Yo no lo encontraba muy imaginativo. No lo era, en comparación conmigo. Era demasiado imaginativo, también aquí se pasaba un poco (para mi gusto) y quedaba en una especie de niebla radiante en la que se podía ser feliz, siendo demasiado imaginativo, es decir rico, aristocrático, despreocupado, pero se perdía el vigor creativo de la imaginación. Se le había ocurrido que usaría un disfraz de Astrónomo, y de ahí no lo sacaban. No podía precisar nada en cuanto a los contenidos: para él era sólo una palabra, "astrónomo", y algunas cosas anexas subyugantes y "hermosísimas" (una palabra muy suya) como las estrellas, las constelaciones, las galaxias…
Pero cuando me preguntaba de qué iría yo, yo que era mil veces más rica en imaginación que él, no atinaba a decirle nada.
Entonces quiso colaborar. Era una tarde, después de la escuela, antes de los radioteatros. Estábamos en el patio del inquilinato, y reinaba uno de esos silencios muertos que sólo los niños, viajeros a lo más profundo del día, pueden tener alrededor. Me dijo que tenía algo que podía servirme, algo que si bien no era un disfraz, podía darme una punta, un comienzo… Se escabulló adentro de su pieza. El silencio persistía. No se oyó a la abuela… Había ese silencio de cuando todos se han dormido al mismo tiempo, pero no era la hora de la siesta: era una casualidad. Sentí una inquietud, un desasosiego; Arturito era tan impulsivo, entendía tan poco del mundo fuera de él… ¿con qué se aparecería? Podía ofenderme sin quererlo. Tuve un escozor de alarma que no duró mucho. Confiaba en mi impasibilidad, que era sobrenatural.
No había de qué preocuparse. Lo que trajo era una nariz de cartón. La había usado para una de las bromas que estaba haciendo siempre… Su filosofía primera y última era que una vida social intensa exigía mucho consumo de humor, por lo menos humor como lo entendía él, humor bromista, que dejara un recuerdo risueño. Era nada más que una nariz, enorme eso sí, con una gomita para ajustársela… Una nariz grande como la de él, más grande… pero con la misma forma… Tuve una erupción de entusiasmo, tan infantil. ¿Era para mí? Eso ni se preguntaba. Arturito era la mar de desprendido, a veces. A veces era maniáticamente avaro. Era tan contradictorio. Me la puso él mismo. No porque me considerara torpe… Me sabía poco habituada a gestos mundanos, pero por la superioridad que me atribuía. Me iba perfecta. Me miró y me dijo que ya estaba a medias disfrazada. Tenía el embrión, la gayadura del disfraz, lo demás era suplementario… Un vestido viejo de mi mamá… De pronto él también estaba entusiasmado, o ya lo estaba de antes… Pero su entusiasmo empezaba a curvarse sobre él… yo ya me lo veía venir. Teníamos seis y siete años, nos dominaba la urgencia… Era como si la fiesta fuera esa misma noche… El silencio sobrenatural que reinaba en la casa había anulado el tiempo. Arturito tuvo una idea y volvió corriendo a su pieza… Volvió castañeteando algo en la mano. Era la dentadura de porcelana de la abuela. No me asombró que se la hubiera podido robar, la anciana no la usaba permanentemente… El tac tac que venía sacándole resonaba en el silencio, en el mismo silencio, en el que todo podía robarse… Era lo que correspondía después de la nariz: la dentadura. Quiso que me la probara… pero por supuesto me negué… Yo jamás me metería en la boca eso, era obsesivo de todo lo chupado… Se la puso él, lo deformaba, sobre todo al reírse… Me imaginé lo que seguía: ahora querría la nariz… Me llevé las manos a la cara para protegerla, en un gesto instintivo. Tuvo la inocencia de mentar al Astrónomo, quería ser el Astrónomo con dentadura y nariz… Si me la hubiera pedido se la habría devuelto sin vacilar… Pero no, hubo una segunda curvatura, su generosidad se imponía y al mismo tiempo se trascendía… Le pondría un hilo a la dentadura y me la colgaría del cuello, sería Caníbal… O mejor… la nariz colgada del cuello, la dentadura como hebilla del pelo… o una nariz superfetatoria en el pecho, la dentadura en la axila… Hubo un instante de combinatoria absoluta, de ir y venir por mi cuerpo… nariz y dentadura… Era inevitable que se le ocurriera… quizás se me ocurrió a mí un momento antes, eso nunca se sabe, es casi objetivo… La nariz debía ir sobre mi nariz, no podía haber otro sitio… Y la dentadura mordiéndola… Era el disfraz completo, sin más: la niña mordida por el fantasma… Gracias al fantasma, no importaba que el Carnaval fuera seis meses después, hendía todo el tiempo… La aplicó mordiendo, en un ángulo perfecto… Hay improvisaciones que valen todo el arte… hincó los dientes en el cartón, sin sacarme la nariz… Me preocupaba que estuviera estropeando su nariz de cartón, pero Arturito más que generoso era sacrificial, no le importaba destruir sus cosas, si era por reírse, por pasarla bien, a lo rico… Esos dientecitos de porcelana parecían de rata, afilados… Yo no sabía que eran de porcelana, creía que eran de un muerto, creía que las dentaduras postizas se hacían con dientes de muerto; hay mucha gente que lo cree… Atravesaron el cartón… Arturito se reía hasta el llanto, trabajaba sobre mí con esa torpeza hábil… Yo quería mirarme a un espejo… aunque en realidad no lo necesitaba, podía verme en los ojitos grises de mi amigo… era fenomenal… la niña que había sido mordida por un fantasma… Pero en su pasión, en la pasión por el disfraz que dominaba su vida, Arturito fue demasiado lejos. Apretó demasiado. La pinza de dientes, de dientes que se revelaban de pronto como horribles dientes de muerto, se clavó en mi nariz… Porque abajo de la narizota de Arturito (la de cartón) yo tenía mi nariz, la verdadera… No fue tanto el dolor como la sorpresa… Me había olvidado de mi carne, y la recordé con terror, mordida, asfixiada… Di un grito escalofriante… Estaba segura de que me había mutilado, ahora sería un monstruo, una calavera… Arturito dio un paso atrás asustado. Mi expresión le heló la sangre en las venas… nunca se olvidaría de eso… pero como anécdota chistosa, una más, de las tantas que tenía, quizás la mejor, la más graciosa… aunque por el momento no entendía… Me vio, y yo me vi en sus ojos espantados, extraerme de sus manos retorciéndome y salir corriendo, llorando y gritando… a toda velocidad, despavorida… ¿Adonde iba? ¿Adonde huía? ¡Si lo supiera! Huía de las bromas, del humor, de las anécdotas futuras… huía de la amistad, y no con desdén o para ir a hacer algo más importante, como creía el ingenuo de Arturito: era sólo el horror el que le daba alas a mis pies, el horror más sombrío.
10
Todas las cosas que habían ocurrido, habían contribuido a hacer pasar el tiempo. De pronto yo, que no advertía nada, sentía que el aire cambiaba de consistencia, que hacía menos frío, que los días eran más largos… Llegaba la primavera. Era como si el año quedara atrás, y al hacerlo se fundiera en un bloque muerto, extraño a mí. Secretaba todas las pequeñas diferencias, los movimientos, temblores, pensamientos, los expulsaba a todos del presente, donde yo palpaba una novedad un poco salvaje que me embriagaba. No es que me dejara llevar por el optimismo -mi experiencia era demasiado unilateral para eso, y de todos modos no habría sido mi estilo. Era más bien la percepción de un ciclo, pero como mi vida, podía decirse, había empezado ese otoño, poco después de nuestra llegada a Rosario, no veía el cielo en su repetición sino en su línea recta. En una palabra, creí que las cosas estaban por cambiar.
¿Y por qué no iban a cambiar, si el mundo cambiaba a mi alrededor, y yo misma cambiaba también? La escuela ya no me llamaba la atención, la ausencia de papá tampoco, el juego de la maestra tampoco, la radio tampoco, Arturito tampoco. Era como si todo se gastara y se hiciera transparente… Y yo me aferraba a la transparencia, pero sin angustia, sin dolor, como si no fuera aferrarme sino atravesarla, como un pájaro. Sentía el anhelo de espacios abiertos, como los había vivido en Pringles; aunque yo no tenía recuerdos de Pringles; una amnesia completa me separaba de mi vida anterior a Rosario, que había sido la invención de mi memoria. Pero los espacios de Pringles no eran un recuerdo. Eran un deseo, una especie de felicidad, que podía estar en cualquier lado: todo lo que tenía que hacer era abrir los ojos, extender la mano…