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Nunca, tampoco, la había visto tan nerviosa, de eso estaba segura.

– Y tienes que prometerme que te vas a portar bien -me dijo en el ascensor-, que no protestarás aunque te aburra la película, que no pedirás más que una cosa, patatas o palomitas, ve pensándotelo… He quedado con un amigo mío, ¿sabes? Vendrá con nosotras al cine. Quiero que seas muy simpática con él, Berta, pero sin llegar a aturdirle, ya sabes. Me cae muy bien, y… en fin, me encantaría que no metiéramos la pata.

Cualquier otro día habría reparado en la generosidad de Piedad, que solía hablar en primera persona del plural para prevenirme de un riesgo inminente, pero le vi a través de la cristalera del portal cuando aún no había tenido tiempo de prometer nada, y le reconocí a pesar del abrigo gris, largo hasta los pies, que acortaba su estatura a cambio de hacerle parecer más fuerte, porque ni queriendo habría podido olvidar su pelo, abundante y tieso, cortado a cepillo, o la perenne expresión de tristeza que habitaba en su boca.

Ella me lo presentó como si nunca nos hubiéramos visto, y entonces me di cuenta de que antes, cuando nos tropezábamos con él en el pueblo, jamás le saludaba aunque por fuerza se tenían que conocer. Eugenio no vivía en Montejo, pero aparecía por allí en Semana Santa y solía volver para las fiestas de agosto, conduciendo un coche blanco lleno de niños con los que Piedad no me dejaba jugar, pese a que vivían justo en la casa de enfrente. Ahora, sin embargo, le cogió del brazo para cruzar la calle y, cuando la acera empezó a ser demasiado estrecha para los tres, prefirió soltarme de la mano a desprenderse de la manga de lana gris. En el vestíbulo del cine, los dos se ofrecieron a la vez a comprarme una cosa, patatas él, palomitas ella, pero antes de entrar en la sala sujetando una bolsa de plástico con cada mano, ya sospechaba que tanta generosidad aparejaría ciertas contrapartidas, y no me equivoqué. Piedad escogió una de las últimas filas del cine y avanzó entre las butacas con decisión. Yo la seguí, rezongando, sin darme cuenta de que Eugenio no venía detrás de mí, pero cuando aún no había terminado de protestar por estar sentada tan lejos de la pantalla, una mano brusca, muy grande y muy morena, rematada por cinco sombras oscuras -huellas indelebles de la mugre que, de lunes a viernes, solía estar alojada bajo el borde de las uñas- avanzó sin previo aviso desde la fila de atrás, colándose entre mi cabeza y la de Piedad para posarse después en su cuello y quedarse allí, sin moverse, sin esbozar siquiera una caricia, mientras las luces se apagaban para dar paso al No-Do. Luego, tras el breve paréntesis de normalidad del descanso, una extraña charla triangular, Piedad se levantó -ahora vuelvo, me dijo- y se pasó a la fila de atrás, de donde no volvió hasta que las luces se encendieron de nuevo.

No me acuerdo de la película que vimos aquella tarde, pero estoy segura de que logró atraparme, zambullirme de cabeza en su historia, porque no me volví ni una sola vez. Con otras películas todo sería distinto, pero al cabo de unos meses, Piedad renunció incluso a la oscura complicidad de las salas de reestreno para abrazar y besar a Eugenio delante de mí y al aire libre, en los merenderos de la Dehesa de la Villa, en las verbenas de los barrios periféricos, en las supuestamente lujosas cafeterías de la calle Preciados, o hasta en la esquina de mi casa, Conde de Xiquena con Bárbara de Braganza, tan lejos del cochambroso cine Chueca -que, a despecho de su nombre, se alzaba justo en la esquina donde la Plaza de Chamberí desemboca en el Paseo del Cisne-, que les cobijó por primera vez. Yo encajé tales prodigios con el ánimo más favorable que una pareja puede esperar de un hijo adoptivo, pero en mi actitud pesaba mucho más el cálculo interesado que cualquier hipotética capacidad para comprender fenómenos que estaban muy por encima de mi más precoz inteligencia, si es que mi inteligencia fue precoz alguna vez.

La próxima, aunque nunca del todo inminente, boda de Piedad, que bordaba sábanas y manteles en sus ratos libres y siempre, cuando se encontraba con Roque, cotejaba los números de su cartilla con los de la cartilla de su novio, dejó de proyectar sobre mi futuro las afiladas sombras de una espada impaciente. Piedad ya no pensaba en casarse. Eso se lo debía a Eugenio, y también las explosiones de euforia de los primeros meses, esa especie de locura, como un brote de felicidad desatada, un calor parecido a la fiebre, a la dorada ebriedad de la que hablan los textos antiguos, el temblor que yo jamás he padecido sino en ella, a través de ella, porque Piedad brillaba, iluminaba el mundo, lo transportaba entero sobre la nube que defendía sus pies del polvo, y reía, se reía sin tener motivos, y se echaba a llorar sin dejar de reír, y cuando la miraba, me parecía una niña pequeña, más pequeña que yo, menos consciente, y al mismo tiempo una mujer enorme y lejana, solemne como una estatua, distinta como una diosa, y única, porque era todas las mujeres a la vez, todas las mujeres vivían en ella, y este planeta había nacido, se había formado, y había crecido para Piedad, para que Piedad sintiera, para que Piedad amara. Yo, que nunca he formado parte de los escogidos, viví también aquel amor como una pasión propia, lo seguí de cerca, con ojos atentos, avariciosos, sin palabras aún para explicármelo pero con abrazos para compartir, y me aprendí las letras de decenas de boleros, afirmaciones de amor total, quejas de amor venenoso, llantos de amor traicionado, y sentencias todavía más tremendas, más absolutas, más hermosas aún, pero más brutales, yo no sé si tendrá amor la eternidad, cantábamos, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás sabor a mí…

Después, Piedad perdió las ganas de cantar para murmurar entre dientes aquella frase terrible, este hombre va a ser mi ruina, y nunca lo decía una sola vez, sino que lo repetía deprisa, para sí misma, como rezando, este hombre va a ser mi ruina, este hombre va a ser mi ruina, y a mí me daba miedo oírla hablar así, y me daba miedo ver lo deprisa que cambiaba, porque seguía siendo una mujer diferente, distinta a la que fue antes y a todas las demás mujeres que yo conocía, y seguía estando muy guapa, pero sus mejillas se teñían de otro color, un rojo más oscuro, más cerca del morado, y ya no alternaba la risa con el llanto, pero pasaba mucho tiempo sentada en una silla sin mover un músculo, los ojos fijos en la pared, los labios soldados, completamente sola aun estando conmigo, y a ratos se volvía loca otra vez de la buena locura, la locura de antes, pero luego empezó a contagiarse de una locura nueva, turbia, peligrosa, locura de la ira y del despecho, como un presentimiento de desesperación, y se pasaba las mañanas de domingo tumbada en la cama, mi madre se quejaba, ya no trabajaba tan bien como antes, y yo no podía encubrirla porque no la entendía, no comprendía por qué estaba cambiando tan deprisa, hasta que llegó un momento en que se quedó como estaba, terca, triste, y ya no pasó nada, sólo el tiempo, y cumplí diez años, y luego once, y Piedad empezó a dejarme en casa cuando quedaba con Eugenio aunque le veía menos que antes, y nuestra vida recuperó una cierta rutina antigua hasta que se decidió a romper con él, y entonces descubrí que todo podía ser muchísimo peor.

– Esto es lo que tendría que haber hecho hace años -me dijo al volver a casa mientras la ayudaba a preparar la cena-, en lugar de perder tanto el tiempo, porque no se puede vivir así, como yo he vivido. Tú lo entiendes, ¿no, Berta? -En ese momento levanté los ojos para mirarla y la encontré muy tranquila, tan serena como su voz. Sonreía.

– Claro que sí, Piedad -contesté, aunque me imaginaba que había hecho aquella pregunta por hablar, y no porque le interesara de verdad conocer mi opinión-. Y has hecho muy bien.

– Sí, yo también lo creo -asintió-. No había otro camino, no había… otra… otro…

Entonces se detuvo, pero yo estaba segura de que aquella pausa no tenía otro objeto que dejar pasar el tiempo mientras escogía bien las palabras, y no levanté los ojos de la lechuga que estaba picando hasta que noté que se había desplomado hacia delante. Cuando la miré, estaba doblada sobre sí misma, la cabeza apuntando al suelo, el pelo balanceándose en el aire, lacio, como muerto, y los brazos cruzados alrededor de la cintura, abrazando la repentina deformidad de su cuerpo. Me abalancé sobre ella y no conseguí enderezarla, pero sujeté su barbilla entre las manos para obligarla a levantar la cara, y era tal la expresión de dolor que vi en su rostro -la frente arrugada, los párpados apretados, la boca fruncida, como si la mano de un dios, o de un demonio, le hubiera estrujado la piel hasta concentrar todos sus rasgos en el centro-, y tan sordas las quejas que al nacer parecían desollarle la garganta, que me convencí enseguida de que Piedad había sufrido un ataque, un infarto, un cólico, algo parecido, pero cuando salí corriendo de la cocina con la intención de avisar a mi madre para que llamara al médico, ella salió corriendo detrás de mí.

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