Además de ésos, escuchábamos toda clase de programas: informativos, preguntas y respuestas, humorísticos, y por supuesto la música. Nicola Paone me subyugaba. Pero no hacía distingos: toda la música era mi favorita, por lo menos mientras la estaba oyendo. Hasta los tangos, que en general a los niños los aburren, a mí me gustaban. La música me resultaba maravillosa por el vigor con que se adueñaba de su presente, y expulsaba de él a todo lo demás. Cualquier melodía que escuchara me parecía la más hermosa del mundo, la mejor, la única. Era el instante llevado a su máxima potencia. Era una fascinación del presente, un hipnotismo (¡otro!). Me obstinaba en ponerlo a prueba cada vez; quería pensar en otras músicas, en otros ritmos, comparar, recordar, y no podía, estaba inundada por ese presente hecho música, presa en una cárcel de oro.
Hablando de música. Una vez, por Radio Belgrano, en un espacio fuera de programa, hubo una cantante que actuó por primera y única vez, y que mamá y yo escuchamos con la mayor atención y no poca perplejidad. Creo que en esa oportunidad la atención de mamá se puso a la altura de la mía. La mujer que cantó era lo más desafinado que se haya atrevido a cantar nunca, ni en broma. Nadie con tan poco sentido de lo que eran las notas ha llegado a terminar un compás; ella cantó cinco canciones enteras, boleros, o temas románticos, acompañada al piano. Quizás era una broma, no sé. Todo fue muy serio, el locutor la presentó con formalidad y leyó con voz lúgubre los nombres de las canciones entre una y otra… Era enigmático. Después siguieron con la programación habitual, sin más comentarios. Quizás era parienta del dueño de la radio, quizás pagó por su espacio para darse el gusto, o para cumplir una promesa, quién sabe. Cantar así, era como para avergonzarse de hacerlo a solas, bajo la ducha. Y ella cantó por la radio. Quizás era sorda, discapacitada, y lo suyo tenía mucho mérito (pero se olvidaron de decirlo). Quizás cantaba bien, y se puso nerviosa. Esto último es menos probable: era demasiado mala. Ni a propósito podría haber sido peor. Desafinaba en cada nota, no sólo en las difíciles. Era casi atonal… Es inexplicable. Lo inexplicable. Lo verdaderamente inexplicable no tiene otro santuario que los medios de comunicación masivos.
Pues bien, la presencia inexplicable de esta cantante en medio de mi memoria, en medio de la radio, en medio del universo, es lo más raro que contiene este libro. Lo más raro que me pasó. Lo único de lo que no estoy en condiciones de dar la razón. Y no porque mi propósito sea explicar el tejido de acontecimientos rarísimos que es mi vida, sino porque sospecho que en este caso la explicación existe, existe realmente, en algún lugar de la Argentina, en la mente de algún hijo, algún sobrino, algún testigo presencial… O ella misma, la Desafinada… quizás vive todavía, y recuerda, y si me está leyendo… Mi número está en la guía. Siempre tengo encendido el contestador automático, pero estoy al lado del teléfono. No tiene más que darse a conocer… No el nombre, por supuesto, que no me diría nada. Que cante. Unas notas nada más, cualquier pasaje, por breve que sea, de una de aquellas canciones, y con toda seguridad voy a reconocerla.
8
La radio me ayudó a vivir. La repetición que a veces se repetía y a veces no, me daba algo de vida, como un regalo sorpresa que yo desenvolvía loca de felicidad, en el momento en que el flujo sonoro decidía si iba a ser igual o diferente… Mi memoria exacerbada se aplacaba entonces… Ya no era como si empezara a vivir, con la crueldad rabiosa de un comienzo, sino como si siguiera viviendo…
No sé si mis lectores lo habrán notado, pero es un hecho que el tiempo siempre transporta otro tiempo, como suplemento. El tiempo de las repeticiones vivas de la radio traía consigo otro: el tiempo que pasaba. El palanquín llevaba al elefante. Y transcurría de veras, lento y majestuoso. En él, la catástrofe se revelaba posibilidad de catástrofe, y quedaba atrás. Me daba la impresión de que ya no habría más catástrofes en mi vida: yo tendría vida, igual que todo el mundo, y miraría las catástrofes desde la altura de la existencia del tiempo… Los hechos parecían darme la razón. En la escuela la maestra seguía ignorándome, y eso estaba bien. A la cárcel mamá no volvió a llevarme. De salud, bien. La simplicidad de mi vida no me angustiaba. Una cierta paz se había hecho en mí. Descubría que el tiempo, el tiempo extenso hecho de días y semanas y meses, ya no de instantes horrendos, actuaba a mi favor. Que fuera el único que lo hacía no me preocupaba. Lo encontraba suficiente. Me aferré al tiempo; y consiguientemente a la pedagogía, la única actividad humana que pone al tiempo de nuestra parte.
De ahí que haya caído en algo, por una vez, característico de una niña de mi edad, como es la identificación con la maestra. Todas las niñas pasan por esa etapa, y por esa actividad casi febril de darle clase a sus muñecas o a los niños imaginarios que las habitan. Qué ridículo, que quien nada sabe se ponga a enseñar con tanto ahínco. Pero qué ridículo sublime. Qué catecismos de dogma didáctico salvaje están esperando ahí al observador sagaz. Qué moral de la acción.
Como yo no tenía muñecas, tuve que atenerme a los niños mentales. Como no los tenía inventados, me ocupé de niños reales, a los que recreaba fantásticamente en la imaginación. Eran mis compañeros de grado; no conocía otros, y éstos se hallaban en la posición ideal, ya que no los conocía fuera de la escuela. Para mí, eran escolares absolutos. Por un lujo lúdico, les di personalidades retorcidas, difíciles, barrocas. Todos sufrían de complicadas dislexias, cada uno la suya. Maestra ideal, yo los trataba individualmente, a cada cual según sus necesidades, y exigía de cada cual según sus posibilidades.
Por ejemplo… Si quiero contar esto, debo ceñirme a ejemplos. Es un cambio de nivel, porque hasta ahora vine sorteando la lógica nefasta del ejemplo. Ahora lo hago por motivos de claridad, para después volver a lo mío. Por ejemplo, entonces, un chico tenía la particularidad disléxica de agrupar en cada palabra primero las vocales y después las consonantes; la palabra "consonantes" la escribía "ooaecnsnnts". Ese era un caso fácil. Otros fallaban en el dibujo de las letras, las hacían en espejo… El primer caso era plenamente fantástico, jamás se ha dado en un ser vivo; el segundo era más realista, pero por pura casualidad, por combinatoria. Yo no sabía lo que era la dislexia, ni la sufría ni tenía ningún compañero que la sufriese. La había reinventado por mi cuenta, para darle más sabor al juego. No sospechaba siquiera que en la realidad hubiera una enfermedad así, me habría sorprendido saberlo.
En el grado éramos cuarenta y dos (cuarenta y tres conmigo, pero a mí la maestra no me tomaba asistencia ni me dirigía la palabra ni me mencionaba nunca); eran cuarenta y dos en mi grado imaginario. Cuarenta y dos casos distintos. Cuarenta y dos novelas. Restar uno siquiera, para tener menos trabajo, me habría resultado inconcebible. Y era un trabajo titánico. Porque a cada dislexia, encima, le había dado una génesis familiar distinta y adecuada, en los términos algo delirantes en que yo me manejaba. Pero eso muestra una curiosa intuición en una niña de seis años. Por ejemplo, el chico que dibujaba las letras en espejo tenía un papá mujer y una mamá hombre. Lo cual, además, tenía efectos sobre su rendimiento escolar, ya porque tuviera que ayudar a su mamá a hacer la comida (su mamá era un hombre, por lo tanto no sabía cocinar), y por ello no tenía tiempo de hacer los deberes, ya porque la miseria en su hogar fuera excesiva (su papá era mujer, y fallaba en el mundo del trabajo) y entonces yo debía ocuparme de que la cooperadora lo proveyera de útiles. Y así cada uno de los otros cuarenta y uno. Era un infierno de complicaciones. Ninguna maestra real se habría embarcado en una tarea de ese porte.