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Complicaba más todavía la situación la postura pedagógica inflexible que yo me había impuesto: la complicación no debía simplificarse nunca, sólo podía avanzar. La enseñanza para mí era un sistema, aunque laberíntico (por la cantidad de alumnos), unidireccional, de válvulas orientadas todas en el mismo sentido. Porque yo no me proponía de ningún modo corregir la dislexia de cada alumno. Quería enseñarles a leer y escribir en sus términos, cada cual con su sistema jeroglífico particular; sólo dentro de ese sistema se podía avanzar, por ejemplo, en el caso del que escribía en espejo, se podía empezar escribiendo en espejo la palabra "mamá" y terminar escribiendo, en espejo, un libro de mil páginas, un diccionario, todo. Es que en realidad yo no había inventado enfermedades, sino sistemas de dificultad. No estaban destinados a la curación sino al desarrollo. "Dislexia" es un término que uso ahora, por una similitud puramente formal que he encontrado; y para hacerme entender.

De modo que yo hacía un dictado (mental, imaginario, por supuesto), después pedía los cuadernos (también imaginarios) para corregir, y con esa honestidad absoluta que sólo se da en los niños que juegan, me hacía cargo concienzudamente de cuarenta y dos discursos jeroglíficos que corregía cada uno según su regla única e intransferible.

Como si esto fuera poco, había tenido que hacer equivalencias lo más adecuadas posibles entre cada dislexia y el rendimiento del alumno en otras materias que no fueran Idioma Nacional: en Matemáticas, Desenvolvimiento, Dibujo, etc. Para seguir con el ejemplo más fácil (los había completísimos), el de la escritura en espejo: ese chico las cuentas las hacía no sólo con los números dibujados al revés sino con los resultados también invertidos, de modo que dos más dos le daba cero, y dos menos dos cuatro: los criollos pedían Cabildo Cerrado, Colón descubría Europa, el fruto venía antes que la flor; los dibujos, era cuestión de imaginármelos.

Debía imaginármelo todo, porque daba mis clases sin escenificación, sin elementos materiales, sin un papel siquiera para ir apuntando (en mi estado precario de aprendizaje, por otro lado, escribía tan lento que no era cosa de andar tomando notas de prisa, como un taquígrafo; y debía ir rápido para avanzar algo, con tantísimos alumnos). Lo hacía inmóvil, concentradísima, los ojos abiertos, escuchando la radio con algún resto de conciencia. Mi castillo de naipes siempre estaba a punto de derrumbarse, la menor distracción me haría perder el hilo para siempre. Un esquema habría sido mi salvación. Aprendí a añorar el esquema. Si hubiera podido jugar en voz alta habría sido menos difícil, pero no lo hacía, porque en el secreto estaba la estética del juego. De modo que mamá nunca supo que yo estaba dando clases. Quién sabe qué creería al verme paralizada, tensa como un mármol…

Me vi obligada a emplear un arte de la memoria. Mi memoria era perfecta, pero no bastaba. Me las había arreglado para necesitar algo más. Necesitaba un método, y utilicé la imagen de mi aula en su momento de plena ocupación. Para hacer imagen debía tener las figuras en silencio. Ahora bien, en el aula, y supongo que será igual en cualquier aula de cuarenta y dos chicos (yo no me cuento) de seis años, eran muy escasos los momentos en que todos ocupaban sus bancos y se quedaban en silencio. Había un solo momento así: cuando la señorita tomaba asistencia. Era una letanía de nombres, el apellido primero, el nombre de pila después -faltaba yo, que debería haber estado segundo, entre Abate y Artola. Repetida todos los días en el mismo orden, me la había aprendido de memoria. Y estaba fundida, como el audio de una imagen, al recuerdo utilizable mnemotécnicamente de toda el aula en su lugar… Lamentablemente, esa fusión me impedía usar la imagen tal como la tenía almacenada. Porque el orden sonoro de los niños, que era el alfabético, no coincidía con el de las ubicaciones. Eso me obligaba a un penoso zigzag, eran dos órdenes sobreimpresos…

Este entretenimiento me absorbía. Me absorbía tanto que llegó a producirme placer, el primero extenso y manipulable que yo experimentara en mi vida. Era un placer doloroso, casi abrumador, pero así era yo. Y no tardó en sublimarse, en trascenderse… Un poco al margen de mi voluntad creó un suplemento sobre el que se lanzó mi imaginación con una avidez loca. Trascendí la escuela. Empecé a dar instrucciones. Instrucciones de todo, de vida. Se las daba a nadie, a seres impalpables que había dentro de mi personalidad, que ni siquiera tomaban formas imaginarias. Eran nadie y eran todos.

Las instrucciones que yo daba se referían a cualquier cosa. A algo que estuviera haciendo, en principio, pero también a otras actividades que no hacía ni iba a hacer jamás (por ejemplo trepar a una montaña) y sobre las cuales sin embargo especificaba los detalles más mínimos. Pero la base, el modelo, el grueso de mis instrucciones, se refería a lo que yo estaba haciendo en ese momento. A tal punto que mis actividades se duplicaban en las instrucciones para llevarlas a cabo, actividades e instrucciones eran una misma cosa. Caminaba, y lo hacía explicándole a un discípulo fantasmal cómo era que se caminaba, cómo se debía caminar… No era tan simple como parecía, nada lo era… Porque la verdadera eficacia era una elegancia, y la elegancia dependía de un saber minuciosamente detallado, caprichoso de tan detallado, una idiosincrasia esotérica que sólo yo estaba en condiciones de transmitirle a… nadie, no sabía a quién, quizás a alguien. El juego invadía toda mi vida. Cómo sostener el tenedor, cómo llevárselo a la boca, cómo beber un sorbo de agua, cómo mirar por la ventana, cómo abrir una puerta, cómo cerrarla, cómo encender la luz, cómo atarse los zapatos… Todo acompañado de un flujo incesante de palabras, "hágalo así… nunca lo haga así… una vez yo lo hice así… tenga la precaución de… hay gente que prefiere… de este modo los resultados no son tan…" Era un discurso rápido, muy rápido, no disponía de ninguna lentitud en la que refugiarme porque la velocidad justa era parte esencial de la corrección, y yo estaba dando el ejemplo. Y además eran tantas las actividades sobre las que debía instruir… eran todas… algunas simultáneas, lanzar una mirada ligeramente a la derecha y algo arriba del horizonte, controlando el movimiento de la pupila, de la cabeza (¡y había que tener algún pensamiento adecuado y elegante como acompañamiento de esa mirada, sin lo cual no valía nada!), al mismo tiempo que se recogía una piedrita, con el gesto preciso de los dedos… Cómo usar los cubiertos, cómo ponerse el pantalón, cómo tragar saliva. Cómo estar quieto, cómo estar sentado en una silla, ¡cómo respirar! Hacía yoga sin saberlo, ultrayoga… Pero para mí no era un ejercicio: era una clase, daba por supuesto que yo ya lo sabía todo, ya lo dominaba… Por eso debía enseñar… Y en realidad lo sabía, cómo no iba a saberlo si era la vida en todo su despliegue espontáneo. Aunque lo principal no era saberlo, ni siquiera hacerlo, sino explicarlo, desplegarlo como saber… Y tan curiosos son los mecanismos de la mente y el lenguaje, que a veces me descubría dándome las instrucciones a mí misma.

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