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– ¿Te gusta alguno? -preguntó S.T. mientras avanzaban muy despacio entre los caballos.

Leigh dio unos golpes en el cristal delantero del palanquín y los portadores se detuvieron ante una bonita yegua zaina. El Seigneur abrió la puerta y se inclinó con un exceso de formalidad. Uno de los portadores se apresuró a ayudar a Leigh a bajar. Varios hombres en mangas de camisa los observaban desde que habían llegado a la plaza, y uno de ellos cogió a la yegua del cabestro y la sacó de la hilera. Sus marcas blancas resplandecieron mientras se movía lentamente entre el bullicio reinante, alejándose y acercándose a Leigh y a S.T. Cuando finalmente se detuvo ante ellos, el Seigneur la estudió con detenimiento.

– Es un animal extraordinario -dijo a Leigh inclinándose un poco para hablarle al oído-, de huesos fuertes y excelente porte. No creo que puedas conseguirla por menos de cincuenta libras.

Leigh frunció el ceño, y él la miró de reojo.

– ¿No dispones de suficientes fondos, Sunshine?

– Lo sabes de sobra -replicó ella en tono cortante.

– Pues es una pena -dijo S.T.-, porque es una yegua de primera.

– Puedo vender este vestido -murmuró Leigh.

– Me temo que no sacarás mucho por él.

– Tú mismo dijiste que valía cuatro guineas. Con eso puedo llegar a Northumberland, y también tengo las perlas.

– Dije que podrías sacar cuatro guineas por todo lo que tenías en la bolsa -alegó él entre susurros-. Y tal vez consigas quince chelines si empeñas las hebillas de los zapatos con el vestido, además de tres libras por la gargantilla de perlas. ¿Quieres que me encargue yo? -le preguntó con cierta crueldad-. Aquí cerca hay una casa de empeño.

Leigh no contestó, tan solo bajó la mirada.

– Claro que también podrías vender tu collar de diamantes -añadió S.T. en tono desenfadado-. Con eso tendrías de sobra.

Ella levantó la cabeza y lo miró asombrada.

– ¿Es que te has vuelto loco? -susurró entre dientes-. Ni lo nombres.

S.T. sonrió.

– Vaya, ¿tanto cariño le has cogido? -preguntó al tiempo que cogía una mano entre las suyas y le daba unas palmaditas-. No te preocupes, querida. Puedo conseguirte otro del mismo lugar.

– ¡No! -dijo Leigh clavándole las uñas en el brazo-. ¡Ni se te ocurra!

S.T. miró al hombre de la yegua, negó ligeramente con la cabeza y siguió andando. El decepcionado comerciante hizo una leve reverencia a modo de saludo y devolvió el animal a la fila. El Seigneur despidió al palanquín y llevó a Leigh del brazo. Se detuvo varias veces más, haciendo que varios caballos desfilaran ante ellos, pero solo los miró un instante. Leigh sabía que, vestidos con terciopelos y sedas, tanto ella como su acompañante eran las personas de aspecto más distinguido de la plaza, por lo que los comerciantes se esforzaban en llamar su atención y presentarles sus animales. El ambiente circense de la feria se intensificó aún más a su alrededor mientras los caballos giraban en círculo y eran obligados a moverse como mejor sabían, al estilo de un batallón de malabaristas que precediesen en su desfile al rey y a la reina.

Sin embargo, un caballo oponía una violenta resistencia a toda esa repentina actividad. A unos metros delante de ellos, justo detrás de un caballo castrado muy alto y negro, un hombre estaba gritando a un gran rucio de un pelaje casi tan blanco como la leche. El caballo atacó con las patas delanteras en cuanto su dueño le exigió que se adelantara. El Seigneur se detuvo al tiempo que ejercía una ligera presión en el brazo de Leigh para que ella también se parase. Esta se alegró de estar a cierta distancia de la lucha que acababa de entablarse. El caballo sacudió la cabeza con tanta furia que hizo que el hombre cayese al suelo. Se formó un círculo alrededor de ambos. El caballo comenzó a atacar y a retirarse alternativamente mientras el hombre tiraba del cabestro. Leigh pensó que actuaba con un entusiasmo muy imprudente, hasta que se dio cuenta de que el caballo llevaba una cadena sobre la nariz y por dentro de la boca, y sus labios y pecho estaban salpicados de sangre.

El adiestrador consiguió esquivar la certera embestida del caballo pero, justo en ese momento, otro hombre golpeó al rucio con un palo sobre la nariz. Este relinchó y se revolvió con ojos de ira; acto seguido, estiró la cabeza y mordió con furia a su atacante en el hombro. El hombre gritó y dejó caer el palo. Entre el griterío y la conmoción de todos los presentes, el caballo lo agito como si fuese una rata en la boca de un terrier. Cuando por fin lo soltó, el hombre se apartó tambaleándose y cogiéndose del hombro mientras mascullaba incoherencias. Entre tanto, el otro había conseguido atar la cuerda del caballo a una anilla de hierro de la pared y salir del alcance del animal. En cuanto todo el mundo se retiró, el caballo se quedó quieto, sudando y sacudiendo la cola con furia, mientras un reguero de sangre caía de su nariz.

El Seigneur se adelantó y caminó muy despacio rodeando al caballo dentro del amplio círculo que se había formado a su alrededor. El rucio echó las orejas hacia atrás mientras seguía el movimiento de S.T. y respiraba lanzando nubes de vapor al frío aire. Luego, viró bruscamente para apartarse de S.T. y levantó amenazador una pata trasera cuando él se agachó para examinar la parte inferior del animal a un escaso metro de distancia.

– ¿Lo han castrado hace poco? -preguntó a otro hombre que permanecía impasible cerca de él.

– Sí, y ya veis por qué. Está hecho un buen elemento este semental. Yo creo que es español. -Volvió la cabeza y escupió-. No sé de dónde viene, pero ya ha estado en todos los establos de la comarca y en ninguno han logrado doblegarlo. Ha tirado al suelo a todos los que lo han intentado. -Señaló con la cabeza al hombre que acababa de ser mordido-. El pobre Hopkins está intentando domarlo, y el muy idiota pensó que a lo mejor castrándolo lo conseguiría pero, como podéis ver, no ha sido así. Supongo que después de lo que le ha hecho a Hopkins irá directo al matarife. Forma muy buena pareja con el otro negro, ¿verdad? Siempre han estado juntos.

– Sí, muy buena -asintió el Seigneur mientras contemplaba al otro caballo-. ¿Creéis que el señor Hopkins querrá hablar conmigo cuando se recupere?

El hombre volvió a escupir y se rió.

– Seguro que se recupera enseguida en cuanto se entere. ¡Jobson, dile a tu jefe que se mueva y venga a hablar con este caballero!

El pobre Hopkins obedeció con toda la presteza que pudo. Su basto rostro aún se veía demudado mientras se acercaba a ellos.

– Estoy interesado en el negro -dijo el Seigneur señalando con la cabeza al segundo caballo-. ¿Seréis tan amable de enseñarme sus dientes?

Hopkins hizo una señal a un mozo de cuadra y S.T. pudo examinar los dientes del caballo, tocarle las patas, verle las pezuñas, observarlo mientras trotaba cogido de una larga cuerda y comprobar que aceptaba que le pusieran una brida. Todas sus peticiones eran satisfechas al instante.

– Quisiera verlo montado por alguien -solicitó a continuación.

– Por supuesto, como el señor desee, voy a ordenar que le pongan una silla. Pero soy un hombre honrado y mentiría si no os dijese que he adiestrado a este animal para que tire de un carruaje. Si lo que busca el señor es un caballo de monta, tengo…

– Da igual -lo interrumpió S.T.-. Os doy diez libras por él.

– Pero, señor -dijo Hopkins al tiempo que comenzaba a poner mala cara-, no creía que fueseis a hacerme perder el tiempo, milord. Se nota que sois todo un jinete, señor, y sabéis que el animal vale mucho más.

El Seigneur sonrió condescendiente.

– No creo, teniendo en cuenta que también tendré que llevarme esa mala bestia que os acaba de atacar.

Todos los que los rodeaban se echaron a reír. Hopkins los miró enfadado.

– No creo que eso sea necesario, milord. Ya os he dicho que soy un hombre honrado, y soy yo quien tiene que pagar sus errores. No hay dinero suficiente en el mundo para que consienta que alguna criatura inocente tenga que enfrentarse a esa bestia. Yo mismo me encargaré de él, no os quepa la menor duda.

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