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– Me cuesta tomarlo todo tan a la ligera -dijo.

Se hizo un momento de silencio, durante el cual ella observó el patio de los establos hasta que oyó crujir la cama a sus espaldas.

– No te levantes -se apresuró a decir-. Pronto llegará alguien a traer el tónico.

– Pues así verán que he conseguido levantarme, chérie. Adopta un aire más indiferente, te lo ruego. Estás haciendo que me ponga nervioso.

Leigh cerró los ojos y apoyó las manos en la repisa mientras lo oía moverse por la habitación y vestirse. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al desastre que se avecinaba. ¿Entrarían por la fuerza y lo apresarían, o mostrarían buenas formas y comenzarían a hacerle preguntas taimadas hasta cogerlo en un renuncio? Se lo imaginó con los grilletes puestos y sintió el absurdo impulso de arrojar el collar por la ventana lo más lejos que pudiese.

Él con grilletes sería como el lobo con la correa, algo que no debía ser. En esos momentos S.T. se acercó a Leigh por detrás, pero ella, volviéndose rápidamente, le apartó las manos.

– ¡Ni se te ocurra tocarme! Y menos aún decir que lo hiciste por mí.

Él hincó una rodilla e hizo una galante floritura con el brazo.

– ¿Y qué otra cosa podría decir, amor mío?

– Es que no entiendo por qué tuviste que hacerlo -dijo Leigh en voz baja mientras contemplaba aquella camisa que ya le era tan familiar, así como ese pelo dorado recogido con la cinta negra de raso-. No había razón alguna.

Él levantó la cabeza y la miró con una débil sonrisa.

– No pude contenerme -alegó.

– Tonterías -replicó Leigh, indignada-. No seas ridículo.

La leve sonrisa persuasiva desapareció del rostro de S.T. En esos momentos llamaron a la puerta y, tras incorporarse, se dejó caer con aspecto contrito junto a una columna de la cama. En cuanto la doncella dejó el tónico, hizo una reverencia y se fue. El supuesto enfermo abrió la ventana, comprobó que no había nadie en el patio de abajo y vertió el reconstituyente por el canalón que había bajo el alféizar.

Una hora más tarde apareció de nuevo el posadero. Leigh se aferró a los brazos del sillón en que estaba sentada y permaneció inmóvil mientras el Seigneur rogaba al otro que entrase. El dueño del establecimiento les trajo la noticia de que la coartada del señor Maitland había sido corroborada por el barquero, la montura del señor Piper le había sido devuelta y que se había colgado una proclama que ofrecía una recompensa por cualquier información sobre el caballo de las marcas blancas.

– Y la recompensa es un buen pellizco, señor Maitland -añadió el posadero-. Cinco libras nada menos.

– Una miseria, en realidad -dijo el Seigneur, que estaba sentado en el tocador en mangas de camisa y con las botas de montar puestas. Metió algo de dinero en un papel doblado y buscó cera para lacrarlo-. Decid a uno de vuestros excelentes mozos de cuadra que lleven esto al barquero, si sois tan amable, con mis más cordiales saludos y el deseo de que no le duela la cabeza tanto como a mí.

– Con mucho gusto, señor Maitland -dijo el otro cogiendo el abultado sobre. Se inclinó y se retiró.

Se hizo el silencio en la estancia mientras el Seigneur, con una sonrisa, se miraba en el espejo y, a través del mismo, miraba a Leigh. Le sonrió con una mueca lenta y perversa que volvió a transformar su rostro en el del príncipe diabólico del bosque verde. Ella se levantó del sillón.

– Bastante injusto es que hayas conseguido salir indemne -dijo sin poder evitar que le temblase la voz-, para que encima te regodees de esa forma.

– ¡Que me regodeo! Pues la dichosa baratija me ha costado una fortuna, jovencita. Con las diez libras para nuestro avispado barquero, que desde luego bien se las merece, la suma asciende a un montante de, veamos… ¡Dios mío!, más de cincuenta. La verdad es que no sé si mereces tanto.

Leigh lo miró. Él pareció descifrar rápidamente la expresión de su rostro, pues apartó la vista y se volvió hacia el espejo con una actitud parecida a la de Nemo cuando se retiraba a un rincón para escapar del peligro.

– Pues claro que lo mereces -murmuró-, dolce mia, carissima.

– ¿Ahora italiano? -dijo Leigh reclinando la cabeza en el respaldo del sillón-. Vaya, el loco se expresa en tres idiomas.

– Che me frega -dijo él en un tono aterciopelado mientras se daba unos ligeros golpecitos con los dedos bajo la barbilla.

Si el francés de Leigh era exiguo, su italiano era inexistente. Aquellas palabras podrían haber sido tanto una maldición como un cumplido de enamorado, pero el pequeño gesto cómico con los dedos fue tan elocuente como si le hubiera hecho burla con la mano sobre la nariz. S.T. apoyó un codo sobre el tocador y comenzó a jugar con un cepillo de marfil. Leigh frunció el ceño mientras contemplaba el reflejo de su amante en el espejo, con esas cejas doradas cuya singular curvatura les daba un carácter que era a la vez maligno y jovial. Su facilidad para expresarse en una lengua extraña lo hacía parecer aún más exótico, aún más distinto del resto de la humanidad; era un loco voluble capaz de extraer diamantes de la oscuridad.

Leigh estaba convencida de que S.T. había recuperado el equilibrio por completo. Desde que habían bajado del barco se movía con facilidad y seguridad, con una libertad y arrojo de los que era imposible no percatarse. Ese enigma médico la intrigaba, del mismo modo que la extraña alquimia de su carácter la fascinaba y, a la vez, la asustaba.

De pronto se oyó un estruendo en el patio del establo. Él volvió la cabeza en señal de alerta, pero lo hizo hacia la puerta, en la dirección equivocada.

No era nada; solo un carro que había volcado o algo parecido. A través de la ventana abierta Leigh oyó el irritado vocerío que llegaba, pero en realidad estaba pendiente del Seigneur. Él observó expectante la puerta durante unos instantes, hasta que cayó en la cuenta del error que había cometido. Entonces miró a Leigh mientras un ligero rubor cubría su rostro.

– Vaya, vaya -dijo ella en voz baja-. Así que, a fin de cuentas, resulta que el señor es un farsante. -S.T. se miró la punta de la bota con expresión muy sería-. No ha sido tu pericia, sino solo la suerte la que te ha sacado del aprieto, ¿verdad? -Él recorrió con un dedo la pluma que había en el tintero del tocador-. Tengo razón -insistió Leigh-. Ha sido pura cuestión de suerte.

– Tengo entendido que hoy empieza una feria equina en el mercado -dijo él muy serio-. Espero que me permitáis que os encuentre una montura, mademoiselle.

A Leigh le resultaba extraño volver a ser una mujer en público, y que la guiaran entre los charcos y la ayudaran a subir escalones. De todos modos, entre las faldas, los manguitos prestados, los zapatos de tacón alto y las empinadas calles adoquinadas, no tenía más remedio que apoyarse en el Seigneur para poder moverse. Al cabo de un rato aceptó subirse a un palanquín, más para evitar torcerse un tobillo que para resguardarse de la fría niebla. Habían dejado encerrado al infeliz Nemo en la habitación, y el Seigneur caminaba junto a ella comportándose con fría cortesía. La luz del sol que atravesaba la neblina hacía brillar su levita y su pelo, convirtiéndolo en un ídolo dorado en medio de todos los deshollinadores ennegrecidos que poblaban las calles.

Una de las antiguas puertas fortificadas de la ciudad se erguía imponente como una oscura cueva entre la niebla. La atravesaron y, tras recorrer algunas angostas calles, llegaron a la plaza del mercado. Leigh bajó la ventanilla del palanquín. La feria de caballos estaba en plena actividad, llena de voces y penetrantes olores. Los animales abarrotaban la plaza en filas desiguales para ser inspeccionados, o dispuestos a demostrar sus buenas condiciones físicas.

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