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– Déjalo, Berta -me dijo, agarrándome por los hombros-. No te asustes, no es nada…

Y, sin embargo, fue todo. El dolor, la desesperación, una falsa indolencia, la muerte en vida, sucesivas etapas de una enfermedad crónica, un virus sin remedio, una infección mortal e intermitente. La primera fase pasaba deprisa, pero el corazón seguía retorciéndose cuando dejaba de retorcerse el cuerpo, y luego era peor, porque vómitos y jaquecas, insomnio y falta de apetito resultaban mucho más tolerables que la apatía y el silencio, o la lentitud con la que Piedad arrastraba las zapatillas por el pasillo, como si solamente mover los pies le exigiera un esfuerzo atroz, insoportable. Yo la miraba y sufría con ella, porque hacía ya muchos años que había desdeñado la última oportunidad para elegir, y mi destino estaba ligado a la supervivencia de aquel fantasma por lazos mucho más intensos que los de la sangre, si es que esos lazos existen. Yo había querido amar a Piedad, la había elegido, la había adoptado, había invertido en ella toda mi fe, todas mis risas, todos mis besos, ya no podía encontrar un camino de vuelta y además me negaba a encontrarlo. A cambio, me propuse quererla más que nunca, e intenté distraerla, sacarla de casa, bombardearla con chismes, con chistes, con historias verdaderas o inventadas, y no conseguí nada, no fui capaz de moverla ni un milímetro del centro del pantano en el que se iba hundiendo lentamente, pero cuando más perdida parecía, un domingo por la tarde me vio fregando los platos y esa imagen por fin la hizo reaccionar.

– ¡Deja esa copa inmediatamente, Berta! -gritó casi, levantándose de la silla desde la que fingía mirar la televisión.

– Si no me importa fregar… -protesté, sin mucha convicción.

– Pero a mí sí me importa que friegues -contestó-, porque tú eres una niña, y los niños no trabajan. Además, éste es mi trabajo, no el tuyo. Hasta aquí podíamos llegar -se lanzó sobre la vajilla con una energía que no desplegaba desde hacía meses, y siguió murmurando entre dientes-. Esto no puede ser, Dios mío, no puede ser. Todo esto es una locura…

Desde aquella tarde, Piedad se esforzó en bordar sus tareas, recobrando el nivel de eficiencia del que tanto se maravillaban las amigas de mi madre antes de que empezara a salir con Eugenio, pero la precisión mecánica de todos sus gestos, la dureza de su rostro, el silencio de sus labios, revelaban, tras una aparente recuperación, el nacimiento de otra Piedad, una muñeca articulada, indiferente, fría, que me gustaba todavía menos que la mujer desesperada, pero por tanto viva, que había sido antes. Por eso me alegré tanto aquella tarde de primavera, cuando me encontré con Eugenio en la puerta del colegio. Ya había cumplido doce años y solía volver a casa sola, pero Piedad todavía venía a recogerme algunas veces cuando tenía que hacer recados por el barrio, y la busqué con los ojos hasta que me di cuenta de que su novio iba vestido con un mono azul, y recordé que nunca le había visto así a su lado.

– Hola -le di un beso en la mejilla-. ¿Qué haces aquí?

– He venido a verte -me contestó en voz baja, titubeando, como si se arrepintiera de cada palabra que pronunciaba-. ¿Piedad…?

– No, ella ya no viene a buscarme. Ya soy mayor.

– Claro…

Nos quedamos parados en medio de la acera, sin decir nada, yo le miraba con curiosidad, él se miraba la punta de los zapatos mientras le daba vueltas y vueltas a un papelito que sostenía con las dos manos, a la altura del pecho. Así dejamos pasar cuatro o cinco minutos, tal vez más, y nunca he vuelto a ver un rostro tan sombrío.

– Bueno, Eugenio -rompí el silencio con el acento más corriente que pude improvisar, porque no podía estar toda la vida esperándole-, pues me tengo que ir a casa.

– No, espera…

Todavía hizo una pausa, como si necesitara respirar antes de decidirse.

– Toma -me tendió aquel papel con las dos manos en un gesto brusco y solemne a la vez, que me recordó el que hacen los sacerdotes en misa cuando elevan la hostia consagrada-. Es para Piedad. Lo he copiado de un almanaque.

Era una hoja arrancada de un bloc de papel cuadriculado, corriente, de esos que tienen el espiral arriba, escrita por una sola cara con un bolígrafo azul y la caligrafía redonda, trabajosa, de un mecánico de coches apenas acostumbrado a apuntar alguna cifra, y sin embargo, la expresión de sus ojos líquidos, el temblor de sus manos aún extendidas y, sobre todo, el color de sus mejillas, un sonrojo impensable en un hombre tan mayor, me convencieron de que aquella nota era muy importante para él. Cuando me la metí en el bolsillo doblada en cuatro, tal y como la había recibido, me pregunté si Eugenio sabría que Piedad nunca había aprendido a leer, pero después de despedirme de él, comprendí que ni siquiera ese detalle tenía importancia.

– Adiós, Berta -murmuró, y cuando ya me había alejado unos pasos, sin moverse del sitio, añadió aquello-: Y dile que me estoy muriendo.

Empecé a leer en alto sin entender muy bien por qué me estaba poniendo tan nerviosa, Cuando pienso en tu vida y la mía, pero aquel papel arrugado y sucio, estampado de manchas de grasa negruzca, me bailaba entre los dedos, y mi voz sonaba como si estuviera a punto de rendirse en cada sílaba, y las sombras me rozan la piel, mientras Piedad, apoyada en el borde del fregadero, me miraba de frente, sin fingir ya indignación, como al principio, una voz me murmura al oído:, pero tranquila, segura todavía de sí misma, de su desprecio, déjala, no la puedes querer, aquél era el primer golpe, y ella lo acusó cerrando al mismo tiempo los ojos y los puños mientras yo seguía leyendo, sin marcar pausa alguna entre las estrofas, Yo le doy la razón, pero luego, los puños cerrados se estrellaron contra las puertas del mueble donde guardábamos el cubo de la basura, golpes apenas testimoniales, flojos al principio, no consigo ocultar la verdad, que fueron ganando en intensidad hasta adquirir el eco de la violencia auténtica, y otra voz, más profunda, me dice:, en aquel instante me arrepentí de haber cedido ante Eugenio, porque Piedad se estaba destrozando los nudillos, nunca vas a poderla olvidar, y yo no podía ver otra cosa que odio en sus ojos cerrados, odio en sus labios fruncidos, odio en su rostro, en sus gestos, ella entera una imagen del odio, aunque algunas lágrimas sueltas se desprendían ya de sus pestañas, como por azar, No conozco la sierra sin nieve, entonces empezó a susurrar, hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta, no comprendo el invierno en abril, pero el sonido de sus insultos no me engañaba, porque Piedad lloraba por fin de verdad, lloraba como si quisiera secarse para siempre, vaciarse de todo, nacer de nuevo, sin poesía no sufro la noche, y la emoción liberó a sus manos de la misión de la violencia, e hizo resplandecer su rostro como si una luz misteriosa hubiera trepado en secreto por su garganta, y el vello de sus brazos se erizó, y se le erizó el alma, y cuando levanté la vista por última vez, sentí que mi estómago se ahuecaba de repente, y presintiendo el sabor de mis propias lágrimas, saladas y mansas, leí en un sollozo el último verso, no me explico la vida sin ti.

Después, agotado mi llanto y el suyo, con los ojos muy abiertos y los dedos apretados contra las mejillas, intentando aplacar su calor, Piedad me preguntó por el único detalle que no había previsto.

– ¿Lo ha escrito él?

Yo bajé la cabeza, como si necesitara estudiar bien la cuartilla antes de responder, y fijé la mirada en la última línea, aquel nombre tan largo que parecía otro verso.

– Pues claro -contesté, sin mentir todavía-. ¿Quién lo iba a escribir?

– Me refiero a si ha compuesto él los versos, o son de otro.

Volví a hundir los ojos en aquella letra torpe, de trazos infantiles, cuatro cuadraditos para cada redondel, cuatro para cada palote, y aquel apellido perfectamente escrito, Bécquer, con una c delante de la q, y hasta el acento, un trazo rígido, diminuto, sobre la primera e, y sentí por Eugenio la misma imprecisa ternura que habría sentido por un bebé, por un cachorro, por un ser indefenso y condenado, por cualquier criatura sin suerte.

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