quería ayudar a aquel animal embrutecido y beligerante a aprender que se podía confiar en una persona.
Pero Leigh pensaba que él era un fraude, que todo era una mera cuestión de suerte, así que, en lugar de encargarse él de domar al caballo, prefería que fuese ella quien tuviera que pasar por ese trago. Quería que fracasara; de ese modo después él podría enseñarle a hacerlo. No temía por su seguridad, ya que el animal no era aún un caso perdido. No era salvaje y feroz por naturaleza, sino un semental lleno de vida e inteligencia que había tenido la desgracia de ser siempre tratado muy mal y había aprendido todos los trucos para frustrar cualquier intento de domarlo. Castrarlo había sido un crimen y un lamentable desperdicio, pero esos flemáticos ingleses nunca sabían qué hacer con los sementales, así los emasculaban y los enganchaban a un carruaje. Por lo menos Hopkins, o algún otro idiota como él, no había podido cortarle la cola. Probablemente no habría conseguido sujetar el caballo el suficiente tiempo para hacerlo.
La actitud del caballo, que tenía las orejas tiesas y resoplaba de forma regular mientras miraba fijamente a Leigh, no parecía entrañar ningún peligro para ella. Se sentía libre, al menos de momento, además de un tanto curioso. Todavía tenía sangre seca en el rostro y el cuello. Daba la impresión de que hacía semanas que no lo cepillaban; los pegotes de barro y las manchas de hierba estropeaban el pálido pelaje, pero, pese a todo, seguía siendo el animal más precioso que había visto desde que había perdido a Charon. En la feria había destacado cual Galahad mugriento entre la chusma.
S.T. se dirigió a Leigh en tono sereno.
– Tienes que quedarte un poco por detrás de él cuando lo hagas mover. -El caballo levantó una oreja al oír su voz-. Cuando le pidas que se dé la vuelta, avanza un paso hacia él, utiliza el látigo y la voz, pero déjale mucho espacio. Si tienes miedo de que te arrolle, sal de en medio. No lo acorrales. Y no te quedes ahí como si te hubiesen plantado. Haz que se mueva, ahora.
Leigh lo hizo con torpeza, y el látigo se enredó en sus pies un momento antes de restallar. El caballo pegó un salto y se quedó quieto sin dejar de mirarla.
– Muévelo -repitió S.T.-. Demuéstrale que tienes el mando; que no puede dedicarse a haraganear y a hacer lo que le venga en gana. Tiene que moverse y tú tienes que indicarle el camino que debe seguir.
Leigh dio un paso hacia la grupa del animal y chasqueó el látigo con un gesto que no lo hizo restallar del todo. Pero el imponente rocín entendió el mensaje. Tensó la grupa y echó a correr y a trazar círculos alrededor del cercado a velocidad de vértigo.
Tras unos minutos de atronador galope, S.T. se dio cuenta de que Leigh no iba a hacer nada y elevó la voz por encima del ruido que el caballo hacía al respirar:
– Oblígalo a dar la vuelta. Si tienes miedo de que te arrolle, limítate a indicárselo con el látigo.
– Yo no tengo miedo -dijo ella al instante.
– Entonces, hazlo, Sunshine.
Leigh dio un paso a un lado. S.T. pensó que tenía un aspecto totalmente cautivador con las piernas separadas, las botas y los pantalones de montar. El caballo resbaló hasta frenar como si una pesadilla hubiese cobrado cuerpo en medio de su camino, dio un rápido giro y salió al galope en dirección contraria.
– Muy bien -dijo S.T.-. No estamos aquí únicamente para agotarlo. Tienes que convencerlo de que merece la pena que te escuche. Esto es una clase. Hazlo girar de nuevo y déjalo seguir hasta que yo te indique lo contrario.
Leigh obedeció, y volvió a enredarse con el látigo al cambiarlo de mano. El rucio inició un trote alocado, pero Leigh con un chasquido lo obligó a retomar un ritmo más lento sin que S.T. tuviese que indicárselo.
Tenía una intensa expresión de concentración en el rostro mientras observaba los movimientos del animal y trataba de prever sus intentos de evitarla. Daba la impresión de que el látigo se adaptaba a su mano con más soltura. Repitió el ejercicio de los giros una vez más, y después lo hizo una y otra vez.
S.T. observó al animal con ojo crítico. Llevaba mucho más tiempo entrenar al potente rucio que al caballo negro; aquel animal tenía mucha personalidad, y convencer a aquella bestia de que lo que hacía era seguir unas instrucciones y no huir desesperadamente de una amenaza era un proceso largo y lento. Durante una hora entera no dijo nada, se limitó a dejar que ella lo hiciese dar vueltas una y otra vez, lo obligase a avanzar para girar de nuevo hasta que el pálido pelaje del animal se oscureció por el sudor y el ruido de su respiración fue como el que hace el vapor al explotar en una caldera.
– ¿No puedo dejar que pare? -dijo Leigh por fin a gritos-. Voy a matarlo.
El sudor caía por su rostro también. Tenía las mejillas brillantes, pero no apartaba los ojos del caballo, que seguía corriendo en círculos.
– Cariño, ese caballo sería capaz de recorrer al galope tres condados seguidos. ¿Ves esa forma que tiene de girar a toda prisa? Aún sigue convencido de que tú eres el mismísimo diablo. -S.T. examinó al exhausto rocín-. Pero parece que empieza a tener sus dudas. Ajá, ¿te has fijado en cómo esta vez te ha mirado en lugar de dejar la mirada perdida en la campiña? La próxima vez que lo haga, baja el látigo, relaja la postura y ofrécele la posibilidad de girar hacia ti.