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Mi mamá era mi mejor amiga. Pero no por una elección que me definiera, ni por una elección de cualquier otro tipo, sino por necesidad. Estábamos solas, aisladas, ¿qué nos quedaba sino tenernos la una a la otra? En esos casos la necesidad se hace virtud, y no es menos virtud por eso. Ni menos necesidad. La nuestra no era profunda, no tenía raíces o concomitancias. Era una necesidad casual, de momento. Difícilmente podría encontrarse dos seres con menos afinidades que nosotras dos. Ni siquiera éramos opuestos complementarios, porque nos parecíamos. Ella también era una soñadora. Habría preferido ocultármelo, pero lo descubrí por alguna señal mínima. Las personalidades secretas se revelan en lo furtivo, y eso era lo que yo captaba antes que nada, de modo que la pobre mamá no tuvo ninguna chance de hacerse imperceptible conmigo. Mis ojos horadantes de monstruo impedían que ningún ser vivo se mimetizara con mi vida.

Aun así, tuve un amigo, ese año. Un niño, un vecinito, con el que solía jugar, un amigo en el sentido corriente de la palabra… Un poco más, y yo me volvía una niña corriente en el sentido corriente de la palabra (de la palabra "corriente"). Pero no, no es para tanto. La historia de mi amistad con Arturo Carrera es de lo más peculiar.

Vivíamos, como creo haberlo dicho ya, en un inquilinato ruinoso en los arrabales de Rosario, del lado del río. Ocupábamos una pieza, por casualidad no de las peores, del piso alto. En marcado contraste con lo que suele pasar en tales lugares, no había casi niños. Los dueños no los admitían. Conmigo habían hecho una excepción porque no tenía hermanos, porque mamá estaba desesperada, y sobre todo porque les dijo que yo era retrasada mental, cosa que mi aspecto hacía tan verosímil. La excepción de la que se había beneficiado Arturo Carrera era más complicada, y nunca he intentado explicármela. (Pero es la clave de todo.)

Era huérfano de padre y madre, y no tenía otro pariente vivo que su abuelita, que a su vez no lo tenía más que a él. El mismo caso que mamá y yo, pero mucho más acentuado: nosotras estábamos momentáneamente solas en Rosario, ellos lo estaban definitivamente, en el mundo. Su relación además era muy diferente de la nuestra, como ellos eran distintos de nosotras. La abuela era viejísima, pequeñita como un niño, pelo blanco, vestido negro; hablaba en dialecto siciliano y el único que la entendía era su nieto. No obstante, salía sola a hacer las compras, y hablaba con todos los vecinos. No sé cómo se las arreglaba.

Arturito por su parte era muy bajo para su edad; tenía siete años, uno más que yo, pero no me llegaba al hombro; y yo no era alta. Era muy pálido, ceroso, rubio, se peinaba con gomina. En la ropa sobre todo se notaba que no tenía madre ni padre ni tías ni nada. Cualquier adulto razonable lo habría hecho vestir de un modo más adecuado a su edad. Como no era así, hacía su capricho. Usaba trajes, con camisa blanca almidonada, gemelos, corbata, a veces los trajes eran de tres piezas, con chaleco, o bien sacos sport a cuadros, pantalones de franela gris, mocasines color guinda muy lustrados. Parecía un enano. El gusto con que elegía telas y cortes era deplorable, pero eso era lo de menos, habida cuenta de su fantástica inadecuación. Con todo, debe decirse que no llamaba demasiado la atención. Quizás la gente del inquilinato y del barrio se había habituado. Quizás ese atuendo ridículo era lo que más sentaba a su tipo. Era un chico con personalidad, eso no podía negarse. Lo inadecuado parecía ser el precio justo de la personalidad. Yo en cambio no tenía personalidad. Estaba dispuesta a pagar el precio, pero no se me ocurría cuál podía ser. Imitar a Arturito, además de ser materialmente imposible, no me habría servido de nada, pero no tenía otro modelo. Entonces renunciaba a imitarlo, renunciaba a tener personalidad, y adivinaba oscuramente que en la renuncia estaba mi única posibilidad de ser alguien. Llegué a angustiarme. Me miraba al espejo y no me encontraba un solo rasgo por el que se me pudiera reconocer. Era invisible. Era la niña-masa. Habría cambiado sin vacilar mis lindos rasgos armoniosos por la nariz de Arturito…

Porque para terminar su retrato me faltaba mencionar el rasgo más notable, la desmesurada nariz ganchuda que tenía, tan pero tan grande que le daba su forma a todo el rostro, lo proyectaba hacia adelante. Otra característica notable: la voz. O mejor dicho, la manera de hablar, como si le hubieran inflado la boca con gas o le hubieran metido una papa caliente. Le daba una afectación medio oligárquica, indescriptible pero no inimitable. Nada es inimitable.

Arturito se consideraba rico. Se creía un heredero. Vástago final y único de una familia de acomodados estancieros, la lógica le decía que en él se acumularían las propiedades, las rentas… No había nada de eso. Eran pobrísimos. Sobrevivían a duras penas con unos trabajitos de costura que hacía la abuela, que se arruinaba con los gastos de sastrería del nieto. Era extraño que él persistiera tan inconmovible en su delirio, cuando ella no hablaba más que de plata y de la miseria y del temor de dejar en la mendicidad a su nieto si ella moría… Es cierto que eso lo decía en su dialecto, y nadie más que él lo entendía. Pero justamente si entendía, ¿cómo no entendía el significado, lo que le concernía, es decir que no era rico? La oía como quien oye llover. Como si ella se quejara para otros, pour la galerie, ¡para los que no podían entenderla!

A pesar de estas peculiaridades, o a causa de ellas, Arturito era un niño feliz, un niño típico (o sea: de los que no existen), libre de los rasgos atormentados de la infancia de la clase media, de la que yo era un exponente tan acusado. No tenía preocupaciones. Era popularísimo en la escuela, propulsor de todas las modas, sociable, triunfante. Sólo la circunstancia de que viviéramos en la misma casa lo acercó a mí, de otro modo yo jamás habría tenido acceso a su círculo dorado. Se hizo mi protector, mi agente, siempre poniendo por las nubes mi inteligencia. Era de una cortesía loca, como todo lo suyo. Toda ocasión le era buena para poner en relieve mis virtudes, lo alto que me elevaba mi intelecto por encima de él… Y quizás acertaba sin saberlo. Por lo pronto, yo reservaba mi interioridad, mientras él ponía la suya a la vista. Ocultar algo es tener algo que ocultar. Yo no lo tenía, pero ocultaba, asomaba al mundo como quien viene de enterrar un tesoro. Ya mi asombro ante el azar que me había hecho la amiga más íntima del chico más popular de la escuela era un ocultamiento. Por lo pronto, me cuidé de ocultárselo a Arturito. Y además, no tomé lecciones de elegancia de él. En eso no me servía. La elegancia alucinada de la que yo era suprema instructora siguió intacta en mí, sin tomar nada de él ni de nadie. Arturito en ese sentido representaba otra esfera, la de la riqueza… Su alucinación coloreaba la mía… Ser rico era pasar de largo, ir más allá de la elegancia, de la precisión, de la finura: la riqueza conducía a una vida en bloque, radiante y compacta, pero sin los claroscuros, los pequeños movimientos diferenciales, que eran el motivo de mi vida. De modo que, sin proponérmelo realmente, sin maldad, me oculté enteramente de Arturito. Le oculté una pequeña parte de mí, y esa parte ocultó el resto… Traicioné la única amistad que pude haber tenido… No sé cómo pude hacerlo. O quizás lo sé. Es como si me hubiera puesto una máscara, para salvaguardar detrás de ella los giros de un sujeto sin límites.

Una de las fantasías más arraigadas en Arturito era la de las fiestas de disfraz, grandes mascaradas que daba para sus innumerables amistades todos los años, para Carnaval. Sonaba como un disparate, pero hablaba de ellas con la más inquebrantable certeza, y era inagotable en anécdotas de sus fiestas de carnavales anteriores. Mamá y yo habíamos ido a vivir al inquilinato poco después del Carnaval (muy poco después), y faltaba bastante para el próximo, así que yo no tenía forma de saber si esos relatos tenían algún asidero o no. Para Arturito una fiesta de disfraces era un sine qua non de la vida. Él mismo parecía siempre disfrazado, con sus trajecitos. Aunque apenas apuntaba la primavera, ya estaba pensando su disfraz para la fiesta que daría en el próximo carnaval, a la que yo estaba invitado desde ya… si es que me dignaba asistir, si le hacía el honor, si condescendía a divertirme un rato con esas frivolidades tan por debajo de mi nivel…

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